martes, 22 de enero de 2008

REVISTA PALABRAS ESCRITAS Nº 3 cuarta parte

Dibujo de Miguel Pencieri para la serie "El Méjico de Juan Rulfo"
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REVISTA

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PALABRAS ESCRITAS Nº 3

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un diálogo entre Brasil e Hispanoamérica

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Nº 3 -cuarta parte-

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Ilustraciones: Miguel Pencieri

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Publica: Servilibro, Asunción, Paraguay

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Editora responsable: Vidalia Sánchez

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25 de Mayo esquina Méjico, Asunción, Paraguay

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Telefono/Fax: (595-21) 444-770

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Redacción: Luis Hernáez, Amanda Pedrozo, Alejandro Maciel

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Bmé. Mitre 3712 (1201) Buenos Aires, Argentina

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Tele/Fax: (011) 4981-1791

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Carta para mis tres tías

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Marta Ortiz, (Rosario, Santa Fe)

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(Cuento que integra la colección El vuelo de la noche)

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Nunca tuve una madre. Supongo que una madre
es alguien a quien acudes cuando estás preocupada.

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Emily Dickinson

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Querida tía Margarita:


No desearía iniciar esta carta con una fórmula convencional. Pero tampoco puedo no decirte que me gustaría que te encuentres bien y al mismo tiempo contarte que yo estoy tranquila y que me siento espléndida, aunque eso signifique usar una frase convencional.


Te preguntarás por qué te escribo cuando han pasado tantos años. Yo también me lo pregunté. Y descubrí que me impulsaba el afecto que me hiciste sentir en aquellas esporádicas escapadas mías a tu departamento de la calle Esmeralda. Cuando viajaba seguido a la capital, cuando hice mi post-grado. ¿Te acordás?
Es imposible olvidar, por ejemplo, tus exquisitas ensaladas de escarola con mucha sal y un limón entero exprimido. Tal vez te parezca inverosímil que yo mencione semejante banalidad. Pero intentá hacer memoria y no te va a resultar difícil recordar que en ese tiempo me encantaban las ensaladas, que hubiera sido feliz cultivando una huerta sólo para mí. Que las prepararas a mi gusto ya significaba una prueba de amor. Por supuesto y entre nosotras, en este punto cabe tener presente que mi madre nunca supo interpretar mis inclinaciones en general y mucho menos mis preferencias en el ámbito de la gastronomía.


Nobleza obliga, tía Marga, no creas que sólo soy capaz de recordar tu ensalada de escarola. También pienso en el café después de cenar con una oblea bañada en chocolate, en esa sobremesa jugosa donde contábamos todo lo sucedido en el día y en la cama blanda, con sábanas impecables que me habías destinado desde el primer día. En una palabra, tu interés por mí siempre se evidenció en los aspectos culinarios y formales, lo que me hacía sentir atendida y homenajeada como nunca lo había sido en mi propia casa. Confieso que más de una vez sentí oleadas de envidia por la suerte que tenían mis primos Máximo y Federico. A ellos sí que no les faltaba nada. ¿Y el jazmín que pusiste en un florero de opalina azul en mi mesa de luz? Aunque no lo creas, más de una vez repetí ese gesto entrañable con mi hija Juliana, quién me lo agradeció siempre con la sonrisa tierna y cómplice de quien se sabe tiernamente amada y protegida.


Dora se detuvo. Se sintió tranquila, satisfecha. Después de una prolija relectura decidió interrumpir la carta. No había razón para apurar el final. La terminaría junto con las otras dos. Lo que ahora importaba era darles comienzo: una para Águeda y otra para Blanca.
Miró el reloj: las nueve y media de la noche. Tiempo fresco y seco, tal como había escuchado esa mañana en la radio. Se distrajo un momento regando un helecho plumoso que tenía la tierra reseca y tomó un vaso de agua antes de sentarse a escribir la segunda carta.

Querida tía Águeda:


Hace tiempo que no tengo noticias tuyas. Presumo que estás bien. Casi diría que estoy segura. Sabés que únicamente puedo pensarte saludable y feliz.
¿Cómo podría prescindir de tus nervios a flor de piel, un poco alterados, o de tus vacilaciones permanentes? Siempre sintiéndote un poco culpable, o mejor dicho, responsable de casi todo. Bueno, esa es la leyenda que te precede. De todos modos a mí siempre me tuvo sin cuidado tu estilo romántico e idealista. Lo que sí me importó, y mucho, fue que a pesar de vivir inmersa en tus pensamientos inestables y fragmentados, siempre tuviste tiempo para compartir mi vida y para elegir “los regalos exóticos para Dorita”, como solías llamarlos. Así fue como a los seis años recibí un sahumerio hindú que llenó mi cuarto de rosas perfumadas, a los ocho mi primer libro de refranes y reflexiones imprescindibles para la vida, según tus indicaciones, y a los diez aquél misterioso palo de lluvia que se instaló en mis días con eso, con el sonido de una lluvia que no parecía la de siempre, sino otra. La que caía mansa y a la vez abundante crepitando sobre un patio de ladrillos que yo inventaba sin esfuerzo. Y ni hablar de la colección de muñecas de porcelana china para Dora cuando enfermaba, cuando estaba triste o cuando algo andaba mal en la escuela.


En mis más antiguos recuerdos también están los célebres “higaditos de Aguedita”. Así los llamabas y me los hiciste comer cuando me faltó hierro en la sangre. ¿Te hago sonreír?


¿Cómo no agendar en el corazón tanta calidez y afecto, sobre todo si partimos de la base de que mi madre nunca estuvo presente a la hora de las lágrimas ni a la de agrandar las orejas para escucharme?
Una vez más, tal como lo había hecho con la carta para Marga, la releyó, consideró que era apropiada y que había llegado el momento de dejarla inconclusa.
Era casi medianoche. Se vio reflejada en el espejo del baño: dos ojeras violáceas rodeaban el párpado inferior ligeramente hinchado por las lágrimas. Se desperezó, bebió un café bien cargado y se armó de coraje para seguir. Lo único que contaba ahora, era escribirle a la tercera tía.

Querida tía Blanca:


Espero que recibas esta carta en un buen momento y que puedas leerla tranquila, sin que sea necesario interrumpir tus innumerables ocupaciones. Y no digo esto para molestarte, ya sabés lo mucho que te quiero, pero las dos entendemos que tu vida transcurre de reunión en reunión y que ya te ocupa demasiado tiempo ser la directora del planetario municipal de Villa Ernestina como para que también puedas relajarte y descifrar mis jeroglíficos manuscritos.


Siempre fue un poco difícil acercarme a vos. Me parecías distante, como si hubieras vivido en otro mundo. Con el tiempo llegaría a comprender que era realmente “otro mundo” o mejor dicho “otros mundos”, los que se llevaban toda tu atención. La astronomía y la física te dieron un sello diferente al de mis otras dos tías, Marga y Aguedita.


La más intelectual, dice Ricardo. La que lleva una vida más independiente, digo yo. Más espacio privado, bah, todo lo que una mujer puede y debe tener para vivir con cierta dignidad, sobre todo en los tiempos que corren, tan competitivos.
Ya no te siento indiferente ni distante, aprendí que siempre estuviste alerta para detectar cualquier urgencia económica que yo pudiera tener. Siempre me regalaste dinero. Y me sirvió. Ahorraba durante todo el mes y después me compraba lo que quería o lo que necesitaba. ¿Te acordás del globo terráqueo iluminado que compré cuando un día empezó a interesarme la geografía? Te lo debo a vos. Y también te debo mi fascinación por todos los cuerpos celestes, ya que ese mismo día me hablaste de galaxias doradas en un espacio sin límites, de mares azules, de océanos casi negros, de tierras ignotas y de caracolas gigantes en las costas de África. Fuiste quien se ocupó de abrir mi fantasía, mi imaginación, mi inagotable necesidad de conocer.


¡Claro, qué podía saber yo de todo aquello si mi madre nunca me habló de nada tan hermoso! Tía Blanquita, a veces creo que en realidad, nunca me habló. Lo bueno es que Dios aprieta pero no ahorca: las tuve a ustedes tres.
Dora soltó la lapicera y se tapó la cara con las manos. Estaba terriblemente cansada. Había llegado al punto casi final de las tres cartas. Sólo faltaba un párrafo. O dos, eso no importaba. Lo que importaba era darles un cierre. Había que escribirlo en un tono impersonal y serviría por igual para todas. El verdadero punto final, el broche de oro. ¿De las cartas o de su pasado? Era una buena pregunta.


Se detuvo a observar las facciones pálidas y demasiado relajadas de María Luisa. ¿Se habría dormido finalmente y para siempre?
Volvió a pensar el texto final. Lo escribió, lo borroneó, lo estrujó y lo tiró más de una vez al cesto hasta que por fin supo que había logrado la versión definitiva. Algo extensa, pero adecuada.

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El último fragmento de la carta decía lo siguiente:


Agrego una noticia importante. O depende de cómo se la mire. Tal vez para vos, tía, represente una conmoción, y es posible que también yo, aunque no me dé cuenta todavía, esté sufriendo un estado de shock bajo una aparente superficie de tranquilidad: mamá, María Luisa, tu hermana o como quieras llamarla, murió hoy a las tres de la tarde, culminando así una tortuosa y larguísima agonía. Me siento en condiciones de corroborar que ha vivido miserablemente unida a sí misma, cordón de su propia placenta, centro y eje de todas sus preocupaciones. Perdón si la letra sale corrida, no puedo contener las lágrimas.
Aunque este final era predecible y a veces llegué a pensar que lo pasaría de largo y no me conmovería, decidí mantenerte informada. Te quiero demasiado como para dejarte en ascuas, compartiendo la inocencia del que nada sabe.
Minutos después del deceso y no sin antes derramar sobre ella largas lágrimas y reproches, inauguré un raro descanso sin la rutina de los medicamentos cada tantas horas, ni de cuidarla en la degradada etapa de despojo humano sin precedentes a la que fue sometida por la enfermedad. La peiné, le puse su mejor vestido, y la dejé descansar en paz, al fin y al cabo era lo único que ella sabía hacer a la perfección.


Una vez acabada tan piadosa tarea, comencé a escribir esta carta, mientras espero la llegada de un nuevo amanecer y del servicio fúnebre que acabo de solicitar. Estoy aquí, en el escritorio de la casa de mamá, el lugar que siempre me pareció más acogedor. Pensé que cuando una quiere contar que algo desastroso y tan difícil de soportar ha sucedido, y que ya no se puede volver atrás ni cambiar nada, una le escribe a su tía. Porque yo aprendí desde muy chica que si con algo seguro se puede contar es con el eco en el corazón de una tía. Y por eso, nada más que por eso, te escribí esta carta, Marga, Aguedita, Blanca.
P.D.: El entierro tendrá lugar por la mañana del nuevo día que ya amanece, muy a mi pesar, cuarteado de nubarrones oscuros. En el cementerio de las Ánimas, en el panteón familiar. Como ella quería.


Te abraza: Dora.

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STROESSNER NOVELADO

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José Vicente Peiró Barco

Universidad Jaume Castelón, Valencia.

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Sin duda, la novela paraguaya de dictadores está marcada por la relevancia de una obra tan elaborada y compleja como Yo el Supremo de Augusto Roa Bastos. Ha sido frecuente la novela histórica dedicada a sus figuras históricas en el país guaraní, ya para darles un trato favorable, ya desfavorable, ya aséptico. Sin embargo, la novela de Stroessner no ha sido suficientemente analizada por la crítica por distintos motivos inherentes tanto a la creación como a la publicación, y que merecerían una atención peculiar.


Aunque el universo de la dictadura stronista está presente en varias novelas paraguayas publicadas antes de su caída, como La isla sin mar (1987) de Juan Bautista Rivarola Matto, las creaciones de Santiago Dimas Aranda, sobre todo La pesadilla (1980), Los ensayos (1982) de Jesús Ruiz Nestosa, o La sangre y el río (1984) de Ovidio Benítez Pereira, es cierto que las aproximaciones a los motivos personales del dictador suelen ser aislados, y suelen mostrar expresamente universos ambientales y situaciones concretas de violencia, de represión o de lucha más que analizar las personalidad del dictador o del mundo desarrollado desde su efigie. También en ocasiones la dictadura era el bastión de la represión a la mujer, como en el caso de Los nudos del silencio (1988) de Renée Ferrer, novela que cuestiona las situaciones generadas por la brutalidad machista o su mentalidad con mucha profundidad sin penetrar en la figura del Tiranosaurio
[1]. Era lógico evitar la presencia del dictador puesto que el personalismo de la dictadura no hubiera permitido alusiones directas a la figura glorificada y mitificada del heredero de los próceres del país. Sin embargo, cualquier lector con una competencia media entiende que en el fondo de estas novelas planea la presencia del dictador y la explícita denuncia sociopolítica porque la dictadura se personificó con un nombre y apellidos pero en realidad era un engranaje y una superestructura sobredimensionada que favoreció la corrupción y las prácticas abusivas.

Después de la caída del dictador Stroessner en 1989 se abre el mundo del libro a la expresión de ideas. El libro es un objeto de expresión de libertad y por ello no tiene mucho sentido denunciar la dictadura fenecida con la ficcionalización porque se puede escribir prosa de denuncia sin miedo a la represión. Es cuando destaca la narración best-selleresca de Santiago Trías Coll, representada fundamentalmente por las dos partes de Gustavo presidente (1990 y 1993) que abrieron el camino de la ficción política. Pero subsiste el miedo a la dictadura y, sobre todo, al retorno a ella y a la amenaza totalitaria casi siempre nacida desde algunos estamentos militares y eso impide que se escriba una parte importante de novelas que permanecían sobre todo en la cabeza de los autores. Las obras sobre la tiranía editadas suelen caer en el cripticismo y en la oscuridad como símbolo de la misma, cuando no en el experimentalismo: la mejor manera de representar un universo tan absurdo como el del stronismo es ofreciéndolo como etéreo o con un punto de vista pretendidamente no realista. Los mejores ejemplos son Celda 12 (1991) de Moncho Azuaga e Historia(s) de Babel (1992) de Joaquín Morales.
La aparición de la novela El último vuelo del pájaro campana (1995) de Andrés Colman Gutiérrez supuso un giro en el tratamiento del tema. La narración recogía el ambiente paraguayo de esos años, con la amenaza permanente de la vuelta a la dictadura. El relato partía de la trama de unos delincuentes para reponer a Stroessner en la jefatura del estado. Sin embargo, reflejaba el ambiente de incertidumbre política y social de mediados de los noventa y no pretendía constituirse en un relato sobre la dictadura. Digamos que no era una novela sobre el stronismo, sino sobre el postestronismo.


Fue Augusto Roa Bastos quien mejor penetró en 1993 en el absurdo mundo de la dictadura en El Fiscal, pero hacía responsable –quizá en exceso– al pueblo paraguayo de la presencia dilatada del Tiranosaurio en el poder. Con Madama Sui (1995) el autor reflejaba el autor la unión entre la dictadura y el sexo cortesano para mostrar su cara más horrorosa.
Durante el último lustro del siglo XX y el primero del XXI existen aproximaciones como Tántalo en el trópico (2000) de Nila López, pero Stroessner seguía sin ser tomado como un personaje novelesco, al menos en los términos que había dibujado Roa Bastos en El Fiscal, donde sin ser protagonista de la obra sí que aparecía físicamente en el momento en que Félix Moral se lo encontraba en la recepción oficial en la que presuntamente debía asesinarlo. Stroessner quedaba como una figura éterea, una sombra por encima de los personajes, y una constante abstracta de pavor.


Desde los primeros años del siglo XXI se observa que los escritores no tienen tantos reparos en escribir sobre la dictadura más reciente de la historia paraguaya. ¿Habrían perdido el miedo? ¿Quizá sería por los efectos subliminales y liberadores del marzo paraguayo, cuando el pueblo comenzó a apreciar como lejana la amenaza golpista de Lino Oviedo? Fuere como fuere, una vez pasados los efectos de la batalla defensora de la democracia, se empezó a escribir sobre Stroessner.


El año 2004 fue decisivo en la evolución de la novela del estronismo. Apareció una novela de Jesús Ruiz Nestosa titulada La generación de la paz en la que ponía en entredicho la actitud conformista de una parte importante de la población paraguaya durante la dictadura. En realidad, la novela enfrentaba el pensamiento de unos jóvenes inconformistas con sus padres, unos privilegiados por su proximidad al poder. También se acerca a un denominador común de la novela del estronismo: la afición del dictador a las jóvenes y adolescentes.
Ese mismo año aparece una novela que pasará a la historia por ser la primera donde Stroessner es el protagonista, no un personaje sombrío que circula por la novela: Las memorias de Escorpión de Efraín Enríquez Gamón. Además, está escrita en clave de memorias, con lo que también era el narrador. Enríquez Gamón conoció profundamente, y desde dentro, el régimen de Stroessner, y este aspecto se aprecia en la novela con el detallismo de las situaciones y la profundidad de reflexiones del dictador protagonista. La narración se impregna del espíritu de la indagación para desentrañar la maraña de una época oscura de la que se conocen más anécdotas que fundamentos, a pesar de haberse vivido. La obra se sostiene en el discurso mental del dictador y su desarrollo depende de la linealidad de su memoria.


Y es que Las Memorias de Escorpión es una novela autobiográfica donde se acumulan las reflexiones del dictador; reflexiones sobre el poder y su naturaleza, sobre el papel de los escalafones bajos que sostienen una dictadura, sobre las delaciones, la represión, el empleo de la violencia y el carácter mayestático del ejercicio del poder. Son unas memorias que ficcionalizan el repaso de Stroessner a su propia vida, pero no un repaso lineal, sino fragmentario y ordenado de forma temática. Finalmente, el dictador desaparece y deja en su lugar un escorpión, símbolo de su persona, junto al manuscrito: es una metáfora del destino del tirano por antonomasia. El amanuense, retomando el término de Yo el Supremo (hay otras coincidencias con esta obra, simples coincidencias, eso sí, como la rememoración del pasado como “en el registro de un caleidoscopio”, cita que aparece en la segunda parte, p. 65), que se lo encuentra decide darlo a la luz pública, de ahí que el discurso se plantee en dos niveles: el del endógeno del dictador y el exógeno de quien decide publicar las memorias. Sin embargo, la novela en realidad presenta un discurso único que subraya la existencia de un pensamiento único excluyente durante las dictaduras: el del dictador, porque desde el principio subraya el carácter memorialístico al presentar un yo dispuesto a confesarse con un carácter intimista (como se denomina el primer apartado del libro). Sin embargo este yo manifiesta que el lector no está ante unas memorias, entendidas como relación escrita de acontecimientos biográficos, sino también ante una reflexión sobre el universo funcional de una tiranía fundamentándose en la paraguaya, expresada sin maniqueísmo por medio de la postura ficcional distanciada y una focalización humana. Las memorias de Escorpión son un fresco sociológico del régimen político.


Sin embargo, es curioso que unos días antes del fallecimiento el 16 de agosto de 2006 del dictador expulsado a Brasilia, más bien coincidiendo con el acontecimiento, apareciera una novela que da un giro importante a la percepción literaria de su figura. Se trata de Aldea de penitentes de Pepa Kostianovky
[2], una periodista con una trayectoria literaria esporádica pero bastante importante. En el ámbito de la narrativa publicó en 2005 una delineada novela de inspiración autobiográfica titulada Desde el otoño, donde se mezclan la ternura, la fantasía, el humor y la humanidad.

Y estos son unos rasgos que también se perciben en Aldea de penitentes. Durante su lectura, en ocasiones da la impresión de que estamos reviviendo en el realismo mágico, sobre todo en las escenas con presencia de la tarotista Berta Correa, terrible escrutadora de designios de la rueda de la fortuna que raramente se equivoca y a la que suelen acudir a consultar personalidades del régimen. En otras atendemos a un profunda crítica social, sobre todo del universo de corrupción y latrocinios que una dictadura crea a su alrededor, y la de Stroessner no iba a ser menos, más bien iba a serlo más. Los ingredientes humorísticos se mezclan con los más crueles, como es el caso de las escenas del ultraje de las niñas. Esto demuestra la riqueza de medios expresivos y de situaciones planteadas que la autora domina y sabe utilizar demostrando su excelencia como comunicadora.


Aldea de penitentes se inicia en el momento en que acaba de morir el general Hugo Elizardo Cuenca, un preboste del régimen stronista. Este personaje no es un ser cuya conducta esté individualizada: es un prototipo de la personalidad que ha evolucionado desde el empleo funcionarial hasta la riqueza máxima durante la dictadura y que se ha beneficiado con ella. La novela se inicia y se cierra con el cortejo mortuorio de Elizardo. Con esta circularidad, la autora se permite recurrir al tiempo mítico mezclado con la linealidad de la diégesis y la definición de la muerte como destino de todos los seres humanos, incluido el mismo dictador Stroessner, sobre el que la escrutadora de cartas Berta vaticina que después de su derrocamiento va a penar sus culpas durante muchos años en el infierno de la tierra. Como expresa el narrador omnisciente, Elizardo Cuenca “fagocitó por decenios a la sombra de Alfredo Stroessner, guardándole lealtad pródigamente recompensada” (p. 16). La obra es el retrato del régimen de favores y corruptelas que se cimenta durante la dictadura, como forma de explicar el origen de algunos problemas pendientes de resolución en el Paraguay actual.
La autora mezcla la crónica con la ficción continuamente. En los capítulos XVII y XXIV se explicitan incluso tipográficamente dos episodios históricos ocurridos durante el régimen stronista, con detalles escasamente conocidos. En el capítulo XVII se informa en apenas dos páginas su evolución, con las disputas internas y la manera en que Stroessner fue deshaciéndose de quienes podían obstaculizar su perpetuación en el poder, hasta el ascenso de la oligarquía de ingenieros nacida con la construcción de la central hidroeléctrica de Itaipú, los Enzo Boys que desembocaron en Barones de Itaipú, y cómo a los militares, para callar sus voces disconformes ante esta ascensión civil, fueron compensados con negocios de tráficos diversos y contrabando. El capítulo XXIV describe la “conversión” del médico nazi Joseph Mengele en ciudadano paraguayo gracias a la gestión de los hermanos Argaña, hasta llamarse Carlos Flores Chávez. Historias de cómo la dictadura favoreció la corrupción, el clientelismo, el dinero fácil y la protección de prófugos de la justicia internacionales. Kostianovsky destaca con ello que el stronismo no fue, desde luego, un modelo de perfección moral ni tampoco unos pilares donde se pudiera asentar un Paraguay más próspero en el plano nacional y colectivo.


La riqueza de Cuenca y de los favorecidos del régimen se inicia con la usurpación de propiedades de los terratenientes liberales que acaban en desgracia con la subida al poder de los colorados. Su mujer, Clota Bogado, también organiza sus negocios en forma de suministros de materiales a organismos estatales, pero no llega a triunfar porque hay un aspecto que no está muy bien visto por el régimen: su pertenencia al Opus Dei, lo cual le hará caer en reflexiones y actitudes en ocasiones ridículas porque el rigor religioso suele desembocar en el absurdo. Pero la inmoralidad del régimen no radica solamente en lo patrimonial o lo material. Alfredo Stroessner se inclinaba por las mujeres niñas, ejemplificado en el capítulo del ultraje de Catalina. Los matrimonios tampoco son modélicos: Elizardo Cuenca tiene sus amantes, lo que provoca que tenga que conformar negocios personales a Clota. La inmoralidad es la base de los comportamientos, desde luego.
Estilísticamente, la novela se fundamenta en el párrafo conciso y la estructura del discurso de forma dinámica. Kostianovsky busca un lenguaje equilibrado entre la oralidad de los diálogos y la verbalidad de las frases expositivas. La acción no es tan importante como la percepción que el lector obtenga de las secuencias narrativas, pero sin caer en el doctrinarismo político. El relato no es una arenga contra la dictadura, sino una descripción de sus hábitos, algunos de ellos supervivientes en la vida paraguaya; hábitos que causarán el rechazo del lector que crea en la justicia y en la libertad. Los personajes de la dictadura son suficientemente conocidos. Su recuerdo es una advertencia de tiempos pasados que no deben ni recordarse. La voz de Stroessner está presente en la novela porque estos personajes son una prolongación de sus brazos ejecutores. El general Patricio Colmán no lanzaba a sus presos de los aviones sin que el dictador lo supiera. Pero, además, el relato revela la mixtificación del régimen con una figura del dictador presente en forma de retratos “con marco dorado opaco o brillante” (p. 87) y banderas patrias esparcidas por todos los rincones del país, con una educación inspirada en el catecismo de San Alberto, código de leyes que en realidad no escribió San Alberto, para educar con la premisa de la divinidad del dictador.


La gravedad del discurso dependerá, por todo ello, de la propia situación narrada. Destaca el empleo de la ironía y el humor con frecuencia: “Ñata Legal, cuyo apellido contrastaba de modo pintoresco con su condición, ya que así como Eligia Mora podía preciarse de ser ‘la legal’, Ñata se ufanaba por ser ‘con la que mora” (p. 23). Los diálogos son fluidos y muy ilustrativos. Hay también historias tiernas, como los devaneos amorosos de Berta Correa, personajes de nombres inspirados en seres reales (Alcibíades Delvalle o la propia Berta Correa, que en su nombre refleja realidad, por corresponder al de una amiga, y en su apellido la ficción de la leyenda popular del norte argentino de la “Difunta Correa”, que siguió amamantando después de muerta), que contrarrestan el duro discurso de los ultrajes crueles de la dictadura. En ocasiones, la ironía subraya lo grotesco del régimen, como ocurre en el párrafo sobre la educación de los hijos de Stroessner “como paraguayos”. Contrasta con la historia de Antonia Mereles, feliz en los años de criada con los Cuenca y ultrajada posteriormente al ser elegida con doce años por Stroessner para sus hábitos cortesanos.


Hay un aspecto fundamental en la novela: la crítica al machismo. Pero no sólo a esa preponderancia masculinista ni a los hábitos de desprecio a la mujer, sino también al “matriarcado criollo” tan atribuido generalmente a la esposa paraguaya. Ese “matriarcado” no siempre generará una educación de fomento de la personalidad integral: en el caso de Clota, provocará toda una pedagogía de la represión y de la culpabilidad, pródiga en contradicciones y disciplinas absurdas. Pero la brutalidad de los hombres supera cualquier otro índice de nulidad de la educación recibida; hombres que, sin embargo, como Elizardo, son un “cero a la izquierda” (p. 112), pero que adquieren poder hasta el punto de dar y repartir beneficios, empleos y alegrías. Infidelidades, intrigas palaciegas, apropiaciones económicas y usurpaciones de tierras. Por otro lado, está mal visto socialmente por los dos ámbitos masculino y femenino la dedicación a aficiones como las letras, como en el caso de Alberto, el tercer hijo del matrimonio Cuenca Bogado, porque son “disparates que no sirven para comer” (p. 117), con lo que acaba estudiando Derecho por entrar en algún estudio universitario productivo.
Pero es en realidad el personaje de Berta Correa el que acaba transformándose en el eje central de la novela. A ella acuden a descubrir su futuro y lo acierta. Berta acaba engulliéndose el universo narrativo de los Cuenca Bogado. Sin acabar de convertirse en la verdadera protagonista, es el centro del desarrollo que desemboca en el desenlace y es quien vaticina el destino de Stroessner.
Estamos ante una novela que en escasas páginas revela y denuncia la dictadura de Stroessner con una fiereza ejemplar, y que determina un nuevo panorama en el tratamiento de la figura de este dictador en la narrativa paraguaya. Es probable que la novela sea breve porque el régimen del Tiranosaurio era tan pobre que para demostrar lo que aportó a la historia paraguaya no eran necesarias más que ciento veinte páginas. El relato es muy consistente y trabaja en la muestra de una dictadura como conjunto de relaciones personales sometidas al arbitrio de una figura mixtificada.

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Lupanar de viejo

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Carolina Orlando

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El joven periodista, pecoso y cobrizo, llegó al asilo para entrevistar al veterano periodista en una habitación de “La Casa de la Tercera Edad”. El joven se sentó frente al viejo, le sonrió y, tras presentarse, le estrechó la mano.

- Me gustaría que comenzáramos con alguna experiencia, allá por sus años de juventud - le dijo.
¿Allá por mis años de juventud? No te digo nada porque habrás tenido una abuela pelirroja, y qué buenas están las pelirrojas. Allá la tendrás vos, con tu pinta de colorado maricón, pensó el anciano.

Y el viejo, tras balbucear un bueno-dejame recordar-a ver, habló:

- ¿Daneri, me dijo? Su apellido me recuerda una de mis mejores experiencias. Yo empecé a trabajar para el diario cuando tenía su edad. Usted ni había nacido, fíjese qué cosa. Dichoso de usted, quien no quisiera estar en los veinte.
Yo escribía las reseñas de los libros que nos mandaban las editoriales. Un día llegó uno, cómo olvidarlo, Prostibularias, era el título. Después de leerlo, me llené de…incógnitas. La cuestión prostíbulos era desconocida para mí y entonces me vino una idea, la de escribir una crónica sobre los prostíbulos de Cañada. Ese pueblo, se sabía, era un gran lupanar. La crónica incluiría una descripción del pueblo, de las casas, de sus putas. Dónde estaba la puta más linda, la puta más vieja, la puta que gritaba más fuerte, si vivían hombres en el pueblo. En fin, busqué experiencias. No tenía otro camino que mezclar el trabajo con el placer, usted me entiende, muchacho. No, como va a entenderme si, ahora, eso está prohibido. Si le tocás el culo a una compañera de trabajo, me contaron, te dan una patada y te dejan afuera. En fin, juventud era la de antes…
Me fui a visitar Cañada entonces. Vaya de noche, me aconsejaron. Ni bien crucé el arco que decía Cañada, donde comenzaba la única avenida, me recibió la primera puta. Soy Lupa, me dijo. Busco un cuarto, respondí, para quedarme unas noches. Me agarró del brazo, así, con fuerza, y me increpó. La muy puta me dijo que mire que este pueblo, todo, es un burdel / que nada de negocios serios / que a la mierda con las leyes / que nada de buscar siempre a la misma / que eso está prohibido / que el sexo libre libre / que la cosa va en serio.
Le devolví mi mejor sonrisa. No le dije nada sobre mi crónica, claro, la puta me hubiese sacado a patadas si le contaba.
Si está todo entendido, lo llevo a lo de Daneri, me dijo. Le respondí que sí y, mientras me guiaba, yo le repetía después después porque la muy puta me iba frotando la bragueta.
La casucha del tal Daneri estaba en una especie de callejón custodiado por putas lindas. Daneri tenía cara de putañero pero de viejo poco feliz, se notaba que el trato con las putas era nada más que para hablar, o para mandar. Podría decirse que hasta cara de maricón tenía el viejo.


Daneri le hizo una seña a la puta para que me acompañara al cuarto. Me alquiló un sucucho rastrero, mugriento y bien de puta triste. Así me encontré arriba de la primera puta, que chillaba como rata mal apuntada y me arañaba la espalda, la muy puta fingía como bestia, eso me gustó, hasta que las uñas de la puta me rasparon el lomo y le dije: basta puta, que duele, y la muy puta se ofendió. No sé si porque le dije puta o porque le corté la inspiración, y me empujó, me tiró para un costado. Se fue del cuartito moviendo el culo, casi desnuda, pero tan magníficamente puta. Dormí. Al otro día salí temprano para recorrer Cañada. Quería ver las caras de las putas al sol. Me paré en una esquina donde vendían diarios. Una mina los vendía. ¿Será puta?, me pregunté, y le di las monedas y una sonrisa, por las dudas. Cuando la mina me dio el diario, me acarició la mano de una manera tan puta que parecía desnuda.


Caminé por las calles, uno pateaba el polvo en esas calles; y todas las casas parecían desalojadas, mugrientas, casas de putas que duermen de día. Putas-murciélagos imaginé y me reía solo pensando en la puta de la noche anterior tan magníficamente feroz, tan puta, y seguí caminando para ver qué más podía encontrar.
Era sabido que en el pueblo no había ningún colegio. Los hijos de las putas, muy limpios ellos, iban a estudiar a la ciudad. Se llenarían de sabiduría esos pibes hasta que se dieran cuenta de que sus madres eran unas terribles putas, sentirían vergüenza de ser hijos de putas y se marcharían para vivir purificados por el santo nivel urbe-universitario.


Me senté en el banco de la parada de ómnibus y me puse a leer un librito de bolsillo sobre el sexo en oriente. Oí pasos y miré. Era una rubia espectacular que me sonreía sin abrir la boca. Rubia atrevida pensé, debe ser otra puta. Dejé el diario y me guardé el librito. La seguí. Una puta en pleno sol no era cosa de todos los días, pero sí en Cañada, tendría que ver usted. Me acerqué y le dije vení putita, vamos a mi bulín, y la rubia me siguió, ya parecía desnuda la puta linda. Qué puta linda. Llegamos a la piecita destilando lujuria, tendría que haber visto eso, en el camino la rubia me venía jugando al amor, pero en la cama me dejó abajo, laburó arriba la rubia, se agarraba las tetas y no gritaba. La rubia no habló ni una palabra, son así de calladas las rubias, nada más se estiraba como los gatos hasta temblar, la puta tembló a tiempo, me dejó dormido y se fue. Cuando desperté, ya estaba oscuro. Me duché en el baño de Daneri y salí a recorrer los burdeles. De noche se encendían luces a lo largo de las calles. Todas las casas que yo había visto dormidas, ahora despertaban con luces rojas. Esquivé a las putas que estaban en la entrada del callejón del viejo decrépito Daneri y a las de la avenida. Entré a una de las casas. Ahí adentro estaba oculto un terrible bar con luces que se apagaban y se prendían cambiando de color. Fui rojo, fui azul, fui amarillo. Las luces jugaban y transformaban el lugar como si alguien estuviera observándonos desde el agujero de un calidoscopio. Uno de putas, claro.


Me senté en una mesa. Había putas que te traían whisky, otra puta bailaba, viera usted cómo hacía, estaba en tetas esa puta. Rojo. Azul. Y la puta se bajó del escenario y me llevó a un cuartucho y le di para que no se olvidara de mí. Amarillo. Rojo. Cuando terminé con esa puta, vino otra y otra más, y después la pelirroja y me quedé hasta que se hizo de día con la última. ¡Qué fea era de día! Pero me acompañó hasta lo de Daneri. Muy buena mina esa, tan buena que parecía siempre desnuda. Me fui a mi cuarto. Escribí lo que pude hasta que me quedé dormido arriba del cuaderno.


El viejo Daneri me despertó con un portazo. Pibe sinvergüenza, me gritó, te metiste con la puta de mi mujer.
Yo no sabía si era la negra, la fea, la pelirroja o la rubia, pero me sacó a patadas del cuartito y me metió en una bodega. Que con mi mujer nadie, menos un pibe como vos, gritaba, vas a aprender a respetar, que mi mujer esto, que mi mujer lo otro. Su mujer se puede ir a la puta que la parió, le dije, y el viejo putañero se enardeció, sacó una navaja y casi me la incrusta en la barriga. Me caí desmayado, del susto y del cansancio. Cuando me desperté, estaba en mi cuartucho de mala muerte. Lo primero que vi fue la cara del viejo Daneri que seguía ahí, como custodiando. Para mi sorpresa, se había calmado.


- Si querés salir vivo de Cañada, no escribas, en esa crónica, sobre mi mujer, la puta pelirroja- me dijo.
De acuerdo, respondí, y el viejo me exigió el cuaderno. El muy puto se fue a leerlo al baño y me trajo una puta gorda, la más gorda, para que yo no pudiera escapar.
En un día y dos noches, les di a unas trece putas.
Ahora, ustedes no llegarían ni a dos. Por eso Cañada no existe más. Esas putas se tuvieron que ir a laburar y tuvieron hijos y nietos como usted. ¿No sabe de qué laburaba su abuela? Preguntele. Casi todas eran de Cañada. Acá tenemos a Normita que, con los años, ha ganado experiencia, imagínese.

El anciano periodista se puso de pie y, caminando hacia la puerta de la habitación, agregó:

- No se olvide: pregúntele a su abuela.

El joven esperó un momento pero, al ver que el viejo no volvía, se levantó y se fue sin entrevista, sin nota para el diario, pero con la certidumbre de sentirse un inválido nieto de puta. Caminó hacia la salida. Le sonrió, por las dudas, a la viejita de la puerta, y cruzó el arco que decía “La Casa de la Tercera Edad” con inevitable vergüenza.
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EL FISCAL Y LA IMPOSIBILIDAD DE JUZGAR

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Mario Goloboff

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La novela El Fiscal corona la anunciada y esperada trilogía sobre "el monoteísmo del poder" de Augusto Roa Bastos. La serie, iniciada (retroactivamente, habría que decir, ya que tales sistemas suelen aparecérsele a posteriori al escritor, más que obedecer a decisiones previas, y el caso actual no escapa a la ley) con Hijo de hombre, y proseguida con Yo el Supremo, alcanza así su plasmación con este texto. Un libro cuyo tema fundamental me parece versar sobre la imposibilidad de ejercer la justicia individual ante el sufrimiento colectivo y, más vastamente, sobre la imposibilidad humana de juzgar, de constituirse en "un fiscal".

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En efecto, si la primera novela puede leerse, entre otras muchas intenciones, como la denuncia de la inutilidad y malignidad de la contienda fratricida (la que enfrentó a bolivianos y paraguayos entre 1932 y 1935 en la zona del Chaco), banco de ensayo de la Segunda Guerra Mundial, y el primer enfrentamiento petrolero en territorio latinoamericano, y la segunda, Yo el Supremo, como la novela del poder absoluto (verdadera bisagra ficticia, además, en la serie de novelas sobre dictadores), el volumen que cierra la trilogía expone un fresco de lo que Rafael Barret supo llamar "el dolor paraguayo", desde los inicios de su vida independiente hasta los días finales de la dictadura de Alfredo Stroessner.

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El protagonista de El Fiscal describe largamente esas imposiciones y sufrimientos, y las mazmorras a que fueron sometidos quienes no los admitían. Se trata de un emigrado paraguayo en tierras galas, travestido por cirugías y maquillajes equivalentes a los que el escritor de ficciones asume en toda "representación", puesto que, también él, es, entre otras cosas, escritor, ensayista y, aquí, quien "escribe" el texto o la carta que leemos, y en razón de cuya autoría, al final, será descubierto, torturado y asesinado. El personaje elabora contra el último dictador de su país un complicado y a la postre inútil proyecto de tiranicidio. La inviabilidad del mismo acaba por condenar, más que al "tiranosaurio", al propio exiliado, presa de la omnipotencia del destierro, y a sus fantasías de sustituir el juicio de un pueblo por la vindictia profética del auto elegido.

Dos motivos principales recorren, a mi modo de ver, esta novela: el del amor frente a la barbarie y el desarraigo, y el de los efectos destructivos que el poder y su ejercicio totalitario imponen a las sociedades contemporáneas. De tal forma, el sentimiento de la pareja Félix Moral-Jimena trasciende los marcos individuales al enlazar, en la relación con la mujer y en la mujer misma (hija de españoles refugiados en Francia; docente ocupada en culturas precolombinas), los términos de una identidad americana: el pasado prehispánico, los vínculos con la España de otras épocas y con la de nuestros días.

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Flotando sobre los vaivenes de la anécdota, y metaforizado en los pensamientos y decisiones del protagonista, otro tipo de juicio recorre el texto: el que se sugiere sobre el papel que los intelectuales desterrados, y especialmente los latinoamericanos, juegan en el mundo de hoy (o jugaron hasta hace poco) como fantasmagóricos reconstructores de los anhelos colectivos.

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El relato es atravesado por finas relaciones que a veces son históricas, otras culturales, literarias o pictóricas. De estas últimas, la que parece central es la que se establece entre el Cristo de Mathis Grünewald y los cuadros del pintor argentino Cándido López, quien tuvo, se cuenta, un homónimo paraguayo, que habría pintado muchas de las obras que a él se le atribuyen. Entre éstas, ciertas imágenes de la muerte del perdedor de la guerra de la Triple Alianza, como el Cristo de Cerro-Corá. Imagen ésta doble o triplemente imaginaria (si cabe el pleonasmo) ya que, por un lado, el cuadro, si es que alguna vez existió, ya no existe, y además la propia novela sostiene contradictoriamente la veracidad de esa crucifixión y la negación de la misma, lo que podría querer decir que Solano López sólo fue apócrifamente crucificado. Es más: el instigador ideológico de tal falsificación (o de tal cumplimiento) habría sido el cura Fidel Maíz, el primero en hablar de López, en el colmo de la adulación anterior a la derrota, como del Cristo de Cerro-Corá... El texto, por eso, alude varias veces a ese "vaticinio" (cf. p. 34 y pp. 292-293).

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Contemplando, en Colmar, el Cristo de Mathis Grünewald (una obra pictórica que también sufrió los vaivenes de la política, por lo que, en días en que Roa Bastos estaba naciendo, Thomas Mann lamentaba en su Diario "que ahora se convertirá en propiedad francesa" -Diarios 1918-1936, Anotación del 8/12/1918), el protagonista tiene la impresión de estar viendo al del Paraguay. "Lo extraño -escribe- es que ese retablo no era conocido en América". El texto da otra vuelta de tuerca (esta vez borgeana: "Un emperador mongol, en el siglo XIII, etc...", en "El sueño de Coleridge" *) para señalar "esas misteriosas simetrías que se encuentran de pronto en la realidad infinita y desconocida del cosmos, entre nuestra realidad miserable y opaca y el transfigurador universo del arte, sin que ninguna ley física ni razón sobrenatural puedan explicar estas coincidencias" (p. 98).

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En muchas otras oportunidades, las relaciones son literarias. Amén de aquéllas que la narración establece con las dos novelas restantes de la trilogía, hay menciones de otros textos del escritor. Así, por ejemplo, la historia de “Nonato” (p. 84); la novela -futura en su publicación, pero trabajada durante muchos años- Contravida (p. 87); un libro que "Lleva el nombre del pintor argentino como título" /.../ "prologado por un escritor compatriota nuestro" publicado, se dice, por un "editor italiano de libros de arte" (p. 366), referencia a la edición de Franco María Ricci (Milano-Paris, 1984) con el texto El sonámbulo, sobre el que Roa Bastos venía trabajando desde hacía tiempo, y cuya primera publicación data, por lo menos, de 1975, en la revista Crisis, de Buenos Aires (nº 32, Dic. 75).
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En cuanto a textos ajenos, la relación más relevante sería la actualización y -supongo, porque hasta ahora no he podido consultarlas- la reinvención, para Richard Burton (uno de los más importantes traductores al inglés de Las mil y una noches), de unas pintorescas Cartas desde los campos de batalla del Paraguay (1870), en las que Burton relataría cómo le cuenta cuentos a Madama Lynch, remedando el libro que, si no me equivoco, sólo comenzaría a traducir en Trieste años más tarde, a partir de 1872. Por lo tanto, como en otros casos, los datos de tipo histórico que simula dar el narrador serían, una vez más, ilusorios, y ordenados, en cambio, según su pura funcionalidad ficticia. Tal sería el temperamento de citas como las siguientes: "La mediación del cónsul pudo ser ésta: servir de puente por el cual las historias de las Noches de Oriente pasaron al imaginario colectivo paraguayo a través de las mujeres de servicio de la mariscala". /.../ "Habrá que convenir, con sir Richard, que los cuentos de las Mil y una noches entraron en el Paraguay por la puerta de servicio de Madama Lynch, no ya de su incendiado palacio de Asunción sino de las tiendas de campaña del cuartel general" (p. 317).

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Finalmente, hay otras relaciones, de tipo lingüístico, que se combinan con las demás: así, por ejemplo, la mónada de Leibnitz y el carácter nómada del protagonista, o los propios nombres de éste, Félix Moral.

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Como en toda trilogía, encontramos en ésta numerosos elementos comunes. Y como toda novela final de trilogía, El Fiscal recoge, ya he dicho, hilos dispersos en las otras dos. Hay, adelantaba, relaciones con personajes, historias, imágenes, mitos de las otras dos novelas.

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Yo el Supremo está presente, es casi obvio recalcarlo, en la idea manifiesta del "monoteísmo del poder" y, asimismo, en el recuerdo de textos tales como aquéllos sobre "el árbol del poder absoluto". También los del "portaplumas recuerdo", convertido aquí en una pluma fosforescente (pp. 277-278); igualmente, los anacronismos de aquélla, con las opiniones de Mitre y la invasión argentino-brasileña; del mismo modo, todo el tema del nacimiento por la paternidad de dos o de uno (pp. 143 y siguientes de Yo el Supremo), tan vinculado al mito onfálico evocado en esta última. Y, naturalmente, la mención expresa por parte del protagonista Gaspar Rodríguez de Francia de su distante sucesor cuando, sobre el final de la novela, lee Patiño las respuestas de los alumnos de las escuelas públicas "a la pregunta de cómo ven ellos la imagen sacrosanta de nuestro Supremo Gobierno Nacional" /.../ "Escuela Nº 1, . Maestro aborigen Venancio Touvé. Alumno Francisco Solano López, 13 años: ". Y el comentario del Supremo: "Este niño tiene alma bravía. Envíale el espadín. Señor, con su licencia le recuerdo que es hijo de don Carlos Antonio López, el que... Lo recuerdo, lo recuerdo, Patiño. Carlos Antonio López y el indio Venancio Touvé fueron los dos últimos discípulos del Colegio San Carlos que yo examiné y aprobé con la más alta calificación, poco antes de la Revolución. Tú también vas a acordarte de don Carlos Antonio López, futuro presidente del Paraguay. Antes de que ascienda su estrella en el cielo de la Patria, la soga de tu hamaca cerrará su nudo en torno a tu cuello." (Yo el Supremo, pp. 432 y 434).

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La idea de carta póstuma o diario, y hasta la carta final de la mujer del protagonista, recuerdan las de la primera novela de la trilogía. Pero de Hijo de hombre (en su novísima versión) recoge nada menos que lo que, a mi entender, es el tema fundamental de El Fiscal, el de la imposibilidad de juzgar. Allí están las primeras reflexiones sobre el juicio de la posteridad, la variación de los contextos, la relatividad de las posiciones y declaraciones. Por un lado, es la propia y contradictoria historia del "Fiscal de sangre" la que enseña que él mismo juzgaba injustamente y, por el otro, es la visión o el juicio históricos sobre su personalidad los que son atacados.

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El cura Fidel Maíz, "Fiscal de sangre" del régimen de Solano López, quien sin hesitar juzgaba y condenaba a cuanto opositor al régimen tenía a su merced, es el primero y el más hábil en acomodarse después a los designios de los brasileños, una vez que éstos asesinan a Solano López e implantan su régimen de ocupación.

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En algunos de los textos incluidos en la última versión de Hijo de hombre, precisamente en el Capítulo VII, "Destinados" (del que citaré, lo más sintéticamente posible, sus partes pertinentes) se escribe: "La figura de Fidel Maíz me ronda obsesivamente entre los turbios vapores que suben del río. Por momentos se me aparece en hábito talar entre las reverberaciones. ¡San Fidel Maíz, San Pedro I de la iglesia paraguaya reconquistada, caminando sobre las aguas que rodean el promontorio del penal!", escribe Miguel Vera el 21 de enero. La anotación del 22 de enero dice entre otras cosas: "Pese a mis esfuerzos no consigo sacármelo de encima al cura Maíz. Su enigma no deja de perturbarme. / ¿Qué móviles lo llevaron a oponerse a la presidencia de Solano López a la muerte de don Carlos, a quien sucedió manu militari cuando su cadáver no había acabado aún de enfriarse? Maíz declarará después, autojustificándose: el temor a que López aherrojara al país en un despótico absolutismo sin las ventajas del de don Carlos o del propio Supremo Francia..." /... / "López manda apresar a su ex preceptor. Maíz es sólo unos pocos años más "viejo" que su ex discípulo. López ordena que le metan una barra de grillos y lo mantiene seis años en prisión. Desatada la guerra cuya suerte, luego del inicial desastre de Uruguayana, queda irremisiblemente sellada contra López y su ejército, éste ordena la libertad del sacerdote disidente. Lo hace traer desde Asunción a su cuartel general y lo nombra capellán general de su ejército por encima de la autoridad del obispo..." /.../ "Ya en plena retirada, López encomienda al P. Maíz la organización y funcionamiento de los tribunales de guerra. El flamante capellán y fiscal de sangre los ajusta a la estrategia de la confesión in articulo mortis en lo espiritual y del cepo de Uruguayana y de inconcebibles torturas en lo corporal". /.../ "Durante cinco años manda torturar y ejecutar a millares de personas en el turbión de las reales o inexistentes conspiraciones contra López. Asesinado éste en Cerro-Corá, profanado su cadáver por la soldadesca enemiga, el prisionero de guerra Fidel Maíz pide clemencia y misericordia al conde d'Eu, generalísimo de los ejércitos invasores y por su intermedio a don Pedro II, emperador del Brasil." Luego viene esta frase de Miguel Vera: "Su demanda de perdón es el documento más extraño y estremecedor que he leído en mi vida". Y después de transcribir dicho documento, hay una suerte de análisis lingüístico literario de Vera, gracias al cual colige que Maíz "representa una abyecta parodia cuyo exceso es precisamente su negación", es decir, que cuando el cura está solicitando clemencia y rindiendo pleitesía al invasor, lo que ocultamente está haciendo es salvaguardar el porvenir de la causa paraguaya. Éstas y otras consideraciones llevan a Vera a pensar que "no distinguir los tiempos para juzgar los hechos y personas es sobrado expuesto a errores" (p. 252). Por lo cual termina afirmando que "Alguien debería escribir alguna vez la historia de la gente como Maíz porque llegará un día en que patibularios fiscales se arrogarán el derecho de juzgar y condenar a este pueblo como si estuviera compuesto enteramente de cretinos y bastardos" (p. 252).

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El mandato de escribir esa historia es retomado aquí, ya que el tema recorre las páginas de El Fiscal. Aparece mencionado por primera vez en la p. 34, luego en la 48, y luego, sobre el final, más intensamente, entre otras, en las páginas 310, 326, 331 y 336, especialmente. La cita que me parece pertinente mencionar es la de la p. 331: "Desde las jaulas armadas con ramas en que han sido encerrados, los jefes sobrevivientes del estado mayor de Solano contemplan impotentes, con lágrimas en los ojos, ese entierro fantasmal del hombre que ha muerto con el clamor de "¡Muero con mi patria!". En humillante contradicción con ellos, el P. Maíz, de rodillas en su jaula, pide clemencia al conde D'Eu, jefe supremo de las fuerzas brasileñas. Clama a gritos y entre sollozos, en su honor, las mismas loas que hasta hace poco tiempo rendía al mariscal asesinado. Sólo que ahora, en lugar de consagrar al conde D'Eu como al Cristo brasileño, lo proclama Redentor del Paraguay y del género humano".

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Luego de comentar otras posiciones y actitudes (bien podríamos decir aquí "amorales") del cura (una de ellas, por ejemplo, la de haber justificado y alentado la "prostitución patriótica" de jovencitas del interior en beneficio del buen ánimo de los soldados), el texto termina por justificarlo, retomando las ideas de Hijo de hombre, aunque especificándolas, ya que lo que Maíz habría tratado de salvar, más que una abstracción como "el porvenir paraguayo", sería, para esta última novela, la salud y la independencia de la Iglesia de ese país: "Una figura histórica compacta y compleja como la del Padre Fidel Maíz -se sostiene en El Fiscal-, un hombre como él, forjado a imagen de esta tierra y nutrido con sus esencias y sus escorias, no ha sido aún comprendido. En su degradación, en sus crímenes, en sus pecados, es el antihéroe más puro y virtuoso del Paraguay. Fue un genuino soldado de Cristo, el Judas de la Última Cena, un apóstol que juró en falso infinidad de veces, un antisanto sin corona de martirio surgido del cristianismo de las catacumbas que tuvo en el Paraguay su último refugio. Nadie entendió a este hombre, a este sacerdote, que eligió cometer los pecados y los sacrilegios más execrables ofreciéndose como víctima propiciatoria, un negro y rijoso cordero pascual, el más infame y miserable, para que la sangre de Cristo, vertida en el Gólgota, tuviera algún sentido fuera de la imposible redención humana. De otra manera habría que tomar en serio el chiste ateo de Stendhal de que la única disculpa de Dios es que no existe. / El anihéroe virtuoso, el antisanto sin corona, quiso recoger en sus manos ensangrentadas el soplo de vida que aún le quedaba a su pueblo moribundo. Quiso salvar a su Iglesia prisionera de las maquinaciones de una secta de esbirros de la Fe, a la que no quiso reconocer como una congregación digna de Cristo. Los capuchinos, primero, luego el solio oscuro y oscurantista del Vaticano, por mediación de su internuncio en Río de Janeiro (un verdadero sátrapa de la religión romana), interpusieron todo su poder y declararon una guerra implacable al cura rebelde y revolucionario. Trataron de aplastarlo pero no lograron prevalecer sobre el cordero rebelde e indómito. Tuvieron que devolver al Paraguay su Iglesia tomada en rehenes como diócesis sufragánea de la Iglesia de los enemigos. La victoria del curita Maíz está ahí, brillando en la oscuridad como un cabo de vela sobre la lápida de una inmensa sepultura. Sólo donde hay sepulcros las resurrecciones son posibles. Pecó el blasfemo, se arrastró el apóstata hasta la más extrema degradación, para que la justicia de Dios, si existe de verdad, pudiera resplandecer en los justos. Que sus pecados le sean perdonados..." (El Fiscal, pp. 336-337).

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Construida como casi siempre lo ha hecho Roa Bastos, según el procedimiento que podríamos llamar "del palimpsesto" (Hijo de hombre se sigue aún corrigiendo y es ahora posterior a Yo el Supremo; sus cuentos entran y salen de las novelas, se citan y se transforman; sus novelas se entrecitan falsamente, etc.), El Fiscal consagra una vez más en su narrativa, tanto en los pasos de la intriga como en la elaboración textual, el carácter efímero de la escritura, burdo remedio, según el autor, para suplantar la inalcanzable "habla natural de los pueblos".

De un modo más interior, la novela repite y profundiza en la trilogía algunas de las preocupaciones principales del escritor: su empeño en demoler las ruinas de una concepción tradicional de la historia; su temor por haber perdido tierra y lengua en el ostracismo; su idea de que lo femenino es el sitio de reconstrucción, no sólo simbólico sino también real, donde lengua y pueblo renacen permanentemente.

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La elección del nombre Félix Moral, invita, sin duda, a otros juegos: las mismas iniciales que Fidel Maíz; una nueva, también cinematográfica y también especular invención de Morel; algunas remembranzas de aquel otro inventor isleño, Moreau: no olvidemos que Roa Bastos suele repetir, con Rafael Barret, que el Paraguay es "una isla rodeada de tierra". No obstante, más allá de estos serios juegos, alcanza aquí toda su debida resonancia el señalamiento de esa ilusoria moral feliz, de esa ética del magnicidio pasado de moda y, sobre todo, la condena de la inútil, desesperada, autocomplaciente, falaz necesidad del intelectual de considerarse llamado a ejercer la justicia en nombre de todo un pueblo y de su historia.


Mario Goloboff

Nota: Las citas corresponden siempre a:

Yo el Supremo, Siglo XXI, Buenos Aires, 1974.

Hijo de hombre, (Tercera edición revisada y aumentada) Alfaguara, Madrid, 1985.

El Fiscal, Sudamericana, Buenos Aires, 1993.


· La cita completa de Borges es la siguiente: "Un emperador mongol, en el siglo XIII, sueña un palacio y lo edifica conforme a la visión; en el siglo XVIII, un poeta inglés que no pudo saber que esa fábrica se derivó de un sueño, sueña un poema sobre el palacio. Confrontadas con esta simetría, que trabaja con almas de hombres que duermen y abarca continentes y siglos, nada o muy poco son, me parece, las levitaciones, resurrecciones y apariciones de los libros piadosos", en "El sueño de Coleridge", en Otras inquisiciones, en Obras Completas, Emecé, Buenos Aires, 1974, p. 644.

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Algunos apuntes sobre mi madre

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Marcelo Damiani

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Para Camila

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Me acuerdo, antes que nada, de sus manos. Estábamos sentados en el jardín de casa. Yo tendría tres o cuatro años, y ella, por supuesto, estaba tejiendo. Sus dedos rugosos se movían de un lado a otro, dirigiendo el hilo entre las agujas con una precisión y una velocidad sorprendentes. Pero además, mientras el rollo de lana rodaba por el pasto, ella me contaba otro capítulo de la historia familiar. Yo no podía prestar atención a sus palabras porque el movimiento de sus manos era demasiado cautivante. Recuerdo que acercaba mi cabeza a la zona donde el hilo era embestido por las agujas, todo controlado hábilmente por sus dedos, para ver si así podía comprender mejor qué era lo que estaba pasando. No podía entender cómo las agujas y el hilo no se enredaban en un nudo imposible de desatar. No entendía cómo el hilo poco a poco iba tomando la forma de una bufanda para el invierno que ya se adivinaba en la ventisca vespertina. No podía seguir el hilo de la historia. Estaba, literalmente, subyugado, y podría haberme quedado ahí toda la vida.


Ella había nacido el 12 de febrero de 1936, en un pueblito perdido del sur tucumano que aún hoy se llama Taco Ralo, y que en alguna olvidada lengua indígena significaba “árbol desnudo”. Era la quinta hija de Emiliano Gómez y Angélica Esther Miau, una especie de viejo terrateniente benévolo y una joven maestra rural. Su nombre, Nelly, fue rápidamente suplantado por un apodo capilar: Mocha. No dejaba de ser curioso que “mocho” aludiera a algo que le falta la punta, cuando en realidad a ella no parecía faltarle nada; es más, le decían Mocha no porque le faltara algo sino porque lo tenía: Esos incontrolables rulos castaños que sus hermanas envidiaban. Le gustaba contar, probablemente inspirada en una foto que aún conservo, que se pasó sus primeros años de vida sentada en los rincones de la gran casa familiar, contemplando el movimiento frenético de los adultos, escondida detrás de sus rulos para pasar desapercibida. Tal vez por esto siempre fue algo enfermiza; entonces aparecía la abuela Beatriz. Era una de las hermanas de Emiliano que había perdido a su única hija cuando fue atropellada por un auto al cruzar la calle para mostrarle a su vecina los patines que le habían regalado por su sexto cumpleaños. Beatriz reparó en la pequeña Mocha, seguramente acurrucada sobre sí misma, hecha un ovillo humano, y la nena no pudo dejar de apreciar la nueva exclusividad de esa mirada. El resto fue simple. Mocha sufría de una leve afección respiratoria y cuando alguien sugirió que un cambio de aire no le vendría nada mal, todos accedieron a que Beatriz se la llevara por un tiempo a su casa de Córdoba. Así, naturalmente, ella se convirtió en la nueva hija de Beatriz.

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La casa de mi (tía) abuela era visitada por un desconocido poeta cordobés; el pobre hombre, al parecer, estaba secretamente enamorado de ella. Tal vez de ahí mi madre sacó la idea de escribir poesía. Fue llenando cuadernos con sus versos adolescentes hasta que el marido de mi abuela murió de improviso y ellas tuvieron que reorganizar su vida por completo. Al principio alquilaron algunas habitaciones de la casa, después cocinaron para los estudiantes, vendieron lo que se podía vender, agotaron sus ahorros, pasaron un poco de hambre, pero al final tuvieron que irse. Dejaron sus pocas pertenencias en la casa de unos amigos y se mudaron a Tucumán en busca de trabajo. En ese momento la Revolución Libertadora tomó el poder y una de las primeras cosas que hicieron fue allanar y destruir la casa de esos amigos. Ahí se perdieron para siempre sus cuadernos llenos de poemas. Estoy seguro que a ella le hubiera gustado tener la oportunidad de volver a leerlos, tal vez porque ahora soy yo el que tiene ganas de hacerlo. ¿De qué hablarían sus versos? ¿Qué tipo de verdad banal o profunda me hubieran permitido descubrir su trazo o su escritura?

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Su deseo de escribir, como suele pasar después de la adolescencia, quedó relegado a un segundo plano por las urgencias de la vida. Sin embargo, yo sabía que uno de sus anhelos más secretos, madurado durante esos años, era escribir la historia de su tía Felisa. Ella era otra de las hermanas de Beatriz y Emiliano. Su vida, según mi madre, era digna de ser contada. Para empezar, había tenido una hermana melliza que murió al poco tiempo de nacer. Tardó mucho en aprender a caminar y hablar, pero nadie se daba cuenta de la razón: Tenía una pierna más corta que la otra, y era sordomuda. Dueña de una belleza notable, durante su adolescencia y juventud se había sobrepuesto a sus defectos de nacimiento y no sólo era una mujer muy activa y despierta, sino que además había inventado una especie de idioma fónico-gestual que sólo dominaban a la perfección tres personas: Ella, mi (tía) abuela y mi madre. Yo, en algún momento, a fuerza de verlas y escucharlas todo el tiempo, estuve a punto de entrar en ese pequeño círculo selecto, pero quizá por mi desinterés o mi edad sólo me quedé en un nivel intermedio. Pero aún hoy tengo presente dos de los signos que más usaban. Pasarse el dedo índice de la mano derecha por la mejilla correspondiente, de arriba hacia abajo, poniendo cara de desagrado y diciendo usha, recuerdo, quería decir que una persona era fea físicamente; apoyar en la mejilla la parte superior del dedo gordo y hacer un movimiento circular con toda la mano en el sentido de las agujas del reloj, como si se estuviera enroscando en la cara un objeto imaginario, y repetir pita, mientras se sonreía, quería decir que la persona de la que se hablaba era linda... No será fácil olvidar el espectáculo que montaban las tres al hablar, emitiendo sonidos que he olvidado y moviendo las manos y los brazos durante horas, como si estuvieran haciendo una estudiada coreografía o dibujando imaginarias figuras en el aire. Pienso con nostalgia que yo soy ahora el último resabio del idioma de Felisa.

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No es difícil entender por qué Felisa podía convertirse en un gran personaje, según mi madre, aunque para mí era ella la que tenía un gran potencial como heroína de una narración que quizá algún día yo mismo podría escribir. Contar su vida en tercera persona como si fuera una de esas enormes novelas decimonónicas, empezando por sus antepasados franceses y españoles, relatando lateralmente la historia de nuestra intrincada familia tucumana, y por supuesto, también la de Felisa y la abuela Beatriz, deteniéndome especialmente en sus aventuras cordobesas, como si se tratara de tres mosqueteras buscavidas. Con el tono divertido que ella contaba sus altas y bajas en la escala social, siempre con una sonrisa. El centro de la trama, por supuesto, giraría en torno a su lucha, a sus largas caminatas en busca de trabajo, a su costumbre de mirar el piso por si ahí había alguna moneda que pudiera llenar sus bolsillos o su estómago, a esos tiempos difíciles que le tocó vivir como a toda mujer. Y quizá terminar en la clínica Chutro de Córdoba, con ella sonriente, feliz, mirando ese bebé hambriento y de ojos claros que con el tiempo llegaría a ser yo, y pensando sin palabras que ojalá algún día su hijo escriba esta historia.

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La última vez que fuimos de vacaciones juntos fue a la casa de mi tía Tatina en San Rafael: Mendoza. Mientras estábamos ahí, durante uno de esos atardeceres que nunca parecen anunciar fatalidades, llamó mi tía Lita para comunicarnos la muerte de su madre, Doña Angélica, mi última abuela, a los noventa y dos años. Mi madre y mi tía partieron para el entierro en Tucumán y yo volví a Buenos Aires. No recuerdo los pormenores de los preparativos pero sospecho que no le afectó tanto como cuando murió la abuela Beatriz, la primera persona muerta que vi en mi vida. Recuerdo su cuerpo inerte, con los ojos cerrados, pasando frente a mí en una camilla. Vi cuando la bajaron de la ambulancia y la verdad es que se la veía tranquila. Si no hubiera sabido que estaba muerta, y ahora me pregunto cómo lo sabía –tal vez es uno de esos datos que uno luego agrega a los recuerdos–, hubiera jurado que estaba durmiendo. Felisa también moriría por esa época, pero no me acuerdo de haber ido cuando pasó. Recién ahora me doy cuenta lo difícil que debe haber sido para ella tener que soportar la muerte de esas tres mujeres que la criaron y la cuidaron desde chica. Recién ahora me doy cuenta de la obvia razón por la que me apego a estos bocetos de historias, como si su voz apenas pudiera dirigir mis manos mientras escriben, intentando prolongar este último rito que llevamos a cabo juntos, hilando palabra tras palabra, tejiendo frase tras frase como ella solía tejer nuestra ropa, abrigándonos mutuamente en la naturalidad de nuestro gesto.

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Sé, con una certeza que no deja de asombrarme, que lo único que la mantenía viva luego de la muerte de mi padre era el deseo de conocer, acariciar, acurrucar a ese bebé aún inexistente que iba a ser su primera nieta. Se la pasaba haciendo planes para ella, tejiéndole ropita, lamentado silenciosamente que mi padre no iba a poder malcriarla. Pero esa esperanza –su vida– se esfumó tres semanas antes de que Camila naciera. Me niego a recordar los pormenores, los trámites, la peor escoria que sale a la luz en los lugares más inesperados en este tipo de situaciones. Prefiero pensar que durante esos miserables veinte días me miraba mucho en el espejo, e incluso me sacaba fotos, a pesar de mi declarada fotofobia, para tratar de reconocerme en esos ojos inyectados en sangre que me perseguían como un animal malherido. Luego, cuando nació Camila, cuando su nombre divino, como por arte de magia, se materializó en mis brazos, empecé a escudriñar su cuerpo en busca de alguna señal, con la esperanza de que mi férrea voluntad de encontrarla fuera recompensada. Poco a poco, su sonrisa siempre lista, siempre dispuesta, incluso cuando dormía, como previendo mis morisquetas tristes, me convencieron de que ahí anidaba su espíritu, su mirada, su entusiasmo, mi propio deseo luminoso de que las cosas fueran de otra manera.
Ahora estoy en una fría sala llena de médicos. Uno se sienta frente a mí acusador y me recrimina mi desconfianza y mis críticas constantes a sus colegas y a su loable profesión. “Usted se la pasa hablando mal de nosotros, empieza; dice que no sabemos nada y que somos unos inútiles, por no decir imbéciles. Nos acusa infamemente de haber matado a su madre. Pero ahora va a tener que retractarse en público, porque ella está ahí, y como ve, sana y salva, y somos nosotros los que la hemos salvado de la muerte”. Entonces miro en la dirección que me señala y la veo: Viva. “Su error, sus blasfemias, su equivocación, sigue él, merecen ser castigados, y haremos todo lo posible para que así sea.” Ella está sonriendo, como siempre, como Camila, con esa mezcla inconfundible de calma y alegría contenida que yo no había heredado. De pronto siento que me falta el aire, quiero quedarme ahí, pero no puedo respirar, y abro los ojos y me incorporo jadeando, agitado, sintiendo que no deseo despertarme, comprobar que yo soy ahora el único habitante de la casa, con la sensación que rápidamente se convierte en la certeza de que tener razón, en este caso, es una cuestión de vida o muerte.
Ella, tal vez huelga aclararlo, creía en Dios; creía en el cielo, creía en el alma eterna, creía en la salvación. Siempre trató de transmitirnos esa creencia y yo pensé que había fallado con mi hermana más de lo que había fallado conmigo, ya que a veces todavía tengo dudas; dudo si no debería creer, dudo si no seré un creyente inconsciente, dudo sobre lo que creo o lo que debería creer. Pero el otro día, cuando fuimos al cementerio de nuevo, para reafirmar el ritual que iniciamos cuando ella era apenas un bebé, me sorprendí al ver el respeto que Camila tenía por los santos que la gente suele poner sobre las lápidas de las tumbas, y mientras nosotros le decíamos que saludara a sus abuelos y ella miraba hacia arriba como si debiera buscar a personas reales, noté que también tocaba la cruz como yo lo hacía, acaso un simple gesto de imitación infantil de la actitud de su tío, como si así pudiera estar un poco más cerca de esa abuela que nunca había conocido, pero que de alguna manera empezaba a sentir que iba a conocer por medio de nuestros relatos; o tal vez tan sólo a través de la fe que poníamos en ellos.

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El 3 de enero del año pasado cumplí 37 años. Mi padre hubiera cumplido 74. Treinta y siete años atrás ella le había dado como regalo de cumpleaños a su primer hijo: Yo. Yo, ahora, 37 años después, tenía la misma edad que él cuando se convirtió en padre. Yo, ahora, era huérfano de padre y madre, y el único regalo que recibí por mi cumpleaños fue el de mi hermana: Un reloj... Me acuerdo que antes de entrar a operarse ella me dio su reloj para que se lo cuidara, y nunca se lo pude devolver. Aún hoy lo conservo: Aún hoy lo cuido. Al parecer, con el tiempo, me he convertido en una especie de doble de ese tatarabuelo francés del que ella solía hablarme: François Miau. Todo lo que sabíamos de él era que había venido de Tolouse y que tenía una fascinación suiza por los relojes. Se contaba que una de sus más preciadas posesiones era un baúl repleto de los más variados tipos de relojes. Al final de su vida había perdido la vista de tanto mirarlos, seguramente mientras trataba en vano de mantenerlos funcionando... François Miau siempre había despertado nuestra curiosidad y también nuestro asombro. Nos preguntábamos qué habría venido a hacer acá, al norte argentino, cuando Salta era tierra de nadie y el siglo XIX se suicidaba. Qué lo habría impulsado a cruzar el Atlántico, dejando su patria y su pasado atrás, bien lejos, probablemente sin sospechar que moriría ciego en una lengua ajena y vacía de sentido, acaso como todas lo son cuando el tiempo se acaba. Tal vez por eso se aferraba a los relojes como un último resquicio de cordura. Si ellos seguían andando, si él podía mantenerlos funcionando, si sus pequeñas agujas no dejaban de dibujar círculos sin cesar, tal vez aún había esperanza, tal vez aún era posible que la vida –su vida, nuestra vida, la vida de todos y cada uno de nosotros– no se detuviera para siempre.

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Hoy, cuando se cumplen cinco años de que ella ya no está, Camila quiere ir al cementerio a dejarle flores. Así que ahí vamos los tres, bajo el duro sol de enero, para reafirmar nuestra creencia en el rito. Me acuerdo que una de las primeras veces que vinimos a Camila le encantó. Corría por los pasillos, se acostaba en las tumbas, metía la mano en los floreros llenos de agua sucia, y básicamente se moría de risa. Yo le contaba que ahí estaba la abuela, y ella me miraba confundida, frunciendo el ceño, tratando de comprender, acaso percibiendo mi voz temblorosa y el tono serio de mis palabras. Ahora nuestra rutina nos lleva primero a la tumba del abuelo. La arreglamos un poco, la limpiamos, le ponemos flores nuevas, le contamos algunas novedades y finalmente nos despedimos. Luego empezamos la lenta marcha hasta la de ella; Camila ya casi se sabe el camino de memoria. Cuando llegamos, ella es la primera en organizar la limpieza, el recambio de flores y la búsqueda de agua fresca. Mi hermana y yo, me doy cuenta, ponemos todo nuestro empeño para que la situación sea lo más natural y amena posible. Pero el peor momento llega tarde o temprano. Es cuando ya no hay nada que hacer. A mi hermana, detrás de los lentes oscuros, le empiezan a brillar los ojos, mientras yo trato de escuchar el sonido del viento, y miro a Camila. Ella está apoyando los deditos de su mano derecha sobre la cruz, como acariciando las arrugas que el tiempo le ha infringido a la madera, y con esa media sonrisa que ha heredado de su abuela, levanta poco a poco la cabeza, y lentamente, muy lentamente, su mirada empieza a buscar el cielo.
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DENTRO DEL BUS

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César I. Actis Brú

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Dentro del bus
una mosca
ha viajado con nosotros
desde la capital
de la república
hasta la simple
capital de una provincia.
¿ Qué será de su vida
cuando descienda
y se encuentre
tan sola y desvalida
como los seres humanos
después de la caída?
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La flecha

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¡Terrible instante
en que dejo de vibrar
con el impulso
de la cuerda, del arco
del corazón y el brazo
que me lanzaron
a la vida!
¡Hecho para herir,
y matar,
madera de la muerte
me niego a mi destino!
En suave corriente
de los aires
me llevaré cayendo entre
las hierbas, las flores
y las piedras
evitando la carne.
Inútil y frustrado
seré
feliz
sin alcanzar
el blanco.
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Las sucesivas ediciones de la revista "Palabras Escritas" se irán digitalizando dos meses después de salir la versión gráfica. Recibimos sugerencias, colaboraciones, notas las que serán seleccionadas por los integrantes de la redacción.

Envíos:



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Mario Goloboff es crítico, ensayista y narrador. Ha enseñado literatura latinoamericana y argentina en las universidades francesas de Toulouse, París–Nanterre y Reims. Actualmente lo hace en la Universidad Nacional de La Plata. Sus últimos ensayos publicados son Julio Cortázar. La biografía (Seix Barral, Buenos Aires–Bogotá–México, 1998) y Elogio de la mentira. Diez ensayos sobre escritores argentinos (Simurg, Buenos Aires, 2001. Sus últimas novelas son Comuna Verdad (Anaya & Mario Muchnik, Madrid, 1995) y La luna que cae (Alción, Córdoba, 2003). Acaba de publicar un libro de relatos, La pasión según San Martín (La Plata, Ediciones Al Margen, 2005). Sus textos de creación han sido traducidos a numerosas lenguas.


Marta Ortiz


Cuentista y poeta nacida en Rosario, Argentina, 1948. Licenciada en Letras, por la Universidad Nacional de Rosario
Ha publicado el volumen de cuentos El vuelo de la noche ( Editorial de la Universidad de Puerto Rico, Puerto Rico 2006), primer premio de cuento Emilio Díaz Valcárcel de la Primera Bienal Internacional de Literatura Puerto Rico 2000.
Fue finalista en el concurso internacional de cuentos de Editorial EDUCA, Universidad de Costa Rica, edición 1997.
Su cuento “Ejecución en la Piazza Navonna” integra la antología de ganadores del II Concurso Nacional de Cuentos Eduardo Gudiño Kieffer, edición 2005.
Ha publicado en antologías de narrativa y de poesía (La noche de los leones, La Cachimba, 1994, Cuentistas Rosarinos (U.N.R., edición 1999) y Poetas Rosarinos (U.N.R., año 2005), dos cuentos para jóvenes se incluyen en Un libro para mí, Homo Sapiens 1999); en revistas culturales (Feminaria, La Gaceta Literaria de Santa Fe, El hilo de Ariadna, Buenos Aires, MALBA). Colaboradora del diario La Capital, de Rosario.
Su cuento “La sangre que llegó al río” fue publicado en la edición Nro 237 (2004) de la revista Casa de las Américas, La Habana, Cuba.
Coordina los talleres de Lectura y Escritura Opera Prima y un taller de Lectura Crítica en su ciudad.
Panelista en congresos y encuentros culturales, ha participado como jurado en concursos literarios de poesía y ensayo.



Víctor Montoya nació en La Paz, Bolivia, el 21 de junio de 1958. Escritor, periodista cultural y pedagogo. Vivió en los centros mineros de Siglo XX y Llallagua. En 1976, durante la dictadura militar de Hugo Banzer Suárez, fue perseguido, torturado y encarcelado. Estando en el Panóptico Nacional de San Pedro y en la cárcel de mayor seguridad de Viacha-Chonchocoro, escribió su libro de testimonio “Huelga y represión”.
Liberado por una campaña de Amnistía Internacional, llegó exiliado a Suecia en 1977. Cursó estudios de pedagogía en el Instituto Superior de Profesores, en Estocolmo. Dictó lecciones de quechua, coordinó proyectos culturales en una biblioteca, dirigió Talleres de Literatura y ejerció la docencia durante varios años. Actualmente es colaborador de publicaciones en América Latina, Estados Unidos y Europa.
Obras principales: “Días y noches de angustia” (1982), “Cuentos Violentos” (1991), “El laberinto del pecado” (1993), “El eco de la conciencia” (1994), “Antología del cuento latinoamericano en Suecia” (1995), “Palabra encendida” (1996), “El niño en el cuento boliviano” (1999), “Cuentos de la mina” (2000), “Entre tumbas y pesadillas” (2002), “Fugas y socavones” (2002), “Literatura infantil: Lenguaje y fantasía” (2003), “Poesía boliviana en Suecia” (2005) y “Cuentos en el exilio” (2006).
Dirigió las revistas literarias “PuertAbierta” y “Contraluz”. Su obra mereció premios y becas literarias. Es miembro de la Sociedad de Escritores Suecos y del PEN-Club Internacional. Tiene cuentos traducidos y publicados en antologías internacionales. Es editor responsable de la edición digital de los Narradores Latinoamericanos en Suecia:
www.narradores.se

César González Páez.

Nació en Valle Hermoso (Córdoba, Argentina en 1951. Ha publicado el los volúmenes de poesía “Pan Silvestre” y “Luna de Menta”. En narrativa breve tiene dos libros publicados: “Concierto de cuentos” (El Lector) y “Jarabe de cuentos”, (Servilibro). El cuento que incluye aquí y pertenece al libro “Sombra de boleros” (inédito). E-Mail:
cesarpaez17@hotmail.com. Vive en Asunción, Paraguay.

Dirma Pardo Carugati,

Periodista, docente, narradora. Miembro de la Academia Paraguaya de la Lengua Española y Correspondiente de la Real Academia; directora del Taller Cuento Breve, Presidenta del Club del Libro; miembro de la Sociedad de Escritores del Paraguay y Socia Fundadora de Escritoras Paraguayas Asociadas. Autora de tres libros de cuentos y coautora con Hugo Rodríguez Alcalá de Historia de la Literatura Paraguaya.

Pedro M. Martínez Corada es narrador y fotógrafo. Llegó a la escritura de la mano del Taller Literario de El Comercial, del que es uno de sus miembros fundadores, en cuyo trabajo participa desde el año 2000. Varios de sus relatos se encuentran publicados en los libros «Los cuentos de El Comercial» (Taller de El Comercial, Madrid-2002) y «Vampiros, ángeles, viajeros y suicidas» (Kokoro Libros, Madrid-2005). Es cofundador del colectivo de cultura Margen Cero y director de la revista digital de Arte y Cultura «Almiar», socio fundador de la Asociación de Revistas Digitales de España (A.R.D.E.).Relatos suyos han sido publicados también en revistas digitales de distintos países: «Narrativas – Revista de narrativa contemporánea en castellano» (España); «Heterogénesis» (Suecia); «Proyecto Patrimonio» (Chile); «El Escribidor» (España); «Wemilere de las Letras» (Argentina); Revista «El Interpretador» (Argentina).



Alejandra Aventín Fonatana
Alejandra Aventín Fontana es licenciada en Filología Española por la Universidad Autónoma de Madrid, diplomada en Cultura Hispánica por University of Kent at Canterbury y Máster en Enseñanza del Español como Lengua Extranjera por la Universidad Antonio de Nebrija con mención académica al mejor expediente académico de postgrado del curso 2002-2003.
En la actualidad combina su tarea investigadora con la docencia. Está escribiendo su tesis doctoral becada por la Fundación de Caja Madrid en la Universidad Autónoma de Madrid. Asimismo ha sido profesora de lingüística aplicada y literatura en la Universidad Alfonso X El Sabio y el presente curso académico 2006-2007 ha sido invitada por la Appalachian State University para impartir clase de español y literatura española e hispanoamericana.
Ha presentado en diversos congresos nacionales e internacionales comunicaciones y ha publicado artículos sobre Gioconda Belli, Ana Istarú, César Vallejo, Luis Cernuda, Gabriel García Márquez y poesía última española, entre otros. La profesora Aventín está especialmente interesada en el estudio de la posmodernidad y más en concreto, en la aportación de la poesía centroamericana escrita por mujeres en este contexto, tema sobre el que versa su tesis doctoral. Ha colaborado en varias ocasiones con el suplemento cultural del Diario ABC, S. L.
Asimismo, cabe destacar su interés por la lingüística aplicada y en particular, sus investigaciones sobre la construcción de la competencia literaria; tema sobre el que versa la memoria de investigación del máster que cursó y que próximamente será publicada en Red ELE del Instituto Cervantes. La profesora Aventín continua este área de investigación con el propósito de profundizar sobre la dimensión del concepto de competencia literaria en ELE, así como en los procesos de aprendizaje y adquisición de la LM y las lenguas extranjeras en general.
LUIS MARIA MARTINEZ (1933) Poeta social de más de veinte poemarios. Reunió la poesía social en los tomos: “El trino soterrado” y en “Poesía social del Paraguay” (2005). Tiene también los ensayos: “Cuadernos de notas”, “Periodista inoportuno” y “Hérib Campos Cervera (padre), novecentista olvidado” (2006).

Hebert Abimorad

Maestro, poeta y periodista cultural uruguayo (Montevideo, 1953). Reside en Suecia. Ha publicado Gotemburgo, amor y destino (1982), Gestos distantes (1985), Voces ecos (1988), Poemas Frugálicos (1994), Poemas frugálicos 2 (1995), Malena y Cíber (Ediciones Trilce, Montevideo, 1996; bajo el heterónimo de Martina Martínez), Poemas Frugálicos 3 (Ediciones Trilce, Montevideo 1998, recoge libros anteriores), Conversaciones y Volverá la loba... (Ediciones Trilce, Montevideo, 2000, bajo los heterónimos de José José y Camilo Alegre), Korta Dikter (Ediciones Heterogénesis, Suecia, 2000) versión en sueco de Poemas Frugálicos, la reedición de Poemas Frugálicos ( Ediciones Libertarias, Madrid. 2004) y Samtal, versión en sueco de Conversaciones ( Libertad 2006). Algunos de sus poemas han sido traducidos al inglés, portugués, persa y macedónico.
Premiado como el mejor poeta de la región Oeste de Suecia ( 2003).











[1] Tiranosaurio es el apodo de Stroessner que emplea Augusto Roa Bastos en El Fiscal.
[2] Pepa Kostianovsky: Aldea de penitentes, Asunción, Servilibro, 2006.




PALABRAS ESCRITAS Nº 3 tercera parte


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"Danza macabra mejicana", dibujo de Miguel Pencieri
para el pxmo. Nº 5 dedicado a Juan Rulfo.
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PALABRAS ESCRITAS Nº 3
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tercera parte
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UN DIÁLOGO ENTRE BRASIL
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E HISPANOAMÉRICA
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ASUNCIÓN, PARAGUAY, SERVILIBRO 2007.
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Editorial Servilibro, enero 2007
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25 de Mayo esquina Méjico
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Asunción, Paraguay
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Tel/Fax: (595-21) 444.770
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Dirección:
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Alejandro Maciel, Amanda Pedrozo, Luis Hernáez
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Bmé. Mitre 2712 (1201) Buenos Aires.
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Tel/Fax: (011) 49811791
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LA LITERATURA
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DE LOS ÚLTIMOS AÑOS:
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UNA SÍNTESIS
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Luis Fernando García Núñez
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¿Cómo mirar la ‘nueva’ literatura colombiana? y ¿cuándo empieza esa ‘nueva literatura’? Pregunta complicada de resolver en un país que todavía tiene entre sus hitos magníficos un libro como Cien años de soledad y un escritor como Gabriel García Márquez. En el 2004, Luis Fernando Afanador
1 decía que era muy difícil sintetizar la influencia de una obra que “posee una densidad que ofrece varios niveles de lectura”. Así, pues, además del impacto que produjo este libro en la literatura colombiana y universal, también “abrió un camino a cientos de escritores que se encontraban estériles porque habían creído el cuento de la muerte de la novela y del viejo arte de narrar, algo que nunca podía morir porque era tan simple como contar una historia desde el principio hasta el final”2.
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Para el objeto de este ensayo sí vale la pena, forzosamente, declarar que aquí se produce un rompimiento entre esa ‘vieja literatura’ y la ‘nueva literatura’. Sin embargo, muy poco podríamos decir que ese rompimiento haya sido para bien de las letras colombianas. Hay un intermedio que se debe estudiar detenidamente, porque creo que tenemos una serie de escritores y de obras, que aunque tuvieron cierta divulgación, alcanzaron mínima resonancia entre los críticos y, además, fueron opacadas por el gran éxito de García Márquez. Cito algunos nombres, que aún generan comentarios, y que igual que le sucedió al Nobel superan ese ‘macondismo’, como se ve en Crónica de una muerte anunciada y El amor en los tiempos del cólera
3, del laureado escritor.
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Muchos de esos “representan un proceso de involución que, según el crítico peruano Julio Ortega, caracteriza la literatura latinoamericana de la década del 80, puesto que se cambiaron los componentes de violencia, injusticia, pasiones extremas por un subproducto social de fácil consumo gracias a su buena dosis de ‘comedia, intriga y pasiones banales’”
4.
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Y es que “Complementariamente a la tendencia urbana de la narrativa de los últimos años, se da una literatura de provincia alrededor de Medellín, Cali, Ibagué, la Costa. Frente al grupo cultural que representa García Márquez, Alejandro Obregón, Enrique Grau, aparece, por ejemplo, el grupo de Antioquia, representado por el novelista Manuel Mejía Vallejo, o el grupo del Tolima, uno de cuyos mejores exponentes es Héctor Sánchez. El caso del grupo de Cali es un poco más complejo, debido a su afinidad cultural con el Caribe, así como también al peso de un autor como Gustavo Álvarez Gardeazábal y a lo que Marco Tulio Aguilera Garramuño (caleño) denomina ‘su mala leche’. Umberto Valverde ve en esta literatura de provincia otra característica de la nueva narrativa”
5.
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Otros nombres que han contribuido en la conformación de una literatura colombiana en los últimos lustros son, por ejemplo, quienes han ganado el Premio Nacional de Literatura que entrega la revista cultural Libros y Letras: Germán Espinosa, David Sánchez Juliao, Manuel Zapata Olivella y R. H. Moreno Durán. Y podemos agregar a Fanny Buitrago, Alba Lucía Ángel, Benhur Sánchez, Policarpo Varón, Milcíades Arévalo, Álvaro Mutis, Luis Fayad, Fernando Cruz Kronfly, Antonio Caballero, Arnoldo Palacios, Hernando Téllez, Flor Romero de Nohra, Helena Araújo, Roberto Burgos Cantor, Plinio Apuleyo Mendoza, Jesús Zárate, Próspero Morales Pradilla, Nicolás Suescún, Darío Ruiz Gómez, Jaime Ibáñez, Arturo Echeverri Mejía, Fernando Vallejo, Evelio José Rosero, Óscar Collazos, Ramón Illán Bacca, Nicolás Buenaventura, Pedro Gómez Valderrama, Julio Olaciregui, Andrés Caicedo -el escritor de los adolescentes colombianos que, en 1977, a los 27 años, se suicidó- y Rafael Chaparro Madiedo -en 1992 Premio Nacional de Literatura del Instituto Colombiano de Cultura-. Uno de los más destacados exponentes del siglo XX fue Héctor Rojas Herazo -considerado “uno de los fundadores de la nueva novela colombiana”
6-, además Elisa Mújica, Rocío Vélez, Marvel Moreno7. En realidad una larga lista. Sobre ellos recae toda la fuerza de la literatura colombiana de las últimas décadas.
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No olvidamos a los ensayistas Juan Gustavo Cobo Borda, Rafael Gutiérrez Girardot, Orlando Fals Borda, Danilo Cruz Vélez, Álvaro Camacho Guizado, Álvaro Pineda Botero, Eduardo Posada Carbó, Beatriz González, Eduardo Serrano, Rubén Sierra, Carlos Valderrama Andrade, Rafael Torres Quintero, José Manuel Rivas Sacconi, Jaime Mejía Duque, Simón Aljure Chalela, Carlos Rincón, Javier Arango Ferrer, Cecilia Caicedo, Cristo Figueroa, Gabriel Restrepo, y en literatura para niños, además de Fanny Buitrago, a Jairo Aníbal Niño, Celso Román y Alfonso Lobo Amaya.
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Es preciso indicar que los movimientos literarios aparecidos durante el siglo XX, contadas excepciones, no rompieron esa larga tradición que “ha alimentado el gusto y el respeto por el pasado ancestral que se sustenta en una fuerte línea intimista en la que prevalece la forma cuidada, el gusto por la imagen metafórica y el cultivo del ritmo y la musicalidad, unidos a la sugerencia y la ensoñación”
8. En alguna medida, a fines del siglo XIX, trató de superar esta etapa José Asunción Silva y ya en las primeras décadas del siglo XX “Los nuevos”, sobre todo León de Greiff, Luis Vidales y Germán Pardo García. Unos años después aparece “Piedra y Cielo”, movimiento caracterizado “por una fuerte influencia de los poetas españoles de la Generación del 27, además de Neruda y Guillén”9. Otros grupos son “Los cuadernícolas” con Rogelio Echavarría y Fernando Charry Lara; “Mito” con Jorge Gaitán Durán y Eduardo Cote Lamus, y el “Nadaismo”, con Gonzalo Arango, Jaime Jaramillo Escobar, J. Mario Arbeláez, movimiento que propició un clima cultural en el país y que “rescató las vanguardias, al tiempo que, próximo a los torbellinos del inconsciente, se mostró fresco ante el erotismo, desvergonzado en el vocabulario y afecto a las temáticas urbanas”10.
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Y de esas vanguardias podemos mencionar a María Mercedes Carranza, Meira del Mar, Mario Rivero, Juan Manuel Roca, Giovanni Quessep, Raúl Gómez Jattín, Darío Jaramillo Agudelo, Ana Mercedes Vivas, José Luis Díaz Granados, Santiago Mutis, Jorge García Usta, Harold Alvarado Tenorio, Dora Castellanos, Olga Elena Mattei, Anabel Torres, Emilia Ayarza. Entre las “Nuevas voces”, están Piedad Bonett Vélez, Rómulo Bustos, José Luis Garcés, Javier Huérfano, Arturo Arcángel, Gustavo Adolfo Garcés, Cristóbal Valdelomar, Federico Díaz Granados, Darío Jaramillo Agudelo, Colombia Truque, por sólo citar algunos de ellas y ellos.
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Los finales del siglo XX
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En una mirada crítica a la producción literaria de los últimos años del siglo XX podríamos advertir que en Colombia, como en otros países latinoamericanos, los nuevos escritores buscaron ansiosamente romper los dilemas que surgieron después del mal llamado boom, alrededor del cual parecían presos. Con nuevas formas y temáticas quisieron rebelarse, pero tuvieron poco éxito. Sólo a finales del siglo empezó a surgir una generación que traspasó los límites de la provincia, para tener influencia en la literatura moderna y empezó a tener nombre y algún protagonismo. En ese oscilar entre la utopía y el vacío, como dice Luz Mary Giraldo
11, “hay una honda relación entre la experiencia vital y las diversas expresiones que se manifiestan en las artes plásticas, literarias, arquitectónicas y musicales, la vida política, cultural o social o las reflexiones filosóficas y los análisis teóricos y científicos: unos y otros hablan de una tensión interna en la vida cotidiana. Esta relación demuestra un mundo que parece dar vueltas en redondo al dispararse en las direcciones que el inmediatismo señala, regodearse en la frivolidad, lo transitorio, lo escandaloso y lo escabroso, y ampararse en un presente que constata el desinterés por el futuro”.
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En síntesis, este análisis vale la pena tenerlo en cuenta para ver, desde la misma producción literaria, una realidad que permita entender la dimensión de una literatura que perdió sus posibilidades a pesar, como lo hemos visto al principio de este ensayo, de una buena suma de escritores que bajo la sombra del prestigio de García Márquez, supieron aprovechar su habilidad, gracias al auge editorial y comercial que por primera vez permitía que ellos pudieran escribir, ser reconocidos, editar y vender sus obras.
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Ángela Inés Robledo, Betty Osorio y María Mercedes Jaramillo, compiladoras y editoras de Literatura y cultura. Narrativa colombiana del siglo XX, dicen en el “Estudio preliminar” que “La expansión de la modernidad en la narrativa de Colombia se da en un entorno cultural señalado por acontecimientos sociales, publicaciones y debates literarios sin los cuales no se habrían producido las obras contemporáneas del boom ni las del llamado postboom o de fines del siglo XX, que conforman el corpus más difundido de nuestra literatura”
12.
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Algunos autores y sus obras en estos primeros años del siglo XXI
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Para darle conclusión a este ensayo sólo nos quedaría hablar de los escritores que en estos últimos años han tenido resonancia en el mundo literario colombiano. Muchos de los nombres ya citados tienen hoy todavía notable influencia en el país y fuera de él, como sucede, por citar dos ejemplos, con García Márquez o con Laura Restrepo. Del primero tenemos su última y muy controvertida novela Memorias de mis putas tristes, y de Laura Restrepo la galardonada Delirio que ganó el prestigioso premio Alfaguara del 2004. Citamos, además, en esta síntesis a tres escritores nuevos cuyas novelas han sido o serán llevadas al cine: Jorge Franco, con su exitosa Rosario Tijeras, Satanás de Mario Mendoza y de Santiago Gamboa, Perder es cuestión de método, también autor de El síndrome de Ulises y Los impostores.
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A los mencionados sumamos autores como Antonio Ungar, con la novela Zanahorias voladoras, y los libros de cuentos Trece circos comunes, Las orejas del lobo y De ciertos animales tristes; Marco Schwartz, con Vulgata caribe y El salmo de Kaplan, obra que ganó el premio Norma de Novela; Enrique Serrano –uno de los mejores escritores colombianos de estos tiempos-, con La marca de España –premio Juan Rulfo- y De parte de Dios, y la novela Tamerlán. Otro autor es Alonso Sánchez Baute, con Al diablo la maldita primavera, que trata un tema tabú en Colombia como es el homosexualismo, pocas veces abordado, con algunas excepciones como la bella novela El beso de Dick de Fernando Molano, y Espérame en el cielo capitán, una crónica periodística de Jorge Enrique Botero.
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Además, bien vale la pena conocer la primera novela de Efraim Medina Reyes Érase una vez el amor pero tuve que matarlo (Música de Sex Pistols y Nirvana), otras son Técnicas de masturbación entre Batman & Robín y Sexualidad de la pantera rosa. Aquí podremos agregar a creadores como Roberto Rubiano Vargas, Juan Manuel Roca, León Valencia, Alberto Salcedo, Patricia Lara, Javier Darío Restrepo, Silvia Galvis, Arturo Alape, Guillermo Cardona, algunos de ellos con una amplia trayectoria en el trabajo periodístico.
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Otras voces son las de Germán Santamaría, finalista en dos ocasiones del Premio Casa de las Américas con No morirás y Morir último, y ganador del Premio Iberoamericano de Primeras Novelas en Santiago de Chile; Gabriel Pabón Villamizar, quien recibió el premio internacional Juan Rulfo-Radio Internacional y ha publicado, entre otros, el libro de relatos El visitador y otros cuentos; Ricardo Cano Gaviria autor de Una lección de abismo y El pasajero Walter Benjamín; Octavio Escobar Giraldo con su premiado libro De música ligera, Jorge Aristizábal que con Gramatical psycho ganó el Concurso Nacional de Cuento, Carolina Alonso que en sus relatos Navegaciones y naufragios se revela como una de las nuevas figuras femeninas de la literatura colombiana.
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Un autor redescubierto en estos tiempos es Tomás González que en 1987 ganó el premio Plaza & Janés con la novela Para antes del olvido. Otros libros de este escritor son La historia de Horacio y Los caballitos del diablo. Y capítulo aparte merecen William Ospina, reconocido ensayista -premio nacional de ensayo de la Universidad de Nariño, premio honorífico de ensayo Ezequiel Estrada de Casa de las Américas y Premio Nacional de Literatura por votación popular, 2006, que concede la revista Libros y Letras-, que con su exitosa Ursúa, ha contribuido al resurgimiento de la narrativa nacional es, además, autor de las novelas Las auroras de sangre, La decadencia de los dragones, La herida en la piel de la diosa, y ensayos como Aurelio Arturo, La franja amarilla, Los nuevos centros de la esfera; Ángela Becerra quien ganó el Premio Azorín de Novela 2005 con El penúltimo sueño y es, además, autora de Alma abierta y De los amores negados, y Héctor Abad Faciolince, uno de los escritores más influyentes en Colombia y del cual mencionaremos Fragmentos de amor furtivo, Tratado de culinaria para mujeres tristes, Malos pensamientos (cuentos), Asuntos de un hidalgo disoluto, Basura (Premio Casa de las Américas), Angosta.
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Igual que William Ospina, Antonio Caballero, Alfredo Molano, Abad Faciolince es otro de los ensayistas actuales más leídos en Colombia y alcanzó en 1998 el premio nacional de periodismo Simón Bolívar por sus columnas de opinión. Reseñamos aquí el trabajo crítico de Patricia D’Allemand por su rigor científico y su calidad, como se puede ver en Hacia una crítica cultural latinoamericana. En este campo están las obras de Diógenes Fajardo, María Mercedes Jaramillo, Ángela I. Robledo, Betty Osorio, Luz Mary Giraldo, Monserrat Ordónez, Luis Fernando Afanador, Neila Pardo, Constanza Moya, David Jiménez, Azriel Bibliowicz, ... Sé que faltan nombres valiosos en esta lista, que será ampliada en un ensayo más extenso, próximo a aparecer.
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Ahora sí, para finalizar, podemos agregar a la lista de creadores colombianos los nombres de Juan Álvarez con Falsas alarmas -Premio Nacional de Cuento del IDCT-; Germán Bula, con la novela Ruedas dentadas; Andrés Burgos, autor de Manual de pelea y Nunca en cines; Luis Fernando Charry, La furia de los elementos; Margarita Posada, De esta agua no beberé; Álvaro Robledo, Nada importa y Final de las noches felices
13. A ellos podemos sumarles los más nuevos: Carolina Sanín, Ricardo Silva, Juan Gabriel Vásquez, Carlos Gustavo Acosta, Javier Correa Correa, Antonio García, Ignacio Piedrahita, Carlos Alberto Celis, Dulce María Bautista, entre otros.
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Hasta el fin de los tiempos.
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Norma Segades Manías
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Justo no quiere que mi hermano entre en sospechas. Dice sentir temor a la reprobación de la familia. Por eso, al hablarle de este latir secreto en mis entrañas, le pregunté. -¿Por qué no me desposas? ; ¿qué haremos, tu hijo y yo, si no regresas?
La Patria está primero - fue la única respuesta antes de que los ojos se eclipsaran, lejanos.
Sin embargo y pese a mi vergüenza, él aún está en el pueblo. Algunos de los peones de la casa lo vieron, al crepúsculo, merodeando con igual sigilo los lánguidos susurros del satín en las tertulias como las ásperas faldas de percal que se menean entre vinos y coplas y guitarras, más allá de extramuros.
Las ventanas con rejas se abren hacia el patio para no detener el penetrante aroma de naranjos ni el paso de la brisa que llega desde el río. En el salón, una mujer pequeña, el pelo encadenado en una trenza, parece una vasija de silencio bordando el desamparo desde su silla oscura, tapizada en brocado color sangre. El hombre, alto y moreno, viste camisa clara y un pantalón oscuro sujetos por un par de tiradores, obra de artesanía surgida de las manos de su hermana. Es tanta su molestia que, por momentos, se atusa los mostachos o golpea su fusta contra las altas botas de cuero renegrido mientras recorre toda la habitación con grandes pasos. Los ojos guardan un matiz de pena navegando en el odio que lo embarga.

De repente, camina hacia la puerta y acerca el hombro izquierdo al marco de madera. Detiene el pensamiento en la esquina quebrada de la noche y un golpe de impotencia le enciende las mejillas. Ha descubierto, en medio de la nada, hundida en el adobe del establo, esa argolla desnuda donde, hasta hace unas jornadas, se enlazaban las bridas del caballo tordillo piafando su impaciencia cuando se demoraba el regreso del amo.
Aquél día, cuando entró en nuestra sala, mis ojos no pudieron dejar de perseguirlo. Él, con aire indiferente, se me acercó despacio, simuló interesarse en el paisaje que temblaba en mis manos y me rozó la nuca con los dedos antes de dirigirse a escritorio donde José y su hermano, discutían acerca de batallas y tropas sublevadas.

Librada, la mayor de nosotras, me miró con rencor mal disimulado. Hasta Teresa, mi dulce hermana y su cuñada, lo miró con desprecio y se volvió hacia mí con una pena enorme en la mirada. No habrán de perdonarnos. Ninguna de las hembras de los López Jordán podrá entender jamás esos vagabundeos de mi amado, empecinado en lloviznar su hombría sobre vientres fugaces.
Nunca comprenderán esta locura porque ignoran que, pase lo que pase, yo estoy unida para siempre al destino de Justo. Porque aquella noche en que su fuego me transformó en mujer, mientras el penetrante aroma de la yerbabuena trepaba la frescura de la noche para mullir mi espalda y su áspero delirio desandaba el misterio de mis muslos, él juró por la luna, por su vida, que nosotros éramos uno solo, indivisibles hasta el fin de los tiempos.
Luego, cortó unos tímidos azahares, los enredó en mi pelo y yo me sumergí en cada promesa como si fuera una mujer sin casta. A lo lejos, el reloj de la sala comenzó a repicar. Había transcurrido media hora después de diecinueve campanadas.

Detrás de las siluetas de los talas, una luna redonda recorta, por instantes, la robusta figura del jinete que se protege el cuerpo con poncho de vicuña.
Los cascos del caballo baten la áspera tierra montielera, esquivan las espinas, trepan por las cuchillas y descienden, sin tregua, con destino sudoeste.
Parece no pensar y, sin embargo, va planeando las palabras precisas, convincentes, calculadas, como cada jugada sin escrúpulos que jalona el transcurso de su vida.
Pone el tordillo al trote y al ascender la loma, lo sofrena ciñéndole el bocado. Entonces, le acaricia el cuello sudoroso e impulsa, con las riendas, un giro a su derecha.
Desde allí se incorpora en los estribos y otea el horizonte. Adivina un fulgor cercano al río, que, sin embargo, sabe inexistente. Ya no es posible vislumbrar la aldea.
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Entrecierro los ojos y bajo la cabeza.
¡Cuánto esfuerzo me cuesta mantenerme serena en el instante gris de la vergüenza! Repetirme que lo amo; y que me importa un rábano la gente, el apellido ilustre, la voz de las comadres... los gritos que amenazan con encerrar mi nombre entre los paredones de la estancia
Me asalta una demente rebeldía. ¿Qué intenta reprocharme ahora la familia? ¡Nunca ignoraron que me cortejaba! No me siento culpable porque nadie tuviera la osadía de compararme a alguna de las otras. En realidad no estaban tan equivocados. Jamás tendré la fuerza, las agallas de Encarnación o Tránsito, que se quedaron solas soportando la afrenta; o de Segunda, marchándose a Concordia cargada de bastardos.
Sin embargo, hay preguntas estallando detrás de mis mordazas. ¿Dónde estaba ese nombre aristocrático que hoy todos me reclaman, mientras yo me encendía con sus besos? ¿Dónde, cuando sus manos encerraban mis senos transmitiéndome el eco de su urgencia? ¿Dónde, en tanto lo dejaba penetrar en mi alcoba, en mi alma, en mi cuerpo?
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Le asalta la memoria una mata de pelo derramando su noche en las almohadas y el palpitante aroma de esos pechos erectos respondiendo al llamado de sus labios.
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Desecha, con un gesto, la impertinencia de los remordimientos.
Ella comprenderá -masculla con fastidio- Ella comprenderá, como lo han hecho todas. Lo pasado... pisado.
Hace caracolear a su cabalgadura, incita los ijares de la bestia y se lanza al galope, a campo abierto.
Pascual Echagüe aguarda su llegada antes de que amanezca.
No es tiempo de pensar en el "hembraje".
José Ricardo sufre en carne propia la felonía de ese mozo burlón en quien depositara su confianza. Parece recordar las sobremesas, las largas discusiones acerca de la Patria y esa ciudad enorme, Buenos Aires, propietaria del puerto, gritando sus deseos de administrarlo todo, de decidir destinos en los pobres estados interiores.
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Mi hermano no ha sabido reaccionar ante el trance.
Pero eso ya no importa en este instante en que yo, la hija de Tadea, primera fundadora de la villa; la malquerida Cruz, la señalada, la huérfana de amor, cometí este pecado de gestar el oprobio en mis niñas espurias.
No ha sido necesario pronunciar las palabras. Él y yo las sabemos. Hemos sido educados en mitad del orgullo y entendemos que no hay escapatoria. El alba que me trajo la huida de mi amado, hube de consentir con mi destino.
La mano fuerte estrecha, con firmeza, el miedo manifiesto de Don Pascual Echagüe.
Lo palmea en el hombro, para tranquilizarlo. Sin embargo, el dueño del poder parece complacerse en que le teman. Se le hace inevitable.
Luego, voltea hacia ese hombre de la caballería que su aliado ha traído entre la escolta. Se observan desafiantes, parecen dos serpientes, aguiluchos dispuestos a disputar despojos.
Don Juan Manuel parece dudar, por un instante, y luego, arroja al aire el inusual sonido de su risa. ¡El hombre es su reflejo!... y, tan sólo por serlo debiera fusilarlo. Pero, ¡qué diablos! ¡Ni al mando de su pluma ilimitada podrían perdonarle sentencia semejante!
Cuando estrecha su mano, así, sin enojarse, confiesa ante la tropa que esa presencia altiva no le inspira confianza. Después, como si nada, reparte unas divisas federales entre los gauchos que sirvieron de séquito para el oculto encuentro diplomático.
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Al caer de la tarde, trozos de carne asada, botijos de aguardiente y un poco de tabaco aflojan las tensiones junto al fogón de loas y guitarras.
Desde lejos, fríos ojos celestes buscan en la penumbra y, de pronto, se encuentra con los pardos que rastreaban los suyos o, tal vez, esperaban que llegaran. Ya no cabe, entre ellos, la ironía. Arteros, codiciosos, saben imprescindible la vigilia. Olfatearon ese cierto tufillo solapado que emite el enemigo. Por lo tanto, la sonrisa canjeada a través de la hoguera, no llega a las pupilas.
Levanto la mirada hacia su rostro. El hijo de mi hermano ha alcanzado la altura de su padre pero, si no me engaño... la estatura del Pancho.
Aunque no dice nada en mi presencia, bien sé que no soporta saber que su apellido es motivo de mofa en las tabernas. Rumorean las criadas que ha jurado cobrarse las injurias. Dios sabe que lo entiendo. Quizá porque este cauce de mis venas altera su cadencia cuando lo asaltan los recuerdos y cada vez me cuesta más apaciguarlo, aunque haya aprendido a atravesarlo con el filo letal del disimulo.
Ricardo siempre viene a acompañar mis votos de silencio, a mirar los tapices con esa tolerancia del que sabe desmadejar los hilos de la espera.
Inclino el bastidor para mirar el brillo del paisaje. Huye un jinete, sobre potro arisco, hacia la madrugada
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En el desván, como una vieja araña condenada a su callado mundo de texturas, perdí toda noción de calendarios. Ya nadie me recuerda, exceptuando a Ricardo.
Tal como imaginaba cuando era apenas mozo, resultó un entrerriano verdadero. Es un buen federal... como era Pancho. Tiene un sentido innato de lo que debe ser la democracia y pretende que todas las provincias impongan voluntades a la fuerza egoísta de aquellos que componen la nueva aristocracia del país, por la sola decisión de una herencia geográfica.
Persiguiendo su sueño, maniató los rencores juveniles y luchó junto a Justo como portaestandarte del ejército y su hombre de confianza. Cuando vino a contármelo temblaba de vergüenza. Yo, con algo de sorna, murmuré en sus oídos: -¡Primero está la Patria!...

Pero la guerra no termina nunca y el hambre se guarece en las taperas...
Fue después de la victoria de Caseros cuando le mostré aquel trabajo donde, al frente de un ala de la caballería, el jinete del moro enjaezado de plata cargaba, sable en mano, contra tropas porteñas.
Él se mostró molesto y sorprendido. No podía entender cómo tuve conciencia del momento más crucial y feroz de la batalla.
No me atreví a explicarle que es la luna quien borda, por la noche, los presagios; quien trae, a mi ventana, las noticias que ruedan más allá de estos muros... Que si el sucio villorrio de Arroyo de la China se ha convertido en una gran ciudad; que si él habita ahora en una fortaleza semejante a un palacio; que si acaso Dolores, esa esposa aniñada parece temerosa de su fuerza; que no se me parece, que es mansa, rutinaria, predecible... un útero sumiso devolviéndole vástagos.
Frente al puerto, vistiendo su uniforme de combate, tres batallones de odio esperan la llegada del ex - boletinero del Ejército Grande. Inmóviles, observan como el vapor amarra junto al muelle. Trae un nombre pintado al filo de la proa: Pavón... Cosas del presidente; ese fatuo maestro provinciano que se complace hurgando entre las llagas. En tanto, el hombre que los guiara en las batallas se ha confundido con los unitarios en abrazo fraterno.

La comitiva inicia su marcha. Bien puede Don Domingo sentirse satisfecho y a salvo de atentados. Al borde del camino lo custodian los gauchos federales.
Luego de recorrer más de seis leguas, la entrada principal abre sus puertas para mostrar las bellas avenidas cubiertas por magnolias y que conducen al jardín privado en donde se detiene la carroza.
Una alfombra de pétalos de rosas se humilla ante el paso de cada funcionario. Y ahí quedan, pisoteados, aplastados contra la esencia misma de la tierra.
Quizá no sea del todo conveniente que los rudos veteranos de guerra, los hombres licenciados de la caballería sean forzados a rendir honores. Nunca entendieron de política. No son más que paisanos ignorantes, la carne que devoran los cañones, pero después... no sirven para nada.
Ya son las siete y cuarto. La luna se ha sentado en mi ventana y me señala, con sus dedos finos, los arcones.
Busco el antiguo traje, el mustio ramillete y los puñados huecos de promesas que guardé en los armarios...
Han pasado las siete de la tarde. Toma mates amargos en esa galería prolongada que mira a la quietud de los rosales.
El bullicio lo asombra pero no lo sorprende. Piensa que es la partida a punto de llegar de Nogoyá. Sin embargo, no escucha que el galope se detenga en el puesto de guardia estipulado.
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¿Qué ruido es ése? -pregunta conmovido, mientras cinco personas penetran por los patios de servicio. Como una bofetada, el vendaval de los presentimientos, le azota las mejillas. Apenas lo comprende, su voz suena molesta y exaltada: -¡Canallas! ¡No se mata así a un hombre, entre su casa!
Como única respuesta, se oye el seco estertor de los disparos.
Siento un dolor ardiente aquí, junto a la boca. ¡Debo cambiarme rápido! La luna está apurada.
Es Nico Coronel quien le hunde, por dos veces, el cuchillo en el pecho. Después, el mismo Luengo, en el nombre del Chacho, lo apuñala en el vientre.
Pariendo sus semillas de agonía, él alcanza a escuchar aquellas voces que le llegan de lejos:
-¡Muera el traidor Urquiza! ¡Viva López Jordán!
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Me clavo los colmillos para no proferir ninguna queja.
Tres veces siento el filo del dolor crispando hilos de muerte en mi regazo.
A lo lejos, el reloj de la sala anuncia que ha pasado media hora, después de diecinueve campanadas.
Destrenzo mis cabellos y los derramo, lujuriosos de noche, en las almohadas.
A mi lado, una luna de rostro vengativo ha venido a cobrarse viejas deudas. Yo la miro, callada, mientras hunde las últimas puntadas en este tapiz en el cual, cautivo en el misterio que sus propias palabras conjuraron, el jinete de grandes ojos pardos comienza a atar las riendas del tordillo en el aro que cuelga entre la hiedra del establo.
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ALICIA EN EL PAÍS DEL SUEÑO
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Víctor Montoya
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Alicia, la niña de rostro angelical y sonrisa dulce, juega con sus gatas recostada en el sillón, donde se sumerge en el sueño, mientras la brasa crepita en el fogón.

En el sueño se le presenta un problema y el problema requiere solución. Ella se incorpora en el sillón, salta al patio a través del espejo y corre sin apenas rozar la hierba, hasta alcanzar un monte desde cuya cima contempla una extensa llanura, cruzada por arroyos que forman los escaques de un gigantesco tablero de ajedrez.

En el país del sueño, donde los insectos tienen voz y las gatas son reinas encantadas, Alicia se dispone a jugar al ajedrez. Así, antes de que el sol bañe el campo con su dorado resplandor, sortea los obstáculos y salta por encima de los arroyos, sin detener los pasos ni volver la mirada.

De pronto, en medio de las frondas batidas por la brisa, escucha mi voz parecida al pitido de un tren:

–Soy yo –le digo–. El rey blanco que sueña contigo mientras escribo este cuento.

Ella me mira con dulzura, lanza un suspiro y prosigue su camino.

–¡Jaque! –grita alguien.

Alicia voltea la cabeza y fija la mirada en el unicornio de un caballo azabache, cuyo jinete está enfundado en roja armadura, casco cónico con nasal y cota de mallas que le llega más abajo de las rodillas.

–Considérate mi prisionera –le dice, manteniéndose lanza en ristre.

Alicia, luciendo un vestido floreado que baila con la brisa, desoye la amenaza y se acerca hacia el jinete. Entorna los párpados y acaricia la crin del caballo. En ese trance, otra voz estalla a sus espaldas; es la voz del caballero ataviado de blanco, quien, apeándose del brioso corcel y haciendo venias, saluda a su futura reina. Ella contesta el saludo y le ordena montar en el corcel para enfrentarse a su rival, quien lo está mirando severamente, como retándolo, al límite de emprender la embestida.

Alicia aprovecha el desconcierto y se escabulle detrás de un árbol, cuya sombra se proyecta como un pozo insondable a sus pies. Tiene temor en los ojos y la respiración atascada en el pecho. Se sujeta del árbol y observa a los caballeros enfrentándose en duelo.

–Es mi prisionera y no permitiré que te apropies de ella –advierte el caballero rojo.

–Era, querrás decir –corrige el caballero blanco.

Los caballos relinchan echando babas por el belfo y los jinetes, mirándose a los ojos, se trenzan en un feroz combate, hasta caer abatidos en medio de un estrépito de lanzas y armaduras.

El caballero rojo se levanta pesadamente, se acomoda a horcajadas en el lomo ensillado de su caballo y se retira a galope tendido.

El caballero blanco, que fue lanzado por los aires y rodó por el suelo, demora tanto en ponerse de pie como en montar al corcel; lleva armas de guerra, un yelmo que relumbra a cielo abierto y una cota de mallas tejida con anillos de hierro. Afloja las riendas, espolea los ijares con sus tacones claveteados y avanza a pasitrote, como si flotara en la nada.

Alicia, que no quiere ser prisionera sino reina, hunde la cabeza en el pecho y clava la mirada en el suelo.

–Pierde cuidado –asiste el caballero blanco, espada corta en el cinto y lanza en mano–. Seré tu escudero hasta que cruces el último arroyo.

Alicia se retira del árbol, levanta la mirada y agradece la cortesía con una sonrisa a flor de labios.

Cuando Alicia llega a la orilla del último arroyo, donde comienza y termina el gigantesco tablero de ajedrez, el caballero blanco se despoja de su yelmo, se arregla el bigote y dice:

–Sólo hace falta que cruces el arroyo para ser coronada como reina.

Alicia se despide del caballero blanco, quien le salva la vida y la guía en el camino. Cruza el arroyo de un brinco y cae sobre un remanso de flores y de hierbas.

En el país del sueño, como en el tablero de ajedrez, donde todo tiene su lugar y su tiempo, Alicia es coronada con una diadema engastada en relumbrante pedrería; entretanto yo, su rey blanco, me resisto a despertar por temor a que se apague cual una vela.

Al concluir la ceremonia, Alicia es despertada por el ronroneo monótono de sus gatas y el gigantesco tablero de ajedrez desaparece como por ensalmo, pues el mundo onírico no es más que el reflejo invertido de la realidad, donde Alicia soñó que la soñaba yo.
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La construcción de la competencia literaria en ELE.
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Textos y contextos
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Alejandra Aventín Fontana
Appalachian State University
Universidad Autónoma de Madrid
alejandraaventin@yahoo.com
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A Roland Barthes en una ocasión que le preguntaron por el significado de la literatura dijo que Literature makes the meaning and the meaning makes life [2]; esto es, que la literatura es creadora de significado y que el significado es a su vez creador de vida y de sentido.
Nuestra identidad se fragua a partir de lo que vivimos y una parte de esa vida está constituida por nuestras lecturas. El texto literario es creador de mundos que se erigen como construcciones culturales. Umberto Eco habla de “modelos de mundo” y del “mundo posible” [3]. Sin embargo, en tanto que no podemos aprehender la realidad y en consecuencia describir el mundo circundante en su totalidad, tampoco podremos establecer un mundo alternativo completo. El mundo creado siempre tiene detrás al escritor, que tal y como Lotman y la escuela de Tartu afirman escribe en unas coordenadas espacio-temporales determinadas. El lector del texto literario en este caso según Andrés Mendoza Filolla [4], la teoría de la recepción y las teorías cognitivistas del aprendizaje, es un ente activo que participa y colabora en la construcción del significado del texto.
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Dubin et al. [5] se refieren al proceso lector como un comportamiento cognitivo basado en los distintos tipos de conocimientos de la estructura cognitiva del sujeto. Dicha estructura la integran sus conocimientos, que constituyen a su vez lo que se ha llamado esquema (schema o schemata en inglés) en la memoria a largo plazo [6]. Cuanto mejor sea la destreza lectora de una persona, más rápido podrá llevar a cabo el proceso. Durante la lectura el sujeto hace predicciones sobre el significado del texto, a medida que lo va reconstruyendo. Los resultados dependen de sus conocimientos y de su capacidad de razonamiento. Se trata de un proceso doblemente interactivo, en tanto que abarca la interacción del lector con sus conocimientos y con el texto.
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La Doctora Magdalena Viramonte de Ávalos [7] concibe al lector como un estratega. La lectura no es un proceso automático sino estratégico: en función del objetivo que se persiga, será el modo en el que se realice, los elementos en los cuales se ponga mayor atención, la cantidad de conocimientos previos que entran en juego, el grado y el nivel de reestructuración del contenido para hacerlo congruente a los esquemas mentales propios.
Ahora bien, en el caso de la lectura de textos literarios esta actividad interactiva presenta una serie de particularidades por la relación que se establece entre quien lee y el texto leído, en tanto que éste no es sino un “mundo posible”, en términos de Umberto Eco. Lo interesante de la teoría de Eco es que según el estudioso, el mundo que crea el escritor en sus novelas es una construcción cultural. Se trata de un universo en el que “no sólo interactúan los personajes de los que el texto habla, sino también aquellos que hablan en el texto: el enunciador y el enunciatario.”, tal y como indica Foucault [8]. El lector cuando lee un texto literario se convierte en enunciatario o en narratario, “alguien a quien el narrador dirige sus palabras” [9].
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Por tanto, el texto literario se erige como un complejo constructo cultural, cuya dinámica interna lo convierte en un ente independiente al tiempo que lo liga a la cultura en la que es engendrado, en tanto que el escritor lo concibe y lo escribe desde lo que es. Por ello, hay que tener en cuenta por un lado, las circunstancias vitales que vive su autor cuando lo escribe, las coordenadas espacio-temporales y la cultura que le rodean. Por otro, habría que considerar el momento en el que el lector lo lee y todo lo que eso conlleva.
Este hecho convierte al contexto en el caso de la lectura y de los textos literarios en particular, en un elemento clave dentro del esquema comunicativo: “Inserto el texto en un acto de comunicación, se evidencian sus vínculos con la cultura (en el fondo lo que se dice es que es imposible una lectura que considere el texto en sí, sin tener en cuenta el contexto).” [10]
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De esta manera, frente al modelo de esquema comunicativo de Nutall [11] que señala como elementos clave de la lectura al escritor, al lector y al texto, sin hacer alusión al contexto, nosotros nos adscibrimos a la propuesta de Monique Denyer [12] quien reivindica su importancia y define la lectura en función del lector, el texto y el contexto.
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El contexto en la comunicación escrita difiere por lo tanto del contexto de la comunicación oral, además por lo que hemos visto en el caso de los textos literarios, tal y como señalan Fernández y Sanz porque la “dificultad es proporcional a la distancia espacio-temporal entre los respectivos contextos del emisor y del receptor” [13]. Queremos igualmente subrayar el hecho de que en el caso de la lectura de una novela o un cuento, el emisor suministra al lector una gran cantidad de información en relación a aspectos que tienen que ver con la cultura o el contexto situacional en el que se desenvuelve un intercambio entre dos personajes que protagonizan la escena a la que el lector se enfrenta.
En este sentido podemos entender el contexto dentro del esquema comunicativo aplicado al texto literario a su vez, como un contexto dentro otro contexto; esto es, como un juego de cajas chinas. Esto es especialmente perceptible en obras como El Lazarillo en las que nos encontramos con un yo-protagonista o en narraciones inscritas dentro del realismo.
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Este contexto dentro del contexto puede ser de una gran utilidad a la hora de presentar de manera natural aspectos que forman parte del elemento sociocultural en la enseñanza de ELE, bien porque la obra de literatura sea actual y muestre situaciones comunicativas cotidianas, bien porque forme parte de la tradición literaria de la LO, y entonces sirva para conocer su memoria y entender mejor la presente. Las obras clásicas de la literatura además de ser “Cultura” son entonces también portadoras de “cultura” y “kultura” en términos de Miquel y Sans [14].
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Pero las obras literarias son igualmente un mosaico de la interculturalidad. Cuando un estudiante universitario extranjero lee La Regenta de Leopoldo Alas “Clarín” probablemente tiene en la cabeza la temática universal que Shakespeare inmortalizó en obras como Hamlet o el tono de desencanto y osadía de La flores del mal de Charles Baudelaire: “Todo lector al oír un texto tiene siempre en cuenta la experiencia que en cuanto lector tiene de otros textos.”, afirma Martínez Fernández [15].
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Este diálogo con nuestros conocimientos y nuestras lecturas previas convierte al texto en un ámbito esencialmente dialógico y clave, que trasciende el aprendizaje de lo sociocultural y nos sitúa en el campo de la interculturalidad, a través de lo que se ha llamado intertextualidad. La intertextualidad “sienta las bases para la consideración de toda cultura como un texto único.” [16].
La intertextualidad se refiere a:
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*la relación de un texto con otro u otros textos,
*la producción de un texto desde otro u otros precedentes,
*la escritura como “palimpsesto”,
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...afirmaría Genette, en cuanto que supone la preexistencia de otros textos, la lectura interactiva, lineal y tabular a la vez.[17].
El texto literario, tal y como Lotman [18] señala tiene tres funciones básicas: una función comunicativa, otra semiótica, generativa o creadora de significados y otra simbolizadora que convierten la lectura del texto literario en reflejo de la cultura y motor de la interculturalidad.
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Al igual que Denyer [19] creemos que la lectura que hemos de promover y más en el caso de aprendientes de niveles avanzados y superiores con un buen conocimiento del código lingüístico, es la lectura semiótica. Tal y como explica Marta Sanz [20], se trata de que el aprendiente haga suyos los espacios de connotación y sea capaz de leer lo que está escrito y lo que no lo está.
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La enseñanza comunicativa se caracteriza por estar centrada en el aprendiente. El papel del profesor no es sólo de transmisor de conocimientos sino que ha de ayudar al aprendiente a construir una nueva realidad: la de la lengua meta. Pero ¿cómo es esta nueva realidad? Quizá para responder primero a esta pregunta, sería necesario dar una respuesta a otra: ¿cómo es su realidad? Es una responsabilidad como docentes inducir a nuestros alumnos a la reflexión sobre su propia realidad, a partir de la cual han desarrollado su identidad. Sólo así podrán entender la LO como una realidad en sí misma. Tal y como afirma Yule [21] las lenguas reflejan las culturas.
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Esta observación no implica en ningún caso, que no sean tenidos en cuenta los aspectos relacionados con la competencia lingüística. Cassani et al. [22] definen la lengua como la llave de la cultura, ya que nos permite transmitir el mundo de fuera y el de dentro y organizar nuestro pensamiento. La lengua es también un corpus teórico importante que define las formas y las relaciones de un código.
Nosotros reivindicamos el papel del elemento sociocultural dentro del aprendizaje de segundas lenguas desde la perspectiva intercultural y para ello abogamos por subrayar la importancia de adoptar una postura integradora y conciliadora de todas las subcompetencias que integran la competencia comunicativa. En este contexto, la lectura de textos literarios, especialmente en el nivel avanzado y superior es una herramienta como ya hemos visto, fundamental para el desarrollo de la competencia sociocultural y “para el análisis contrastivo de las culturas que redunde el fortalecimiento de las habilidades interculturales del alumno.” [23]
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Celce-Murcia y Olhstain en su obra Discourse and Context in Language Teaching. A guide for Language Teachers subrayan la importancia del contexto y lo sociocultural en la construcción de la competencia comunicativa [24].
Es necesario enseñar la lengua en contexto o “language in use”, en términos de Celce-Murcia y Olhstain. Un concepto que aclaran al explicar que “It presupposes that we know that “language” consists of and that a piece of discourse in an instance of putting elements of language to use” [25].
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El uso de la lengua implica por tanto, la habilidad para interpretar y producir discurso en contexto, tanto en la comunicación oral como escrita. Con el concepto de discurso, las líneas entre el texto y el contexto y en particular, en el caso del texto literario, se desdibujan y a menudo se confunden dando lugar a un continuo.
Celce-Murcia y Olshtain parten del modelo que Canale y Swain (1980) proponen de competencia comunicativa. Para Canale y Swain, la competencia comunicativa recordemos que está constituida por la competencia lingüística (conocimiento formal), la competencia discursiva (cohesión de formas y coherencia de sentido), la competencia sociolingüística (adecuación) y la competencia estratégica (asegurar flujos de comunicación) [26]:
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Los autores de Discourse and Context in Language subrayan la importancia de la competencia discursiva frente a todas las demás ya que
It is in discourse and through discourse that all competencies are realized. And it is in discourse and through discourse that the manifestation of other competencies can be best observed, researched and assessed. [27]
La lectura de textos literarios repercute positivamente en el desarrollo de la competencia discursiva, competencia clave, en tanto que no sólo relaciona todas las destrezas y habilidades sino porque permite a través de la noción de discurso explicar la dinámica y las herramientas necesarias para la correcta construcción de contextos que en definitiva, nos van a permitir seguir leyendo textos a través de los cuales mejorar nuestro conocimiento cultural, desarrollar la competencia intercultural y en última instancia, la competencia comunicativa de nuestros alumnos.
La literatura en este contexto, tal y como señala Marta Sanz (2000) podemos incluirla dentro la competencia intercultural y más concretamente dentro del saber cultural, en el esquema que presenta el Marco de referencia europeo (2002) y que analiza Zárate (2002) [28]:



Estos cuatro saberes se relacionan horizontalmente y no son únicamente conocimientos
sino también habilidades y estrategias que se activan y se relacionan entre sí de un modo interdisciplinar ya que gracias a mi saber cultural (mis lecturas) puedo enriquecer
mi saber sobre el otro, y ese incremento positivo repercutirá necesariamente en el ámbito de un saber hacer cotidiano que, al mismo tiempo, está diciendo cosas de mí, de mi personalidad y de mi posición en el mundo. [29]
Como ya hemos visto anteriormente Lourdes Miquel y Neus Sans [30] realizan tres subdivisiones dentro del término cultura y distinguen entre “Cultura”, “cultura” y “kultura”. Incluimos la literatura dentro de la “Cultura” como parte del saber cultural aunque como ya hemos explicado, ésta es portadora a su vez de “cultura” y “kultura”. Pero la literatura y en concreto, la lectura de textos literarios, además de formar parte de la “Cultura” debemos entenderla como una competencia, ya que supone la puesta en práctica de destrezas y microdestrezas, de habilidades específicas, en combinación con una serie de conocimientos que se materializan en el acto de la lectura. Además incluye conceptos como: el lector, las reglas del arte y de la retórica, la manipulación lingüística, la vida, la experiencia del que lee y del que escribe, el contexto humano y social de los emisores y los receptores de las producciones literarias e incluso la posibilidad de construir visiones novedosas de la realidad y del mundo. [31].
Proponemos a continuación una serie de conocimientos que el profesor y aquellos dedicados a la producción de materiales han de trasvasar didácticamente al alumno con el fin de facilitar el proceso lector que se pueden encontrar en Sanz [32]:
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a) Conocimientos culturales:

-Conocimiento histórico.
-Conocimiento sobre el conjunto de la obra del autor con el que se va a trabajar.-Conocimiento de la historia literaria.
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b) Conocimientos especializados:
- Conocimiento de las características del género (previsiones a partir de la idea de macro y superestructura).- Conocimiento sobre conceptos generales de la teoría literaria.
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c) Conocimientos del código lingüístico:
-Conocimiento lingüístico general.-Conocimiento lingüístico específico (características del lenguaje literario: polisemia, ambigüedad, sugerencia, expresividad, poca presencia de explicitud, etc. ...).
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d) Conocimientos de didáctica.
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Cabe señalar que para poder llevar a la práctica el apartado d) es fundamental que el profesor planifique sus clases incluyendo el desarrollo de estrategias de metacognición en el proceso de enseñanza-aprendizaje. El conocimiento metacognitivo [33] regula entre otros, el conocimientos condicional requerido para poder actuar estratégicamente e incluye el conocimiento de las estrategias, de los diversos objetivos o tareas que se quieren alcanzar y de las personas en cuanto a sujetos cognoscentes. Este tipo de conocimiento se adquiere por medio de las experiencias metacognitivas. Esto es, gracias a las ocasiones en que se toma conciencia de los esfuerzos, los triunfos y los fracasos sufridos durante los diversos comportamientos cognoscivos. Si a este conocimiento agregamos la capacidad de regular los propios procesos cognitivos llegamos a lo que se denomina metacognición. El apartado d) en su puesta en práctica promueve el desarrollo de la autonomía del aprendiente y le enseña a “aprender a aprender”. Sin embargo, no se trata siempre de ampliar los conocimientos metacognitivos mediante la instrucción directa. Es necesario tener conciencia de que muchas de las actividades desarrolladas en clase son fuente de provechosas experiencias para los alumnos, lo que repercute seguramente en el desarrollo de su intelecto [34].
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Dentro de la clasificación realizada por Sanz [35], cabe puntualizar que aquellos conocimientos denominados culturales (apartado a)) justifican la incorporación de la intertextualidad para explicar su utilidad en la construcción de la competencia literaria. Ya hemos hablado de la existencia de un textum o gran maya universal, que no es sino el resultado de la interacción de los textos que integran un vasto discurso o “archidiscurso” en el que la dialéctica entre los textos y los contextos permite una variedad dialógica que convierte a la cultura en una categoría a través de los textos y los contextos que están en permanente comunicación. La naturaleza universal de esta dinámica intertextual convierte a los textos literarios y a la construcción de la competencia literaria en un instrumento clave para el desarrollo de la competencia literaria.
La literatura si bien es considerada como un conocimiento perteneciente al saber cultural, sólo se materializa a través de los actos de lectura y escritura para lo que requiere una serie de microhabilidades que suponen procesos, movimientos y operaciones que una vez activadas desde el conocimiento van a repercutir en éste. Sólo desde esta perspectiva podemos hablar de competencia literaria y no de literatura en el espacio textual. Dichas microhabilidades podemos resumirlas de la siguiente manera y han de ser tenidas en cuenta a la hora de elaborar aplicaciones didácticas enfocadas a trabajar la comprensión lectora en textos literarios para estudiantes de ELE :
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- Reconocimiento.
- Selección de información relevante.
- Resumen.
- Reconstrucción del contexto a partir del texto (inferencia).
- Relación con otros textos.
- Anticipación (futuribles de lectura).
- Creatividad lectora (interacción con el texto, reconstrucción en la interpretación, sedimento de la lectura que sirve de estímulo para la expresión escrita). [36]
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Ha llovido mucho desde la irrupción de las primeras formulaciones de los métodos comunicativos que desaconsejaban el empleo de la literatura por pensar que se encontraba alejada de los códigos habituales de lengua cotidiana por lo que al ser considerada como problemática restringía el uso de los textos literarios de ELE a una utilización estrictamente gramatical. Nosotros hemos querido a través de este artículo volver a subrayar y reflexionar en torno al potencial del texto literario y que a continuación sintetizamos a modo de conclusión:
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1. El texto literario es una fuente para el aprendizaje del código lingüístico en tanto que leer implica la habilidad para descodificar e interpretar un discurso en contexto.
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2. El texto literario contribuye asimismo a la construcción de la competencia cultural en tanto que refleja la realidad y el imaginario de los hablantes de una lengua en un momento determinado.
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3. A través de la lectura de textos literarios promovemos el desarrollo de la competencia intercultural ya que el texto literario contribuye a la construcción de un contexto que se ve ampliado con la lectura de otros textos literarios.
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4. A través de la lectura de textos literarios desarrollamos la competencia literaria de nuestros aprendientes cuya existencia queda justificada en tanto que implica la puesta en práctica de unos procesos y microhabilidades que se ponen en marcha a través de los actos de lectura y escritura.
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5. La lectura de textos literarios se erige entonces como un instrumento clave en la construcción de la competencia comunicativa de los estudiantes de ELE. El texto literario contribuye a la construcción de un contexto que permite leer más y más textos.
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6. Finalmente, la lectura de textos literarios repercute positivamente entonces en el desarrollo de la competencia discursiva que tal y como Celce-Murcia y Olhstain [37] han demostrado es la competencia más importante, en tanto que no sólo se relaciona con todas las destrezas y habilidades sino porque permite a través de la noción de discurso explicar la dinámica y las herramientas necesarias para la correcta construcción de contextos que en definitiva nos van a permitir seguir leyendo textos a través de los que poder mejorar nuestro conocimiento del componente cultural, desarrollar la competencia intercultural y en última instancia, la competencia comunicativa de nuestros alumnos.
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Notas:
[1] Las reflexiones planteadas en este artículo forman para de un trabajo de investigación que lleva por título Del contexto al texto. Reflexiones en torno al uso del texto literario en ELE (2004) y que incluye una aplicación didáctica en la que su autora pone en práctica las ideas plasmadas en el artículos a través de la elaboración de una edición crítica de un cuento del siglo XIX con su consiguiente explotación didáctica destinada al cada vez más creciente público universitario extranjero con un nivel intermedio o superior u nivel operativo eficaz (C1) en términos del Marco común europeo de referencia para las lenguas (2002). Nótese que tanto en el marco teórico, cuyas ideas principales quedan aquí plasmadas, como en la elaboración de la propuesta didáctica se ha atendido a la oferta del mercado de materiales para ELE posee de textos literarios. El trabajo de investigación incluye un capítulo en el que se muestran los resultado del análisis de este mercado. Esta memoria de investigación será publicada próximamente por el Instituto Cervantes en Red ELE.
[2] Roland Bathes, Roland Barthes, Paris, Seuil, 1979, pág. 84.
[3] Umberto Eco, “Autor y lector modelo”, Sullé, E., Teoría de la novela. Antología textos del siglo XX, Barcelona, Crítica, 2001, pág. 242.
[4] Andrés Mendoza Filolla , "El proceso de la recepción lectora", Conceptos clave de la didáctica de la lengua y la literatura, Barcelona, Universidad de Barcelona, 1995, pág.169.
[5] Dubin et al., Teaching second language for reading purposes, USA, Addison-Wesley Publishing Company, 1986.
[6] Smith define la memoria a largo plazo que según él consiste en “nuestro conocimiento más o menos estable del mundo”, frente a la memoria a corto plazo que es” un receptáculo transitorio para todo aquello que azarosamente atendemos en cualquier momento”. Véase en Frank Smith, Understanding reading: a psycolinguistic analysis of reading and learning to read, New York, Holt, Rinehart and Winston 1972, pág. 169.
[7] Magdalena Viramonte de Ávalos, Comprensión lectora. Dificultades estratégicas en resolución de preguntas inferenciales, Buenos Aires, Colihue, 2000.
[8] E. Sullé, Teoría de la novela. Antología textos del siglo XX, Barcelona, Crítica, 1982, pág. 253.
[9] G. Prince, “El narratario”, Teoría de la novela siglo XX, op. cit. 151.
[10] J. E. Martínez Fernández, La intertextualidad literaria, Madrid, Cátedra, 2002, pág.31.
[11] C. Nutall, Teaching reading skills in a foreign language, Oxford, Heinemann, 1989, pág. 4.
[12] Monique Denyer, 1999, La lectura una destreza cognitivamente activa, Madrid, Fundación Antonio de Nebrija, 1999, pág.26.
[13] Claudia Fernández y Marta Sanz, Principios Metodológicos de los Enfoques Comunicativos, Madrid, Fundación Antonio de Nebrija, 1997, pág. 26.
[14] Lourdes Miquel y Neus Sans distinguen entre “Cultura”, “cultura” y “kultura” , en Lourdes Miquel y Neus Sans, 1992, “El componente cultural: un ingrediente más de las clases de lengua”, en Cable Nº 9, 1992, págs. 15-21.
[15] La intertextualidad, op. cit. 2.
[16]La intertextualidad, op. cit. 31.
[17] La intertextualidad, op. cit. 37.
[18] M. Lotman y la escuela de Tartu, 1979, Semiótica de la cultura, Cátedra.
[19] La lectura una destreza cognitiva, op cit.
[20] Marta Sanz, "La literatura en el aula de ELE", Frecuencia- L, julio 2000, págs. 24-27.
[21] GeorgeYule, El lenguaje (trad. de Nuria Bel Rafecas), Cambridge, Cambridge University Press, 1998.
[22] Daniel Cassany et al., Enseñar lengua, Barcelona, Graó, 1994, pág. 35.
[23] Borja García Agustín Ramírez, La literatura en los límites de la enseñanza sociocultural. Realidad y propuesta (memoria de investigación para la obtención del título de Máster en enseñaza del Español como Lengua Extranjera (MEELE) en la Universidad Antonio de Nebrija), Madrid, 2000, pág.10.
[24] M. Celce-Murcia y E. Olhstain, Teaching English as a Second or Foreign Language, USA, Cambridge University Press, 1991.
[25] Podemos traducir en siguiente fragmento como: “Se presupone que sabemos que la lengua consiste en un tramo de discurso en un instante determinado en el que ponemos estos elementos de la lengua en uso.” en Teaching English, op. cit. 3.
[26] Celce-Murcia y Olshtain parten del modelo que Canale y Swain en M. Celce-Murcia y E. Olhstain, Discourse and context in language teaching. Guide for Language Teachers, USA, Cambridge University Press, 1980, pág. 7.
[27] Podemos traducir el fragmento de la siguiente manera: “Es en el discurso en donde todas las competencias se realizan. Y es en el discurso y a través de él que otras competencias pueden ser observadas, investigadas y valoradas.”; en Discourse and context, op. cit. 16.
[28] “La literatura en el aula de ELE”, op. cit.
[29] “La literatura en el aula de ELE”, op. cit. 7.
[30] “El componente cultural: un ingrediente más de las clases de lengua”, op. cit.
[31] Marta Sanz, “La construcción del componente cultural: enfoque comunicativo y literatura”, Actas de Expolingua, Madrid, 2005 (en prensa).
[32] “La construcción del componente cultural: enfoque comunicativo y literatura”, op. cit. (en prensa).
[33] Comprensión lectora, op. cit. 46-51.
[34] "La literatura en el aula de ELE", op. cit.
[35] “La construcción del componente cultural: enfoque comunicativo y literatura”, op. cit. (en prensa).
[36] “La construcción del componente cultural: enfoque comunicativo y literatura”, op. cit.
[37] Teaching English, op. cit.


* Luis Fernando García Núñez. Periodista y escritor colombiano. Profesor de las universidades Externado de Colombia, Nacional de Colombia, de los Andes, Javeriana y Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. Correo electrónico: lfgn@hotmail.com
1 Semana, ed. 1152.
2 Ibid.
3 Véase Diógenes Fajardo Valenzuela. Coleccionistas de nubes. Ensayos sobre literatura colombiana. Bogotá, Imprenta Patriótica del Instituto Caro y Cuervo, 2002, pp. 173-188.
4 Ibid., pág. 176.
5 Ibid., p. 177.
6 Jorge García Usta. “Celia se pudre, el fin de la saga”, en Héctor Rojas Herazo, Celia se pudre, Bogotá, Ministerio de Cultura, 1998. Citado por Diógenes Fajardo, Ob. cit., p. 225.
7 Para hacer un seguimiento a las mujeres que han incursionado en la literatura colombiana, recomiendo el ensayo de María Mercedes Jaramillo y Betty Osorio de Negret, “Escritoras colombianas del siglo XX”, y el de Teresa Rozo-Moorhouse, “Las mujeres y la poesía”, en el tomo III de Las mujeres en la historia de Colombia, Santafé de Bogotá, Consejería Presidencial para la Política Social y Editorial Norma,S.A., 1995. También Ángela Inés Robledo, Betty Osorio y María Mercedes Jaramillo (compiladoras y editoras). Literatura y cultura. Narrativa colombiana del siglo XX, 1ª. ed., (3 vols.), Bogotá, Ministerio de Cultura, 2000, p. 54. Félix Ramiro Lozada Flórez. Literatura colombiana. Bogotá, Editorial Kimpres Ltda., 2001, y algunas de las más destacadas publicaciones periódicas como El Malpensante, Número, Puesto de Combate, Golpe de Dados, Libros & Letras, Thesaurus, Noticias Culturales, Pie de Página.
8 Luz Mary Giraldo. “Fin del siglo XX: por un nuevo lenguaje (1960-1996), en Ángela Inés Robledo, Betty Osorio y María Mercedes Jaramillo (compiladoras y editoras). Ob. cit., vol. II. Bogotá, Ministerio de Cultura, 2000, p. 19. Véanse también de Ariel Castillo Mier, “De Juan José Nieto al premio Nobel: la literatura del Caribe colombiano en las letras nacionales”, y de Jorge García Usta, “Los ‘bárbaros’ costeños y la modernización de las letras nacionales”, en Alberto Abello Vives (comp.), El Caribe en la nación colombiana –Memorias-, X Cátedra Anual de Historia “Ernesto Restrepo Tirado”, Bogotá, Museo Nacional de Colombia – Observatorio del Caribe Colombiano, 2006.
9 Félix Ramiro Lozada Flórez. Literatura colombiana. Bogotá, Editorial Kimpres Ltda., 2001, p. 93.
10 Ángela Inés Robledo, Betty Osorio y María Mercedes Jaramillo (compiladoras y editoras). Ob. cit., vol. I, “Estudio preliminar”. Bogotá, Ministerio de Cultura, 2000, p. 54.
11 Ibid., vol. II. Luz Mary Giraldo, “Fin del siglo XX: por un nuevo lenguaje (1960-1996)”, págs. 9-48.
12 Ángela Inés Robledo, Betty Osorio y María Mercedes Jaramillo (compiladoras y editoras). Ob. cit., vol. I, “Estudio preliminar”. Bogotá, Ministerio de Cultura, 2000.
13 Véase Fernando Cárdenas, “Lo que vendrá”, en Arcadia Libros (publicación de Semana), núm. 5 (2006), pp. 10-17.
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El Nº 3 de la Revista "Palabras Escritas" continuará (4ta. parte) en otro blog.
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