sábado, 25 de octubre de 2008

Nº 6 de "PALABRAS ESCRITAS" APARECE EN NOVIEMBRE 2008







REVISTA LIBRO “Palabras Escritas”



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240 páginas, tapa negra, 13 x 24 cm.
Editorial SERVILIBRO, Paraguay
. http://www.servilibro.com.py/
25 de Mayo esq. Méjico, Plaza Uruguaya, Asunción, Paraguay.
Tel/Fax: (595-21) 444770
Dirección: Alejandro Maciel
Dirección editorial: Vidalia Sánchez.
Ilustraciones de Miguel Pencieri. ISBN 99925-993-7-5
Dirección de la revista:
talomac@gmail.com
http://palabras2008.blogspot.com/

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El Nº 6 de “Palabras Escritas” aparecerá en noviembre/2008.



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La publicación semestral “Palabras Escritas” aparecerá con el Nº 6 de este “Diálogo cultural entre Brasil e Hispanoamérica” con trabajos sobre la narrativa de Juan Rulfo en “Pedro Páramo” de la catedrática Milagros Ezquerro, de la Universidad París X Sorbona, cuentos de Carolina Orlando, Susana Ballaris, Pilar Romano, Marcelo Valenti y Ricardo Benítez, poesías de Elvio Romero, Pepa Kostianovsky, Florencio Godoy Cruz, ensayos de Salma Ferraz (Univ. De Florianópolis), Hugo Boleso, Enrique Acuña, Coriolano Fernández, Vicente Peiró (Univ. De Valencia).




“Palabras Escritas” publica obra creativa de nuevos autores latinoamericanos, tanto de Brasil como Hispanoamérica y obra crítica de especialistas de universidades como: Poitiers, Montreal, Santa Catarina, R G do Sul, Ottawa, Valencia, Madrid, Buenos Aires, Sorbona de París, Gottemburgo, y que se ocupan de obras o autores latinoamericanos.




El Nº 5 dedicado a Juan Rulfo fue presentado en la Feria del Libro de Buenos Aires, en el stand de Brasil.




Cada número lleva una tapa e ilustraciones especialmente realizadas por el plástico argentino Miguel Pencieri.




Ya se ha publicado obra creativa de autores de Méjico, Chile, Colombia, Venezuela, Costa Rica, Brasil, Bolivia, Perú, Uruguay, Argentina, Paraguay, Ecuador y Cuba.




Para colaborar enviar trabajos (hasta 4 páginas de Word en letra de cuerpo 12) poesías, cuentos, fragmento de teatro, novela, comentario literario, ensayos a el E mail que figura en el encabezado.






ALEJANDRO MACIEL/AMANDA PEDROZO/LUIS HERNÁEZ (DIRECTORES)

lunes, 13 de octubre de 2008

PALABRAS ESCRITAS Nº 5 (Primera Parte)

LECTURAS RULFIANAS
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Milagros Ezquerro, Universidad de La Sorbona.
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Liminar


Cincuenta años después de la publicación de Pedro Páramo, los textos de Juan Rulfo siguen fascinando a los lectores. A pesar de lo mucho que se ha escrito sobre esta obra, su lectura es una experiencia singular: las páginas que siguen no pretenden proponer un modelo de interpretación, sino más bien señalar algunos senderos para recorrer la obra rulfiana, un territorio a la vez reducido e inmenso. Este recorrido se hará en tres etapas : una lectura de “Macario”, uno de los primeros cuentos escritos y publicados por Rulfo ; un acercamiento a Pedro Páramo, centro de la obra ; y una presentación de El gallo de oro, novela breve más tardía, que sigue siendo considerada por la crítica, a pesar de las evidencias, como un “texto para cine”.

Toda lectura e interpretación de un texto presuponen una teoría del texto, aunque no se explicite, o incluso si el lector o el crítico no es consciente de la teoría que presupone su lectura. Partiremos de unas hipótesis teóricas que vienen desarrolladas en mi libro Fragments sur le texte1 y que serán aquí expuestas de modo sintético, para que cada uno pueda juzgarlas y discutirlas libremente.


Propuestas Teóricas
Del texto y de su entorno

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Una colección de 1027 protones, neutrones y electrones, eso es, a cierto nivel, un ordenador personal pero, claramente, la reunión de esas partículas subatómicas, su organización, diferencian el ordenador de un amontonamiento de 1027 partículas subatómicas sueltas. Entonces, a ese nivel -el de todos los comportamientos posibles que puede manifestar el sistema- el ordenador representa más que la suma de sus constituyentes y lo que lo caracteriza es la manera como los átomos se combinan para formar tipos de materiales peculiares y la forma de unir esos materiales entre sí via conmutadores y circuitos. Las propiedades del ordenador evidencian el nivel y la calidad de la complejidad realizada. Cuanto mayores y más complejos sean los circuitos y la lógica internos, más sutiles serán las funciones del aparato. (2)

Lo que John D. Barrow dice del ordenador personal puede decirse a fortiori del texto, estructura mucho más compleja que la de un ordenador, compuesta de elementos más sutiles que las partículas subatómicas que constituyen la materia. A semejanza de todos los sistemas complejos, el texto no se reduce a la suma de sus elementos constitutivos, por muy abundantes y variados que puedan ser. Las innumerables relaciones que unen y jerarquizan sus elementos son tan importantes como los mismos elementos para aprehender el funcionamiento del texto, o sea su significación. Además no se puede olvidar que el texto es producto de dos series de operaciones -la producción y la observación- que implican dos sujetos que denominamos sujeto productor o sujeto Á (alfa), y el sujeto observador o sujeto Ù (omega). El texto es pues un sistema complejo que funciona en relación con otros dos sistemas complejos :
TEXTO
SUJETO A SUJETO Ù

La complejidad de cada sistema se halla multiplicada por la de los otros dos. Además, el sujeto A y el sujeto Ù están igualmente relacionados con otros sistemas complejos, por ejemplo sus respectivos contextos sociohistóricos y cognitivos. Así, resultaría apenas exagerado decir que todo texto se halla relacionado, por sucesivas conexiones, al universo entero. En términos borgianos, todo texto es un Aleph :


En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño [...]
... vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el Aleph, y en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.(3)

El texto - y no ya la literatura o las obras de tal o tal escritor- es un objeto de estudio muy reciente. El propio concepto de texto, tal como lo define Roland Barthes antes y a la vez que otros a partir de los años cincuenta, implica un enfoque completamente diferente del producto dicursivo que llamamos texto, y también de las operaciones que supone. Gracias a la evolución de la lingüística, del psicoanálisis, de la semiología, de la sociología, de la historia, de las ciencias cognitivas, y del pensamiento científico en general, se han ido forjando instrumentos de observación, de análisis y de descripción del texto. Aun cuando no existe un movimiento unificado y coherente (vivimos la era de Babel, no hay que olvidarlo) las cosas van avanzando y se van abriendo nuevos horizontes.

El análisis interno del texto, en particular, se ha profundizado y afinado de manera notable. El texto, concebido como sistema dinámico, se deja analizar en unos cuantos subsistemas cuya descripción permite una comprensión más sutil y más fundamentada. El Autor, en esta visión del texto, resulta desacralizado no sólo porque interesa menos que el texto, sino también porque el texto no es la Literatura, ni siquiera el texto literario únicamente. Desde las inscripciones lapidarias hasta los eslóganes publicitarios pasando por todas las formas orales, se considera texto todo lo que pertenece a la práctica significante cuyo material es la lengua. Es mucho, pero resulta coherente en tanto que objeto de estudio. Las categorizaciones y las jerarquías socioculturales son harina de otro costal.

Un elemento que me parece fundamental en la reciente evolución de los estudios sobre el texto es que, en vez de encerrarlo -como se hizo durante siglos- dentro de una visión disciplinaria estrecha y estricta (la filología, la retórica o la crítica literaria), se le ha abierto ampliamente hacia muchas otras disciplinas afines: todas las ciencias humanas, hablando globalmente. Tal apertura, que ha podido aparecer como una pérdida de identidad disciplinaria, ha conferido a los trabajos sobre el texto una dinámica que nunca habían tenido y que ha revolucionado nuestra visión del texto, aun cuando sea largo y difícil darla a compartir, incluso en el campo universitario. Lejos de pensar que esta apertura es excesiva, opino, por mi parte, que es todavía insuficiente.

Se ha venido repitiendo que el crecimiento exponencial del progreso científico volvía ineluctable una especialización cada vez más estrecha. Cada científico (ya no se habla de sabios) se encuentra relegado dentro de un pequeño territorio, cada vez más restringido, que domina muy bien, y parece condenado a ignorar lo que pasa en el campo disciplinario vecino. Esto no se puede negar. Sin embargo, también es verdad que existe, y quizás más que nunca precisamente a causa del peligro de la hiperespecialización, un territorio intelectual que comparten, por encima de las especialidades, unos cuantos físicos, astrofísicos, biologistas, matemáticos, historiadores, filósofos, lingüistas, sociólogos, psicoanalistas, etc. que se niegan a dejarse encerrar en sus campos disciplinarios y desean debatir, con otros especialistas, los grandes temas conceptuales y éticos. Sin duda se pueden observar fenómenos de moda o de publicidad que ponen en evidencia tal ciencia o tal otra en función de un avance espectacular o de éxitos tecnológicos importantes. Pero, globalmente, existe un territorio donde se encuentran las diversas ramas del pensamiento contemporáneo, donde las ideas circulan, se intercambian y se enriquecen mutuamente. Ese lugar común no tiene lugar concreto, o mejor dicho tiene su lugar ahí donde se piensa, utopía y pantopía juntamente.

No me parece incongruente pensar que la semiología textual tenga que participar de este intercambio de ideas y de conceptos, pensar que nuestra visión del texto tenga que evolucionar a la par de nuestra visión del universo, de lo infinitamente grande y de lo infinitamente pequeño. Tal es, desde luego, el postulado de la presente reflexión sobre el texto. Se alimenta de conceptos, de construcciones teóricas, e incluso de aporías procedentes de otros campos del saber. No por eso se me podría ocurrir prescindir de todo lo que ha construido hasta hoy la semilogía textual, y que representa un acervo fundamental. Se progresa por acumulación y no por eliminaciones sucesivas, aun cuando sea a veces necesario retocar, enmendar, revisar tal o tal concepto que aparece menos convincente o menos eficiente a la luz de nuevos aportes. Dentro de esta perspectiva, no he concebido mi reflexión bajo la forma de una construcción teórica homogénea, sino bajo la forma de fragmentos sueltos. Cada fragmento pretende ser una propuesta, una invitación al debate y a desarrollar esos embriones de conceptos que aspiran a ser « entidades intelectuales », según la fórmula de Valéry.

La estructura fragmentaria no es ni una novedad, ni un capricho gratuito: es congruente con la teoría del texto que en ella se desarrolla. La presente reflexión no podía, sin incoherencia, organizarse en un conjunto de partes articuladas según un orden fijo. Lo que aquí se postula supone que haya JUEGO. Juego entre cada fragmento ideado no como pieza de un rompecabezas que habría que reconstruir conforme a un modelo previo, sino como naipe de un juego abierto que cada lector tendrá que inventar, naipe que cada jugador pedirá o descartará, colocará y combinará según las reglas que se dará a sí mismo, si entra en el juego. Por eso los fragmentos -aparte del presente fragmento que desempeña una función de apertura- se presentan en un orden aleatorio, el orden alfabético de los títulos, que no corresponde para nada a una organización premeditada, ni siquiera sugerida por el sujeto productor.

El número de los naipes es tan aleatorio como su combinación, podría ser inferior o superior, es, en realidad, indefinido. La apuesta es que el lector jugador se descarte de los naipes que no le convienen e invente otros capaces de entrar en la combinatoria. Por inclinación personal he preferido proponer un juego mínimo para dejar al otro un juego máximo. Jugar la carta de la virtualidad, el juego de los posibles.

Esta estructura fragmentaria explica igualmente que se haya reducido al mínimo el aparato de las referencias. Está claro, sin la sombra de una duda, que toda reflexión se desarrolla apoyándose en lo que pensaron y construyeron otros muchos, que sólo se escribe después de haber leído. Para dar una cuenta exacta de las filiaciones del pensamiento y remontarse a los orígenes de cada concepto utilizado sería necesario multiplicar tanto las notas a pie de página que el texto se tornaría ilegible. Ante esta imposibilidad, poetas y novelistas fingen creer que son el primer Autor; los eruditos mitigan su remordimiento multiplicando más o menos razonablemente las notas a pie de página; los ordenadores almacenan las referencias y tejen la tela infinita de la bibliografía de Babel. Más perezosa y más prudente, prefiero no pagar a César lo que es de la humanidad. Si la lengua es un bien social, toda obra de lenguage es propiedad común. Me apropio de lo que es mío, o sea nuestro.

Las citas que abren, cierran o interrumpen un fragmento forman parte integrante del juego: dan juego a la reflexión, le permiten al lector deslizarse hacia otros espacios. No son ni fianzas ni adornos, son, propiamente hablando, maneras de mudarse, territorios de ausencia.

Consabido es que una teoría se justifica por su operatividad: una teoría tiene pues que venir acompañada de una serie de aplicaciones capaces de convencer al lector del fundamento de las propuestas teóricas. He preferido devolver a « teoría » su sentido etimológico y presentar una serie abierta de « observaciones » que he tratado de conceptualizar. Si estas observaciones son pertinentes, despertarán en la mente del lector una multitud de ejemplos más adecuados para él que los que yo podría proponerle. A cada cual su función: esto también forma parte del juego.

Sujeto A

En tanto que criatura de lenguaje, el escritor está siempre atrapado en la guerra de las ficciones (de las hablas), pero en ella es tan sólo un juguete, ya que el lenguaje que lo constituye (la escritura) está siempre fuera de sitio (atópico); por el simple efecto de la polisemia (estado rudimentario de la escritura), el compromiso bélico de una palabra literaria es dudoso desde su origen. El escritor siempre se encuentra en la mancha ciega de los sistemas, a la deriva; es un joker, un maná, un grado zero, el muerto del bridge: necesario para el sentido (el combate), pero carente de sentido fijo; su lugar, su valor (de cambio) varía según los movimientos de la historia, los golpes tácticos de la lucha: se le pide todo y/o nada.(4)

El sujeto A no ha de confundirse con ninguna de las nociones corrientemente usadas: autor, escritor, scriptor, autor implícito, etc. No es que recuse esas nociones que tienen cada una su significación y su razón de ser, ya en el lenguaje común, ya en las teorías que las utilizan. Es sencillamente que quiero introducir y definir otro concepto que toma sentido dentro del sistema que trato de describir.
Una obra está hecha por una multitud de « ingenios » y de acontecimientos -antepasados, estados, azares, escritores anteriores, etc.- bajo la dirección del Autor.(5)

Si, en la gran mayoría de los textos, el autor forma parte integrante del sujeto A, no constituye su totalidad, sino lo que podríamos llamar el « núcleo duro ». En torno a ese núcleo, caracterizado por el idiotopo A, vienen a agregarse todos los elementos que han participado en el proceso de producción: desde las características de la persona que escribe, su cultura, su biografía, hasta el conjunto de los posibles participantes secundarios en ese proceso (maestros, discípulos, parientes, amigos, prologuistas, editores, ilustradores, etc., véanse los « agradecimientos » o las dedicatorias). Esto como mínimo, si se considera al sujeto A en sincronía en el proceso de producción.

Si se le considera en diacronía, las cosas se complican. Efectivamente, el texto entra entonces en la fase de recepción y la circulación del sentido cumple su recorrido volviendo hacia el sujeto A.

La obra modifica al autor.

En cada uno de los movimientos que la sacan de él, sufre una alteración.
Acabada, sigue actuando en él.6
La vuelta al sujeto A produce múltiples efectos. Algunos son obvios: resonancia afectiva de las reacciones de lectores, cercanos o lejanos, de la apreciaciones de los críticos, del número de ventas de los libros, de los premios literarios, etc. Un caso específico, en nuestra época, es el del escritor Salman Rushdie condenado a muerte a consecuencias de la publicación de una novela y de su recepción por ciertos lectores. En otras épocas encontramos casos de similares consecuencias y múltiples modalidades de censura.

También conviene evocar los efectos de la vuelta hacia el sujeto A en la imagen de éste: simplificación, deformación, idealización, mitificación, recuperación, etc. En vida, el escritor puede contibuir a crear su imagen, a modificarla o a recusarla con declaraciones, acciones o publicaciones. Después de su muerte, esta imagen seguirá modificándose si siguen leyéndose sus textos. Es lo que ocurre, particularmente, con los llamados « clásicos », cuya imagen es, a menudo, mucho más conocida que sus textos: ¿cuánta gente ha oído hablar de Rabelais, de Dante o de Cervantes, de sus personajes, sin haber leído la menor línea de sus textos?
La evolución histórica de las imágenes del sujeto A es, generalmente, muy lenta. A veces sufre bruscas alteraciones: con ocasión de un centenario del nacimiento o muerte de tal escritor, surgen cantidades de estudios dedicados a su figura que puede verse considerablemente modificada y tener insólitas consecuencias en la literatura nacional. Un fenómeno de este tipo tuvo lugar con la celebración del tercer centenario del poeta español Luis de Góngora en 1927: un grupo de jóvenes poetas, reclamándose de su figura, remozaron el interés por esa poesía culta y hermética, proclamando un arte poética nueva que iba a revolucionar la poesía hispánica de ambos mundos. La crítica dió a ese grupo de poetas el nombre de « Generación del 27 ». Desde entonces, el sujeto A cuyo « núcleo duro » es un señor don Luis de Góngora y Argote incluye también todo lo que le agregó, tres siglos después de la muerte del poeta cordobés, un grupo de escritores que, a su vez, se volverían figuras míticas de la literatura.

¿Qué decir de Dante, de Shakespeare, de Cervantes, de Molière, de Goethe, y también de Sófocles, de Virgilio, de Lucrecio, de Platón? Sus respectivos « núcleos duros » -a menudo sumamente reducidos por la escasez de datos biográficos- han ido creciendo con los aportes de tantas lecturas, interpretaciones, mistificaciones, mitificaciones, epígonos, imitadores, ilustradores, adaptadores, que la imagen que tenemos, al cabo de los siglos, de estas figuras universales, poco tiene que ver con ese núcleo generador.

Tres casos particularmente interesantes para reflexionar en torno al sujeto A son los siguientes: el de las obras de tradición oral, el de las obras cuyo autor se ha « inventado », y el de las obras anónimas.

Las Mil y Una Noches, una de las obras más universales, traducida o adaptada en casi todas las lenguas, es un monumento de la tradición oral: conjunto heterogéneo de relatos que se fueron aglutinando en torno a un núcleo central, nacido en Indias, transmitido por la Persia, recopilado en el imperio árabe y traducido mucho más tarde en Europa. El sujeto A en Las Mil y Una Noches no se construye en torno a la persona, real o supuesta, de un autor, ni siquiera de varios autores. Representa, idealmente, el núcleo generador de una producción verbal en la cual todos los elementos (materiales, temas, mundos representados, personajes, creencias, esquemas narrativos, figuras, etc.) son a la vez colectivos, múltiples en los tiempos y en los espacios, variables y extraordinariamente resistentes. Transmitido oralmente durante siglos, traducido, adaptado, tardiamente transcripto en árabe, el conjunto se construye progresivamente a través de tiempos, de espacios y de civilizaciones múltiples. Finalmente revelado a Europa por Antoine Galland a principios del siglo XVIII, conoce una fabulosa posteridad. Sin embargo, la ausencia de un núcleo unificador del sujeto A va a ser sutilmente corregida gracias a un genial subterfugio, quiero hablar del prólogo marco que atribuye el conjunto de los relatos al personaje de Shahrazada, la cual, noche tras noche, cuenta al sultán las fabulosas historias que la salvarán de la muerte.

La mayor, Shahrazada, había leído libros, anales, leyendas de reyes antiguos e historias de pueblos remotos. También dicen que poseía mil libros de historias relativas a pueblos de edades pasadas, a reyes de la Antigüedad y a poetas. Y era muy elocuente y muy agradable de escuchar.(7)

Aunque en ningún momento Shahrazada sea considerada como la autora de sus relatos, ella es, sin embargo, el « núcleo duro » del sujeto A del conjunto: ella es el sujeto mediador entre el conjunto colectivo construído por la tradición oral y el sujeto receptor que, en este caso, se encuentra representado por los dos personajes que escuchan, Doniazada, la hermana confidente y cómplice, y el Sultán, dispuesto a matar a su esposa. Además, la cuentista ha almacenado en su memoria toda la sabiduría de los pueblos y el arte de transmitirla. La notable productividad de este prólogo marco se debe, precisamente, a su función dentro de la economía del conjunto narrativo.

Consabida es la secular controversia en torno al autor de La Ilíada y de La Odisea: ¿ha existido realmente Homero o son estas epopeyas fruto de la tradición oral, como tantas otras? Si Homero ha existido, ¿es el autor de ambas obras o hubo un segundo Homero? Los descubrimientos arqueológicos que se han sucedido desde el siglo XIX permiten un conocimiento más preciso de la civilizaciones mediterráneas desde el tercer milenio ante de nuestra era, pero no han resuelto el enigma homérico, más bien han vuelto más complejo el problema. Que haya existido o no un poeta llamado Homero, su existencia individual ha sido una evidencia durante siglos y lo sigue siendo. Ese nombre -que, curiosamente, significa en griego « prenda, testimonio, rehén » y « ciego »- representa el necesario núcleo unificador del sujeto A, poco importa que no haya detrás ninguna biografía, ningún documento, ninguna característica, si no es la ceguedad expresada en el nombre, ceguedad física y videncia espiritual a la vez del poeta inspirado por la divinidad. Si el Autor no existía, había que inventarlo. Ya se sabe la extraordinaria fortuna de la figura de Homero, parangón de los poetas, celebrado desde la más remota Antigüedad y por todos los siglos sucesivamente.

El caso de las obras anónimas es complejo. Si se considera la época anterior al Renacimiento, abundan las obras sin nombre de autor, sin firma, tanto en pintura, en arquitectura como en literatura. No era que no existiera la noción de « artista creador », sino que se consideraba que la fuente verdadera de la obra se encontraba más allá del artista, el cual no era sino su mediador: era la inspiración de las Musas, las obras de los grandes Maestros del pasado, depositarios de la auctoritas, la cadena de la tradición, el soplo creador de Dios. El sujeto A no requería un núcleo individual ya que el individuo no detenía la función generadora; el núcleo auténtico era esa fuente donde el artista mediador encontraba su fuerza creadora.

Más tarde, en los siglos XVII y XVIII en Francia por ejemplo, algunas obras muy importantes fueron publicadas sin nombre de autor: las Provinciales, las Maximes morales, La Princesse de Clèves, los Caractères, L’Esprit des Lois, la mayoría de las obras de Voltaire. Se trataba de un anonimato de circunstancia (censura política, moral o social) y de corta duración, salvo en el caso de L’Imitation de Jésus-Christ cuyo tema requería, de cierta forma, que se borrara el autor individual..

Un ejemplo interesante es el de La vida de Lazarillo de Tormes (1554), diminuta joya de la literatura española que engendró la Picaresca. El relato, que se parece a una autobiografía resumida en seis episodios -cuyas fuentes folclóricas han sido puestas de manifiesto-, se dirige a un narratario sin identidad. Tal esquema narrativo, particularmente eficiente, permite explicar por sí mismo que esta obra maestra haya permanecido tenazmente anónima a pesar de los repetidos desvelos de los eruditos. El personaje narrador quien, desde el prólogo, reivindica su doble función narradora y actancial, es hijo de sus obras mucho más que de sus padres de quienes no hereda ni el nombre ni siquiera el triste destino. Además, como más tarde lo hará también Teresa de Ávila, escribe su vida a petición de un poderoso comanditario a quien la dedica:
Suplico a Vuestra Merced reciba el pobre servicio de mano de quien lo hiciera más rico si su poder y deseo se conformaran. Y pues Vuestra Merced escribe se le escriba y relate el caso muy por extenso, parescióme no tomalle por el medio, sino del principio, porque se tenga entera noticia de mi persona, y también porque consideren los que heredaron nobles estados cuán poco se les debe, pues Fortuna fue con ellos parcial, y cuánto más hicieron los que, siéndoles contraria, con fuerza y maña remando salieron a buen puerto.(8)

Tenemos pues, admirablemente descrita en este Prólogo, la totalidad del destino de un texto: sujeto A, proceso de producción, sujeto Ù. El sujeto A viene dotado de un sólido núcleo compuesto de una triple instancia: autor / narrador / personaje, apoyada en la autoridad de un comanditario, anónimo, como Dios manda, ya que todo comanditario remite, en última instancia, a Dios. ¿Qué añadiría a esto un nombre de autor?

Sujeto Ù

¿Por qué nos inquieta que el mapa esté incluído en el mapa y las mil y una noches en el libro de Las Mil y una noches? Que don Quijote sea lector del Quijote y Hamlet espectador de Hamlet? Creo haber encontrado la causa: tales inversiones sugieren que si los personajes de una ficción pueden ser lectores o espectadores, nosotros, sus lectores o espectadores, podemos ser personajes fictivos. En 1833 Carlyle apuntó que la historia universal es un libro sagrado, infinito, que todos los hombres escriben y leen e intentan comprender, y donde, también, son escritos.(9)
(Borges, 1952)

La forma primera del sujeto Ù es el desdoblamiento del sujeto A. Durante el proceso de producción, el sujeto A se desdobla en un sujeto observador del texto que está elaborando. En el caso del diario íntimo, esta forma primera es también la única, ya que, por definición, este texto no tendrá más lector que su propio autor. Aparte de este tipo de excepción, el texto está destinado a un receptor que, para un texto literario, no es determinado. O sea que cualquier sujeto puede tomar la función Ù sin que el productor del texto intervenga. El texto es portador de una función Ù que puede ser asumida por cualquier sujeto observador.
Es de subrayar que tal situación de comunicación es muy particular y radicalmente diferente de la situación de communicación corriente, la de la conversación, por ejemplo. En ésta, el locutor produce un mensaje destinado a un alocutario bien preciso. Este mensaje está fuertemente determinado por su destinatario: uno no se dirige de la misma manera a un niño, a un amigo íntimo, a un desconocido. Además, el mensaje debe, normalmente, poder ser descodificado fácilmente y sin equívoco por su destinatario. Nada semejante en el caso de un texto literario. El destinatario es múltiple e indeterminado, total o parcialmente. Claro está que hay textos literarios que han sido escritos para un público más o menos determinado: la literatura para niños, el teatro libertario, la novela rosa. Sin embargo, se trata de un sector más o menos amplio de la sociedad, en nigún caso se trata de sujetos precisos. Podemos decir pues que el sujeto Ù viene postulado por el texto, inscrito en él en tanto que función y no en tanto que sujeto.
El semiotopo del texto incluye una función Ù que cada sujeto Ù efectivo asumirá a su manera, según las características de su idiotopo, y según las circunstancias y el contexto de su lectura. Las modalidades de inscripción de esta función Ù son específicas de cada género literario, han sido particularmente estudiadas en la narración bajo el concepto de narratario y otas variantes del Lector in fabula.
Por ahora digamos esto: un texto postula su destinatario como condición sine qua non de su propia capacidad comunicativa concreta, pero también de su propia potencialidad de significación. En otros términos, un texto es emitido para alguien capaz de actualizarlo -aun cuando no se espere (o no se quiera) que ese alguien exista concretamente o empíricamente.(10)

Durante la elaboración de la obra, hay un doble diálogo: el diálogo entre ese texto y todos los textos escritos antes (sólo se escriben libros sobre otros libros o en torno a otros libros), y el diálogo entre el autor y su lector modelo. Teoricé esto en obras como Lector in fabula o antes en La obra abierta, y no he sido yo el inventor.
Puede ser que el autor escriba pensando en cierto público empírico, como lo hacían los fundadores de la novela moderna, Richardson, Fielding o Defoe, que escribían para los mercaderes y sus mujeres; pero Joyce también escribe para un público cuando piensa en un lector ideal afectado por un insomnio ideal. En ambos casos, que uno crea dirigirse a un público que está ahí, delante de la puerta, o que uno se proponga escribir para un lector por venir, escribir es construir, a través del texto, su propio modelo de lector.(11)
(Eco, 1985, p.55-56)

Lo que me parece importante subrayar, es el papel activo y creador del sujeto Ù. Éste, implicado en el proceso de descodificación / interpretación que supone toda lectura, tiene a cargo una operación muy delicada, una verdadera alquimia mental que permite el advenimiento definitivo del texto. Esta operación, a la vez eminentemente individual y eminentemente social, como todo acto de lenguaje, es única aunque puede ser repetida indefinidamente por una infinidad de sujetos. El texto que adviene en esta operación es único, nunca será idéntico a sí mismo, por muchas lecturas que pueda sucitar.

Las teorías textuales en causa dejan siempre suponer que la comunicación ha de ser comprendida como una relación a dirección única del texto al lector. Sin embargo, la lectura es interacción dinámica entre el texto y el lector. Porque los signos lingüísticos del texto y sus combinaciones no pueden asumir su función sino provocan actos que permiten la transposición del texto en la conciencia del lector. Esto significa que ciertos actos provocados por el texto escapan a un control interno del texto. Tal hiato funda la creatividad de la recepción.12
Al revés de lo que nuestros hábitos mentales nos dejan imaginar, el lector no es un receptor pasivo relegado en el callejón sin salida de una cadena de comunicación de dirección única. Es un sujeto observador activo que permite el advenimiento del texto en un acto eminentemente complejo y creador. No se trata de decir que el autor y el texto no existen, y que sólo existen las diferentes lecturas: toda teoría que confiere a uno de los tres polos de la comunicación textual un estatuto preeminente será forzosamente desequilibrada. Se trata de reconocer a cada uno de estos componentes un estatuto, una función, un funcionamiento, y de analizar sus interacciones.

El sujeto observador actúa sobre el texto que descifra, construye e interpreta realizando una parte de sus virtualidades y potencialidades, y, al hacerlo, actúa sobre el sujeto A modificándolo de diversas maneras. El lector no representa la totalidad del sujeto Ù, sólo es su « núcleo duro » al cual vienen a agregarse múltiples elementos: otras lecturas, interpretaciones, ilustraciones, adaptaciones que conoce más o menos, y que van a influir en su lectura. Uno se imagina a Simbad el Marino a través de ilustraciones o películas conocidas; cuando uno lee tal episodio del Quijote le vienen a la memoria los grabados de Gustave Doré; las estancias del Cid evocan la voz de Gérard Philippe; y ¿cómo leer Edipo Rey prescindiendo de su fortuna psicoanalítica? Cuanto más duran los textos, más crece el sujeto Ù: aun cuando un lector no conozca toda la bibliografía acerca de La Divina Comedia, todos los cuadros, los grabados, las adaptaciones que ha sucitado, es evidente que no leerá ese texto con una mirada « inocente ». Incluso se puede observar un fenómeno paradójico, pero frecuente, y es que la lectura del texto se elude a menudo a favor de un conocimiento indirecto a través de diferentes efectos de la recepción de una obra famosa.

Si se trata de la lectura de un texto desconocido y reciente, el sujeto Ù va a ser más escueto, sin embargo no la leerá con los ojos de un recién nacido. Efectivamente, todo lector tiene experiencias de lecturas anteriores, tiene en su idiotopo un conjunto más o menos rico de conocimientos y de hábitos conscientes e inconscientes que van a modelar su lectura de un texto desconocido. El proceso de lectura implica no sólo el reconocimiento de signos lingüísticos, sino también el reconocimiento de otros componentes semiológicos más complejos, por comparación con otros textos ya leídos. Si el nuevo texto se parece a otros ya leídos, su comprensión será facilitada, su reconocimiento e integración rápidos. Si es muy diferente, aparecerá « original », sorprendente, desestabilizador para el lector; su reconocimiento y su interpretación serán más árduos y requerirán más esfuerzo de adaptación por parte del lector. Según las particularidades del idiotopo del sujeto Ù y las circunstancias de la lectura, el lector podrá sentir esta situación como estimulante y eufórica, o bien como molesta y disfórica. En el primer caso, el potencial del idiotopo del sujeto Ù va a enriquecerse y permitirle nuevos descubrimientos; en el segundo caso habrá rechazo y estagnación del idiotopo del sujeto Ù. Las fases de aprendizaje deben, normalmente, predisponer al sujeto a volverse receptivo a las novedades y capaz de enriquecer progresivamente su potencial de reconocimiento e integración. Sin embargo, es evidente que la energía que hay que invertir para reconocer e integrar un texto diferente de los ya leídos, es muy superior a la que se necesita para interpretar algo conocido, por eso las escrituras nuevas, originales, o sea diferentes de la mayoría de los textos publicados, tienen muchas dificultades para encontrar un público. Lo mismo pasa, como se sabe, para la música o la pintura.
Semiotopo del texto

La pulsión de comunicar que postulamos en el origen del texto va a tomar cuerpo en una lengua, en una serie de articulaciones sintácticas, fónicas, gráficas, retóricas, en un género literario, o sea en una configuración semiológica sumamente compleja que llamaremos semiotopo. Esta noción viene a ser el equivalente de lo que es el biotopo para un organismo vivo.
El semiotopo es el lugar nodal de la circulación del sentido, el lugar de encuentro de los dos sujetos del texto. El sujeto A, en tanto que productor del texto, da forma al semiotopo ; el sujeto Ω, en tanto que observador, descodifica e interpreta los diversos elementos del semiotopo. Ambos desempeñan una actividad creadora en el sistema de comunicación textual.
El semiotopo es fundamentalmente linguístico, por eso hereda la complejidad, la polisemia, la indeterminación de la lengua. Evidentemente, el semiotopo del texto es primero producto del idiotopo del sujeto A, sin embargo esto no significa, cabe subrayarlo, que el sujeto A domina totalmente el semiotopo del texto que produce. Es necesario no olvidar dos factores muy importantes : por una parte la dimensión inconsciente del idiotopo A, y por otra parte la indeterminación de los códigos utilizados (lengua, retórica, etc.) que los constituye en sistemas auto-organizadores, o sea creadores de significaciones nuevas e imprevistas. Ya sabemos que no siempre decimos exactamente y únicamente lo que hemos querido decir : es obvio en las frases banales de la vida cotidiana, y mucho más todavía en un texto complejo. Por otra parte, las lenguas naturales que usamos son infinitamente más sabias y creadoras que cualquier sujeto que las utiliza.
Además de su base propiamente linguística, el semiotopo del texto incluye asimismo campos anexos : las series literarias con las cuales el texto está relacionado, el campo histórico-cultural dentro del cual viene incluído, por ejemplo. Este campo histórico-cultural no ha de ser confundido con su homólogo del idiotopo Ω. Efectivamente, el semiotopo del texto incluye por lo menos dos tipos de campos histórico-culturales : por una parte el contexto dentro de cual se produce el texto, y por otra parte el campo histórico-cultural al que se refiere el texto.

El primer tipo de campo histórico-cultural no viene, generalmente, explicitado, lo conoce el productor del texto, aunque éste tampoco lo conoce exhaustivamente. El lector crítico lo tiene que reconstituir a posteriori, con todas las dificultades, las incertidumbres y los errores de interpretación que esto puede acarrear, sobre todo con un texto cronológicamente o espacialmente lejano.
El segundo tipo de campo histórico-cultural, el de referencia, viene explicitado : se trata del cronotopo o marco espacio-temporal en el cual se desarrolla la historia narrada en una novela o una obra teatral, por ejemplo. Es más sencillo reconstruirlo, sin embargo no es obvio interpretarlo. Siempre tiene una relación con el primero, ya sea una relación de analogía (la historia narrada se sitúa en un marco que refleja las circunstancias de producción del texto : novela autobiográfica o testimonial, por ejemplo) ; ya sea en una relación de distorsión más o menos acusada (novela histórica, novela de ciencia ficción). En ambos casos, conviene no olvidar que el contexto de producción va a influir inevitablemente en el texto, en general, y en el contexto representado, en particular : así, la representación de la vida de un pueblo en la Edad Media por un escritor del siglo XX tendrá que ser interpretada con relación al contexto de producción (siglo XX), y no sólo con relación al contexto representado (Edad Media).

El semiotopo del texto incluye asimismo todo lo que se refiere al canal de transmisión, desde el acto material de la escritura hasta el producto terminado. Es verdad que prestamos poca atención a esos aspectos del texto, salvo si se trata de un valioso manuscrito, de una edición única o de una inscripción grabada en el mármol. Estamos tan marcados por la cultura Gutembergo-IBM, que nos olvidamos de que algunos textos nunca fueron destinados a ser reproducidos, y que, por consiguiente, el reproducirlos modifica su naturaleza. Esto nos lleva a considerar que cada una de las formas materiales que toma sucesivamente un texto modifica su semiotopo y constituye pues, hablando con propiedad, un texto diferente.

El semiotopo del texto no es, como acabamos de verlo, únicamente tributario del sujeto productor. En particular, todas las modificaciones posteriores a la producción del manuscrito por el escritor (forma más corriente de producción de textos), ya sea este manuscrito un pergamino, un cuaderno escolar o un microdisco, corren a cargo de otros sujetos, que son también sujetos A ya que intervienen en el proceso de producción. Incluso sin hablar de las sustanciales modificaciones que pueden introducir otros sujetos A (el editor de un manuscrito, por ejemplo), podemos decir que el sujeto productor de un texto siempre es un sujeto plural.

Es obvio que cuanto más dura un texto, más modificaciones sufre su semiotopo : es el caso de las obras maestras de la literatura que han podido conocer múltiples copias, ediciones, ediciones críticas con introducción y notas explicativas, comentarios y análisis, ediciones expurgadas o modernizadas, ilustraciones, traducciones y adaptaciones. Así vemos hasta qué punto el semiotopo de un testo es un sistema abierto, en movimiento, lleno de virtualidades que el sujeto productor no pudo sospechar.

El potencial de significación del semiotopo de un texto es muy superior a las capacidades interpretativas de cualquier lector real. El semiotopo es un campo de virtualidades y cada una de las lecturas realiza, actualiza una parte de esas virtualidades, y sólo una parte, en función del idiotopo del sujeto observador y del contexto del proceso de observación.

La necesidad heurística de un análisis de los componentes es indiscutible ; sin embargo no hay que olvidar que cada vez que éste predomina, el lugar virtual de la obra desaparece. La decomposición de la obra en sus partes constitutivas y el análisis de éstas consideradas aisladamente no plantearía ningún problema si la relación entre texto y lector siguiera exactamente el modelo de la teoría de la información a propósito de la relación entre emisor y destinatario. Esto supondría un código común, rigurosamente definido en su contenido, garantizando la recepción del mensaje, ya que en este proceso la comunicación circula en sentido único del emisor hacia el destinatario. Pero en el caso de una obra literaria, se trata de una interacción : el lector « recibe » el sentido del contenido determinado, éste se forma mientras se constituye el sentido. Si admitimos que es así, tenemos que considerar que las condiciones fundamentales de tal interacción residen en las estructuras del texto. Éstas son de índole particular. A pesar de que estas estructuras pertenecen al texto, no asumen su función en el texto, sino en la sensibilidad del lector.13

(Iser, 1997, 49-50)

El semiotopo del texto tiene características que podemos creer fijas y estables porque proceden del sujeto A. Tenemos el hábito de considerar que un texto, una vez escrito y publicado, es inmutable per saecula saeculorum. Tal creencia supone que un texto sea un sistema cerrado sobre sí mismo, pero no es así, el texto es un sistema complejo abierto. Lo que significa que es auto-organizador (creador de significaciones nuevas e imprevistas), y que está en conexión con otros sistemas complejos abiertos (en particular con el sujeto receptor). Inevitablemente, el sujeto Ω, que tiene vocación para descodificar e interpretar el semiotopo del texto, va a modificarlo durante el proceso de observación. Primero porque el sujeto Ω va a realizar sólo una parte del campo de virtualidades del semiotopo del texto: cada lector realizará su semiotopo, que será diferente del semiotopo de otro lector. El mismo lector, en una segunda lectura, realizará un semiotopo diferente del que realizó en su primera lectura. El contexto del proceso de observación también modifica la realización o actualización del semiotopo.
En el caso de un texto que es objeto de múltiples lecturas y sobre todo de comentarios, críticas, estudios, traducciones, adaptaciones, etc., el semiotopo de este texto va a conocer un incremento y un enriquecimiento de su campo de virtualidades gracias a tantas interpretaciones : es el destino de las obras que forman parte de los patrimonios culturales nacionales o universales.

jueves, 24 de abril de 2008

PRESENTACIÓN DE PALABRAS ESCRITAS Nº 5

La revista-libro "Palabras Escritas" Nº 5 será presentada el día sábado 3 de mayo de 2008 a las 17 horas en el salón del stand de Brasil de la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires con la presencia de los escritores Alejandro Maciel, Carolina Orlando y la editora Vidalia Sánchez, de Servilibro, Paraguay.
Este número 5 está dedicado a la obra del narrador mexicano Juan Rulfo.
La publicación puede adquirirse via Internet escribiendo a:
http://tienda.escribirte.com.ar/
Envían a todo el mundo y el costo de cada ejemplar, bueno para coleccionar en bibliotecas de institutos, colegios, universidades de la Región ya que suma obra creativa de poetas, narradores/as y obra crítica de prestigiosos/as académicos de España, Brasil, Francia, Canadá, Argentina, Chile.


a. maciel, 24.4.08

domingo, 30 de marzo de 2008

Novedades: apareció libro de Pedro Martínez Corada

Nunca llueve sobre el Sáhara__________________
Reseña del libro, por Guillermo Ortiz López


Es extraño que el primer libro en solitario de un autor resulte más bien una antología, una mezcla de estilos pasados y presentes, con apuntes de futuro. En Nunca llueve sobre el Sáhara, Pedro Martínez no muestra las manos titubeantes propias de un escritor novel. Precisamente, porque no es un escritor novel.

Aunque su dedicación a la escritura fuera tardía, hablamos de un hombre que leyó de joven todo lo que había que leer y que ya lleva años y años publicando en prestigiosas revistas de Internet de todo el mundo. El libro se podría resumir perfectamente en una frase de su relato A un dios suicida: «(…) La sangre, el semen, la saliva, el orín, son el verdadero espejo del alma».

Nunca llueve sobre el Sáhara está lleno de sangre, semen, saliva y orín. No al estilo Bukovsky o Burroughs, desde luego. Pero sus personajes se arrastran por las simas de las montañas, por los riscos, por las tragedias, por las calles de un Madrid de postguerra que huele a lentejas y entresijos. A verbena. Sus personajes están solos, con su alma y su cuerpo y su dolor. Es un libro lleno de dolor y nostalgia. De tristeza. Y es que la literatura no tiene por qué ser triste necesariamente, pero casi siempre el que escribe es un nostálgico, y con la nostalgia hay que tener un cuidado increíble. Escribir, a menudo, es volver a vivir aquello que nos hizo felices, o infelices, aquello que nos hizo sentir algo, en cualquier caso. Recordar los sentimientos y ponerlos sobre el papel no es fácil. Es doloroso, aunque catártico: uno deja de ser su propio cementerio y encuentra una tumba más accesible. Una urna donde esparcir las cenizas y guardarlas en la estantería.

En este libro de Pedro Martínez tenemos de todo, porque Pedro se atreve con todos los géneros. Tenemos costumbrismo, por supuesto. Costumbrismo madrileño. Pedro se maneja con maestría en el costumbrismo pícaro madrileño. Pero no sólo eso: tenemos recuerdos de la Guerra Civil, fábulas de la Asturias profunda, personajes solitarios y enloquecidos, inmigrantes que cogen el tren equivocado… Música de Triana que acompaña un viaje a Alemania rodeado de españolos.

Es un libro que va de menos a más, en mi opinión. Un libro que empieza con un niño en los años ‘40 y que acaba con un abuelo moribundo en la era de Internet. Un libro que gana en soltura en los últimos relatos, como si Pedro hubiera decidido olvidarse un poco del estilo y se hubiera dejado llevar. El lector no puede sino emocionarse con sus triángulos amorosos, su reflejo de la injusticia, la entrañable pareja de viejos que anuncia una nostalgia futura —esto sí que es increíble— de Jugando con Alicia… probablemente uno de los tres mejores cuentos de la colección junto a Todos eran iguales, menos uno y Disparos en un parquin.

Pareciera que las teclas se sueltan y las ideas se confunden libremente, con personajes psicópatas, agresivos, situaciones improbables… Una ruptura, una evolución con respecto a la distancia y la sobriedad de estilo que destaca en los primeros relatos.

Por supuesto, hay compromiso social y político. Sería absurdo que un libro de Pedro, que ha dedicado su vida al compromiso social y político, no recordara ciertas realidades históricas. Guardias civiles y retratos de Franco. Maquis que vuelven a España con chocolate inglés en la maleta. Estraperlistas, bingueros… una serie de perdedores cuyo único delito fue nacer en el momento equivocado, en el país equivocado.

Pero Pedro no es un moralista. Pedro dibuja esa realidad a retazos, de manera que la tristeza, la injusticia, el dolor… están ahí, pero no obliga al lector a bebérselos como aceite de ricino para purgar sus culpas. No, simplemente, lo pone ante sus ojos, para el que lo reconozca.

Nunca llueve sobre el Sáhara es la primera obra de un autor consolidado. Sé que parece una contradicción, pero no lo es. En sus 144 páginas, Pedro Martínez nos regala partes del escritor que ha sido y sobre todo nos anuncia el que va a ser. Conviene prestar mucha atención, no vayamos a perdernos algo.

____________________Nunca llueve sobre el Sáhara
Ed. Mandala & LápizCero (Madrid, 2008)
ISBN 978-84-935712-8-3

Web de Pedro M. Martínez: www.martinezcorada.es
Para adquirir Nunca llueve sobre el Sáhara (en La Casa del Libro):
http://www.casadellibro.com/fichas/fichabiblio/0,,2900001241431,00.html?codigo=2900001241431&nombre=NUNCA%20LLUEVE%20SOBRE%20EL%20SAHARA

viernes, 21 de marzo de 2008

PALABRAS ESCRITAS Nº 5 EN LA FERIA INTERNACIONAL DEL LIBRO DE BUENOS AIRES 2008


El Nº 5 de la revista PALABRAS ESCRITAS, dedicado a la obra del gran escritor mejicano Juan Rulfo será presentado en el marco de la Feria Internacional del Libro del autor al lector de Buenos Aires, en el salón del stand de la Embajada de Brasil el día 3 de mayo de 2008 a las 17 horas.
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Presentarán la Revista, que edita Servilibro de Paraguay, los escritores Alejandro Maciel y Carolina Orlando.
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"Palabras Escritas" apuesta a un diálogo cultural entre Hispanoamérica y Brasil. En este número dedicado a Juan Rulfo se publica un profundo estudio de la narratología del autor mejicano a cargo de la catedrática de La Sorbona, Milagros Ezquerro con un análisis del cuento "Macario" de El llano en llamas. Además artículos y notas de catedráticos de Valencia, Madrid, Florianópolis, Ottawa. Además, Teódulo López Meléndez de Venezuela ha realizado una excelente antología de Pessoa. Las ilustraciones de tapa y de las páginas son de Miguel Pencieri, la serie de dibujos: "El Méjico de Juan Rulfo".
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.Están invitados.

martes, 22 de enero de 2008

REVISTA PALABRAS ESCRITAS Nº 3 cuarta parte

Dibujo de Miguel Pencieri para la serie "El Méjico de Juan Rulfo"
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REVISTA

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PALABRAS ESCRITAS Nº 3

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un diálogo entre Brasil e Hispanoamérica

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Nº 3 -cuarta parte-

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Ilustraciones: Miguel Pencieri

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Publica: Servilibro, Asunción, Paraguay

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Editora responsable: Vidalia Sánchez

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25 de Mayo esquina Méjico, Asunción, Paraguay

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Telefono/Fax: (595-21) 444-770

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Redacción: Luis Hernáez, Amanda Pedrozo, Alejandro Maciel

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Bmé. Mitre 3712 (1201) Buenos Aires, Argentina

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Tele/Fax: (011) 4981-1791

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Carta para mis tres tías

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Marta Ortiz, (Rosario, Santa Fe)

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(Cuento que integra la colección El vuelo de la noche)

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Nunca tuve una madre. Supongo que una madre
es alguien a quien acudes cuando estás preocupada.

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Emily Dickinson

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Querida tía Margarita:


No desearía iniciar esta carta con una fórmula convencional. Pero tampoco puedo no decirte que me gustaría que te encuentres bien y al mismo tiempo contarte que yo estoy tranquila y que me siento espléndida, aunque eso signifique usar una frase convencional.


Te preguntarás por qué te escribo cuando han pasado tantos años. Yo también me lo pregunté. Y descubrí que me impulsaba el afecto que me hiciste sentir en aquellas esporádicas escapadas mías a tu departamento de la calle Esmeralda. Cuando viajaba seguido a la capital, cuando hice mi post-grado. ¿Te acordás?
Es imposible olvidar, por ejemplo, tus exquisitas ensaladas de escarola con mucha sal y un limón entero exprimido. Tal vez te parezca inverosímil que yo mencione semejante banalidad. Pero intentá hacer memoria y no te va a resultar difícil recordar que en ese tiempo me encantaban las ensaladas, que hubiera sido feliz cultivando una huerta sólo para mí. Que las prepararas a mi gusto ya significaba una prueba de amor. Por supuesto y entre nosotras, en este punto cabe tener presente que mi madre nunca supo interpretar mis inclinaciones en general y mucho menos mis preferencias en el ámbito de la gastronomía.


Nobleza obliga, tía Marga, no creas que sólo soy capaz de recordar tu ensalada de escarola. También pienso en el café después de cenar con una oblea bañada en chocolate, en esa sobremesa jugosa donde contábamos todo lo sucedido en el día y en la cama blanda, con sábanas impecables que me habías destinado desde el primer día. En una palabra, tu interés por mí siempre se evidenció en los aspectos culinarios y formales, lo que me hacía sentir atendida y homenajeada como nunca lo había sido en mi propia casa. Confieso que más de una vez sentí oleadas de envidia por la suerte que tenían mis primos Máximo y Federico. A ellos sí que no les faltaba nada. ¿Y el jazmín que pusiste en un florero de opalina azul en mi mesa de luz? Aunque no lo creas, más de una vez repetí ese gesto entrañable con mi hija Juliana, quién me lo agradeció siempre con la sonrisa tierna y cómplice de quien se sabe tiernamente amada y protegida.


Dora se detuvo. Se sintió tranquila, satisfecha. Después de una prolija relectura decidió interrumpir la carta. No había razón para apurar el final. La terminaría junto con las otras dos. Lo que ahora importaba era darles comienzo: una para Águeda y otra para Blanca.
Miró el reloj: las nueve y media de la noche. Tiempo fresco y seco, tal como había escuchado esa mañana en la radio. Se distrajo un momento regando un helecho plumoso que tenía la tierra reseca y tomó un vaso de agua antes de sentarse a escribir la segunda carta.

Querida tía Águeda:


Hace tiempo que no tengo noticias tuyas. Presumo que estás bien. Casi diría que estoy segura. Sabés que únicamente puedo pensarte saludable y feliz.
¿Cómo podría prescindir de tus nervios a flor de piel, un poco alterados, o de tus vacilaciones permanentes? Siempre sintiéndote un poco culpable, o mejor dicho, responsable de casi todo. Bueno, esa es la leyenda que te precede. De todos modos a mí siempre me tuvo sin cuidado tu estilo romántico e idealista. Lo que sí me importó, y mucho, fue que a pesar de vivir inmersa en tus pensamientos inestables y fragmentados, siempre tuviste tiempo para compartir mi vida y para elegir “los regalos exóticos para Dorita”, como solías llamarlos. Así fue como a los seis años recibí un sahumerio hindú que llenó mi cuarto de rosas perfumadas, a los ocho mi primer libro de refranes y reflexiones imprescindibles para la vida, según tus indicaciones, y a los diez aquél misterioso palo de lluvia que se instaló en mis días con eso, con el sonido de una lluvia que no parecía la de siempre, sino otra. La que caía mansa y a la vez abundante crepitando sobre un patio de ladrillos que yo inventaba sin esfuerzo. Y ni hablar de la colección de muñecas de porcelana china para Dora cuando enfermaba, cuando estaba triste o cuando algo andaba mal en la escuela.


En mis más antiguos recuerdos también están los célebres “higaditos de Aguedita”. Así los llamabas y me los hiciste comer cuando me faltó hierro en la sangre. ¿Te hago sonreír?


¿Cómo no agendar en el corazón tanta calidez y afecto, sobre todo si partimos de la base de que mi madre nunca estuvo presente a la hora de las lágrimas ni a la de agrandar las orejas para escucharme?
Una vez más, tal como lo había hecho con la carta para Marga, la releyó, consideró que era apropiada y que había llegado el momento de dejarla inconclusa.
Era casi medianoche. Se vio reflejada en el espejo del baño: dos ojeras violáceas rodeaban el párpado inferior ligeramente hinchado por las lágrimas. Se desperezó, bebió un café bien cargado y se armó de coraje para seguir. Lo único que contaba ahora, era escribirle a la tercera tía.

Querida tía Blanca:


Espero que recibas esta carta en un buen momento y que puedas leerla tranquila, sin que sea necesario interrumpir tus innumerables ocupaciones. Y no digo esto para molestarte, ya sabés lo mucho que te quiero, pero las dos entendemos que tu vida transcurre de reunión en reunión y que ya te ocupa demasiado tiempo ser la directora del planetario municipal de Villa Ernestina como para que también puedas relajarte y descifrar mis jeroglíficos manuscritos.


Siempre fue un poco difícil acercarme a vos. Me parecías distante, como si hubieras vivido en otro mundo. Con el tiempo llegaría a comprender que era realmente “otro mundo” o mejor dicho “otros mundos”, los que se llevaban toda tu atención. La astronomía y la física te dieron un sello diferente al de mis otras dos tías, Marga y Aguedita.


La más intelectual, dice Ricardo. La que lleva una vida más independiente, digo yo. Más espacio privado, bah, todo lo que una mujer puede y debe tener para vivir con cierta dignidad, sobre todo en los tiempos que corren, tan competitivos.
Ya no te siento indiferente ni distante, aprendí que siempre estuviste alerta para detectar cualquier urgencia económica que yo pudiera tener. Siempre me regalaste dinero. Y me sirvió. Ahorraba durante todo el mes y después me compraba lo que quería o lo que necesitaba. ¿Te acordás del globo terráqueo iluminado que compré cuando un día empezó a interesarme la geografía? Te lo debo a vos. Y también te debo mi fascinación por todos los cuerpos celestes, ya que ese mismo día me hablaste de galaxias doradas en un espacio sin límites, de mares azules, de océanos casi negros, de tierras ignotas y de caracolas gigantes en las costas de África. Fuiste quien se ocupó de abrir mi fantasía, mi imaginación, mi inagotable necesidad de conocer.


¡Claro, qué podía saber yo de todo aquello si mi madre nunca me habló de nada tan hermoso! Tía Blanquita, a veces creo que en realidad, nunca me habló. Lo bueno es que Dios aprieta pero no ahorca: las tuve a ustedes tres.
Dora soltó la lapicera y se tapó la cara con las manos. Estaba terriblemente cansada. Había llegado al punto casi final de las tres cartas. Sólo faltaba un párrafo. O dos, eso no importaba. Lo que importaba era darles un cierre. Había que escribirlo en un tono impersonal y serviría por igual para todas. El verdadero punto final, el broche de oro. ¿De las cartas o de su pasado? Era una buena pregunta.


Se detuvo a observar las facciones pálidas y demasiado relajadas de María Luisa. ¿Se habría dormido finalmente y para siempre?
Volvió a pensar el texto final. Lo escribió, lo borroneó, lo estrujó y lo tiró más de una vez al cesto hasta que por fin supo que había logrado la versión definitiva. Algo extensa, pero adecuada.

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El último fragmento de la carta decía lo siguiente:


Agrego una noticia importante. O depende de cómo se la mire. Tal vez para vos, tía, represente una conmoción, y es posible que también yo, aunque no me dé cuenta todavía, esté sufriendo un estado de shock bajo una aparente superficie de tranquilidad: mamá, María Luisa, tu hermana o como quieras llamarla, murió hoy a las tres de la tarde, culminando así una tortuosa y larguísima agonía. Me siento en condiciones de corroborar que ha vivido miserablemente unida a sí misma, cordón de su propia placenta, centro y eje de todas sus preocupaciones. Perdón si la letra sale corrida, no puedo contener las lágrimas.
Aunque este final era predecible y a veces llegué a pensar que lo pasaría de largo y no me conmovería, decidí mantenerte informada. Te quiero demasiado como para dejarte en ascuas, compartiendo la inocencia del que nada sabe.
Minutos después del deceso y no sin antes derramar sobre ella largas lágrimas y reproches, inauguré un raro descanso sin la rutina de los medicamentos cada tantas horas, ni de cuidarla en la degradada etapa de despojo humano sin precedentes a la que fue sometida por la enfermedad. La peiné, le puse su mejor vestido, y la dejé descansar en paz, al fin y al cabo era lo único que ella sabía hacer a la perfección.


Una vez acabada tan piadosa tarea, comencé a escribir esta carta, mientras espero la llegada de un nuevo amanecer y del servicio fúnebre que acabo de solicitar. Estoy aquí, en el escritorio de la casa de mamá, el lugar que siempre me pareció más acogedor. Pensé que cuando una quiere contar que algo desastroso y tan difícil de soportar ha sucedido, y que ya no se puede volver atrás ni cambiar nada, una le escribe a su tía. Porque yo aprendí desde muy chica que si con algo seguro se puede contar es con el eco en el corazón de una tía. Y por eso, nada más que por eso, te escribí esta carta, Marga, Aguedita, Blanca.
P.D.: El entierro tendrá lugar por la mañana del nuevo día que ya amanece, muy a mi pesar, cuarteado de nubarrones oscuros. En el cementerio de las Ánimas, en el panteón familiar. Como ella quería.


Te abraza: Dora.

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STROESSNER NOVELADO

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José Vicente Peiró Barco

Universidad Jaume Castelón, Valencia.

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Sin duda, la novela paraguaya de dictadores está marcada por la relevancia de una obra tan elaborada y compleja como Yo el Supremo de Augusto Roa Bastos. Ha sido frecuente la novela histórica dedicada a sus figuras históricas en el país guaraní, ya para darles un trato favorable, ya desfavorable, ya aséptico. Sin embargo, la novela de Stroessner no ha sido suficientemente analizada por la crítica por distintos motivos inherentes tanto a la creación como a la publicación, y que merecerían una atención peculiar.


Aunque el universo de la dictadura stronista está presente en varias novelas paraguayas publicadas antes de su caída, como La isla sin mar (1987) de Juan Bautista Rivarola Matto, las creaciones de Santiago Dimas Aranda, sobre todo La pesadilla (1980), Los ensayos (1982) de Jesús Ruiz Nestosa, o La sangre y el río (1984) de Ovidio Benítez Pereira, es cierto que las aproximaciones a los motivos personales del dictador suelen ser aislados, y suelen mostrar expresamente universos ambientales y situaciones concretas de violencia, de represión o de lucha más que analizar las personalidad del dictador o del mundo desarrollado desde su efigie. También en ocasiones la dictadura era el bastión de la represión a la mujer, como en el caso de Los nudos del silencio (1988) de Renée Ferrer, novela que cuestiona las situaciones generadas por la brutalidad machista o su mentalidad con mucha profundidad sin penetrar en la figura del Tiranosaurio
[1]. Era lógico evitar la presencia del dictador puesto que el personalismo de la dictadura no hubiera permitido alusiones directas a la figura glorificada y mitificada del heredero de los próceres del país. Sin embargo, cualquier lector con una competencia media entiende que en el fondo de estas novelas planea la presencia del dictador y la explícita denuncia sociopolítica porque la dictadura se personificó con un nombre y apellidos pero en realidad era un engranaje y una superestructura sobredimensionada que favoreció la corrupción y las prácticas abusivas.

Después de la caída del dictador Stroessner en 1989 se abre el mundo del libro a la expresión de ideas. El libro es un objeto de expresión de libertad y por ello no tiene mucho sentido denunciar la dictadura fenecida con la ficcionalización porque se puede escribir prosa de denuncia sin miedo a la represión. Es cuando destaca la narración best-selleresca de Santiago Trías Coll, representada fundamentalmente por las dos partes de Gustavo presidente (1990 y 1993) que abrieron el camino de la ficción política. Pero subsiste el miedo a la dictadura y, sobre todo, al retorno a ella y a la amenaza totalitaria casi siempre nacida desde algunos estamentos militares y eso impide que se escriba una parte importante de novelas que permanecían sobre todo en la cabeza de los autores. Las obras sobre la tiranía editadas suelen caer en el cripticismo y en la oscuridad como símbolo de la misma, cuando no en el experimentalismo: la mejor manera de representar un universo tan absurdo como el del stronismo es ofreciéndolo como etéreo o con un punto de vista pretendidamente no realista. Los mejores ejemplos son Celda 12 (1991) de Moncho Azuaga e Historia(s) de Babel (1992) de Joaquín Morales.
La aparición de la novela El último vuelo del pájaro campana (1995) de Andrés Colman Gutiérrez supuso un giro en el tratamiento del tema. La narración recogía el ambiente paraguayo de esos años, con la amenaza permanente de la vuelta a la dictadura. El relato partía de la trama de unos delincuentes para reponer a Stroessner en la jefatura del estado. Sin embargo, reflejaba el ambiente de incertidumbre política y social de mediados de los noventa y no pretendía constituirse en un relato sobre la dictadura. Digamos que no era una novela sobre el stronismo, sino sobre el postestronismo.


Fue Augusto Roa Bastos quien mejor penetró en 1993 en el absurdo mundo de la dictadura en El Fiscal, pero hacía responsable –quizá en exceso– al pueblo paraguayo de la presencia dilatada del Tiranosaurio en el poder. Con Madama Sui (1995) el autor reflejaba el autor la unión entre la dictadura y el sexo cortesano para mostrar su cara más horrorosa.
Durante el último lustro del siglo XX y el primero del XXI existen aproximaciones como Tántalo en el trópico (2000) de Nila López, pero Stroessner seguía sin ser tomado como un personaje novelesco, al menos en los términos que había dibujado Roa Bastos en El Fiscal, donde sin ser protagonista de la obra sí que aparecía físicamente en el momento en que Félix Moral se lo encontraba en la recepción oficial en la que presuntamente debía asesinarlo. Stroessner quedaba como una figura éterea, una sombra por encima de los personajes, y una constante abstracta de pavor.


Desde los primeros años del siglo XXI se observa que los escritores no tienen tantos reparos en escribir sobre la dictadura más reciente de la historia paraguaya. ¿Habrían perdido el miedo? ¿Quizá sería por los efectos subliminales y liberadores del marzo paraguayo, cuando el pueblo comenzó a apreciar como lejana la amenaza golpista de Lino Oviedo? Fuere como fuere, una vez pasados los efectos de la batalla defensora de la democracia, se empezó a escribir sobre Stroessner.


El año 2004 fue decisivo en la evolución de la novela del estronismo. Apareció una novela de Jesús Ruiz Nestosa titulada La generación de la paz en la que ponía en entredicho la actitud conformista de una parte importante de la población paraguaya durante la dictadura. En realidad, la novela enfrentaba el pensamiento de unos jóvenes inconformistas con sus padres, unos privilegiados por su proximidad al poder. También se acerca a un denominador común de la novela del estronismo: la afición del dictador a las jóvenes y adolescentes.
Ese mismo año aparece una novela que pasará a la historia por ser la primera donde Stroessner es el protagonista, no un personaje sombrío que circula por la novela: Las memorias de Escorpión de Efraín Enríquez Gamón. Además, está escrita en clave de memorias, con lo que también era el narrador. Enríquez Gamón conoció profundamente, y desde dentro, el régimen de Stroessner, y este aspecto se aprecia en la novela con el detallismo de las situaciones y la profundidad de reflexiones del dictador protagonista. La narración se impregna del espíritu de la indagación para desentrañar la maraña de una época oscura de la que se conocen más anécdotas que fundamentos, a pesar de haberse vivido. La obra se sostiene en el discurso mental del dictador y su desarrollo depende de la linealidad de su memoria.


Y es que Las Memorias de Escorpión es una novela autobiográfica donde se acumulan las reflexiones del dictador; reflexiones sobre el poder y su naturaleza, sobre el papel de los escalafones bajos que sostienen una dictadura, sobre las delaciones, la represión, el empleo de la violencia y el carácter mayestático del ejercicio del poder. Son unas memorias que ficcionalizan el repaso de Stroessner a su propia vida, pero no un repaso lineal, sino fragmentario y ordenado de forma temática. Finalmente, el dictador desaparece y deja en su lugar un escorpión, símbolo de su persona, junto al manuscrito: es una metáfora del destino del tirano por antonomasia. El amanuense, retomando el término de Yo el Supremo (hay otras coincidencias con esta obra, simples coincidencias, eso sí, como la rememoración del pasado como “en el registro de un caleidoscopio”, cita que aparece en la segunda parte, p. 65), que se lo encuentra decide darlo a la luz pública, de ahí que el discurso se plantee en dos niveles: el del endógeno del dictador y el exógeno de quien decide publicar las memorias. Sin embargo, la novela en realidad presenta un discurso único que subraya la existencia de un pensamiento único excluyente durante las dictaduras: el del dictador, porque desde el principio subraya el carácter memorialístico al presentar un yo dispuesto a confesarse con un carácter intimista (como se denomina el primer apartado del libro). Sin embargo este yo manifiesta que el lector no está ante unas memorias, entendidas como relación escrita de acontecimientos biográficos, sino también ante una reflexión sobre el universo funcional de una tiranía fundamentándose en la paraguaya, expresada sin maniqueísmo por medio de la postura ficcional distanciada y una focalización humana. Las memorias de Escorpión son un fresco sociológico del régimen político.


Sin embargo, es curioso que unos días antes del fallecimiento el 16 de agosto de 2006 del dictador expulsado a Brasilia, más bien coincidiendo con el acontecimiento, apareciera una novela que da un giro importante a la percepción literaria de su figura. Se trata de Aldea de penitentes de Pepa Kostianovky
[2], una periodista con una trayectoria literaria esporádica pero bastante importante. En el ámbito de la narrativa publicó en 2005 una delineada novela de inspiración autobiográfica titulada Desde el otoño, donde se mezclan la ternura, la fantasía, el humor y la humanidad.

Y estos son unos rasgos que también se perciben en Aldea de penitentes. Durante su lectura, en ocasiones da la impresión de que estamos reviviendo en el realismo mágico, sobre todo en las escenas con presencia de la tarotista Berta Correa, terrible escrutadora de designios de la rueda de la fortuna que raramente se equivoca y a la que suelen acudir a consultar personalidades del régimen. En otras atendemos a un profunda crítica social, sobre todo del universo de corrupción y latrocinios que una dictadura crea a su alrededor, y la de Stroessner no iba a ser menos, más bien iba a serlo más. Los ingredientes humorísticos se mezclan con los más crueles, como es el caso de las escenas del ultraje de las niñas. Esto demuestra la riqueza de medios expresivos y de situaciones planteadas que la autora domina y sabe utilizar demostrando su excelencia como comunicadora.


Aldea de penitentes se inicia en el momento en que acaba de morir el general Hugo Elizardo Cuenca, un preboste del régimen stronista. Este personaje no es un ser cuya conducta esté individualizada: es un prototipo de la personalidad que ha evolucionado desde el empleo funcionarial hasta la riqueza máxima durante la dictadura y que se ha beneficiado con ella. La novela se inicia y se cierra con el cortejo mortuorio de Elizardo. Con esta circularidad, la autora se permite recurrir al tiempo mítico mezclado con la linealidad de la diégesis y la definición de la muerte como destino de todos los seres humanos, incluido el mismo dictador Stroessner, sobre el que la escrutadora de cartas Berta vaticina que después de su derrocamiento va a penar sus culpas durante muchos años en el infierno de la tierra. Como expresa el narrador omnisciente, Elizardo Cuenca “fagocitó por decenios a la sombra de Alfredo Stroessner, guardándole lealtad pródigamente recompensada” (p. 16). La obra es el retrato del régimen de favores y corruptelas que se cimenta durante la dictadura, como forma de explicar el origen de algunos problemas pendientes de resolución en el Paraguay actual.
La autora mezcla la crónica con la ficción continuamente. En los capítulos XVII y XXIV se explicitan incluso tipográficamente dos episodios históricos ocurridos durante el régimen stronista, con detalles escasamente conocidos. En el capítulo XVII se informa en apenas dos páginas su evolución, con las disputas internas y la manera en que Stroessner fue deshaciéndose de quienes podían obstaculizar su perpetuación en el poder, hasta el ascenso de la oligarquía de ingenieros nacida con la construcción de la central hidroeléctrica de Itaipú, los Enzo Boys que desembocaron en Barones de Itaipú, y cómo a los militares, para callar sus voces disconformes ante esta ascensión civil, fueron compensados con negocios de tráficos diversos y contrabando. El capítulo XXIV describe la “conversión” del médico nazi Joseph Mengele en ciudadano paraguayo gracias a la gestión de los hermanos Argaña, hasta llamarse Carlos Flores Chávez. Historias de cómo la dictadura favoreció la corrupción, el clientelismo, el dinero fácil y la protección de prófugos de la justicia internacionales. Kostianovsky destaca con ello que el stronismo no fue, desde luego, un modelo de perfección moral ni tampoco unos pilares donde se pudiera asentar un Paraguay más próspero en el plano nacional y colectivo.


La riqueza de Cuenca y de los favorecidos del régimen se inicia con la usurpación de propiedades de los terratenientes liberales que acaban en desgracia con la subida al poder de los colorados. Su mujer, Clota Bogado, también organiza sus negocios en forma de suministros de materiales a organismos estatales, pero no llega a triunfar porque hay un aspecto que no está muy bien visto por el régimen: su pertenencia al Opus Dei, lo cual le hará caer en reflexiones y actitudes en ocasiones ridículas porque el rigor religioso suele desembocar en el absurdo. Pero la inmoralidad del régimen no radica solamente en lo patrimonial o lo material. Alfredo Stroessner se inclinaba por las mujeres niñas, ejemplificado en el capítulo del ultraje de Catalina. Los matrimonios tampoco son modélicos: Elizardo Cuenca tiene sus amantes, lo que provoca que tenga que conformar negocios personales a Clota. La inmoralidad es la base de los comportamientos, desde luego.
Estilísticamente, la novela se fundamenta en el párrafo conciso y la estructura del discurso de forma dinámica. Kostianovsky busca un lenguaje equilibrado entre la oralidad de los diálogos y la verbalidad de las frases expositivas. La acción no es tan importante como la percepción que el lector obtenga de las secuencias narrativas, pero sin caer en el doctrinarismo político. El relato no es una arenga contra la dictadura, sino una descripción de sus hábitos, algunos de ellos supervivientes en la vida paraguaya; hábitos que causarán el rechazo del lector que crea en la justicia y en la libertad. Los personajes de la dictadura son suficientemente conocidos. Su recuerdo es una advertencia de tiempos pasados que no deben ni recordarse. La voz de Stroessner está presente en la novela porque estos personajes son una prolongación de sus brazos ejecutores. El general Patricio Colmán no lanzaba a sus presos de los aviones sin que el dictador lo supiera. Pero, además, el relato revela la mixtificación del régimen con una figura del dictador presente en forma de retratos “con marco dorado opaco o brillante” (p. 87) y banderas patrias esparcidas por todos los rincones del país, con una educación inspirada en el catecismo de San Alberto, código de leyes que en realidad no escribió San Alberto, para educar con la premisa de la divinidad del dictador.


La gravedad del discurso dependerá, por todo ello, de la propia situación narrada. Destaca el empleo de la ironía y el humor con frecuencia: “Ñata Legal, cuyo apellido contrastaba de modo pintoresco con su condición, ya que así como Eligia Mora podía preciarse de ser ‘la legal’, Ñata se ufanaba por ser ‘con la que mora” (p. 23). Los diálogos son fluidos y muy ilustrativos. Hay también historias tiernas, como los devaneos amorosos de Berta Correa, personajes de nombres inspirados en seres reales (Alcibíades Delvalle o la propia Berta Correa, que en su nombre refleja realidad, por corresponder al de una amiga, y en su apellido la ficción de la leyenda popular del norte argentino de la “Difunta Correa”, que siguió amamantando después de muerta), que contrarrestan el duro discurso de los ultrajes crueles de la dictadura. En ocasiones, la ironía subraya lo grotesco del régimen, como ocurre en el párrafo sobre la educación de los hijos de Stroessner “como paraguayos”. Contrasta con la historia de Antonia Mereles, feliz en los años de criada con los Cuenca y ultrajada posteriormente al ser elegida con doce años por Stroessner para sus hábitos cortesanos.


Hay un aspecto fundamental en la novela: la crítica al machismo. Pero no sólo a esa preponderancia masculinista ni a los hábitos de desprecio a la mujer, sino también al “matriarcado criollo” tan atribuido generalmente a la esposa paraguaya. Ese “matriarcado” no siempre generará una educación de fomento de la personalidad integral: en el caso de Clota, provocará toda una pedagogía de la represión y de la culpabilidad, pródiga en contradicciones y disciplinas absurdas. Pero la brutalidad de los hombres supera cualquier otro índice de nulidad de la educación recibida; hombres que, sin embargo, como Elizardo, son un “cero a la izquierda” (p. 112), pero que adquieren poder hasta el punto de dar y repartir beneficios, empleos y alegrías. Infidelidades, intrigas palaciegas, apropiaciones económicas y usurpaciones de tierras. Por otro lado, está mal visto socialmente por los dos ámbitos masculino y femenino la dedicación a aficiones como las letras, como en el caso de Alberto, el tercer hijo del matrimonio Cuenca Bogado, porque son “disparates que no sirven para comer” (p. 117), con lo que acaba estudiando Derecho por entrar en algún estudio universitario productivo.
Pero es en realidad el personaje de Berta Correa el que acaba transformándose en el eje central de la novela. A ella acuden a descubrir su futuro y lo acierta. Berta acaba engulliéndose el universo narrativo de los Cuenca Bogado. Sin acabar de convertirse en la verdadera protagonista, es el centro del desarrollo que desemboca en el desenlace y es quien vaticina el destino de Stroessner.
Estamos ante una novela que en escasas páginas revela y denuncia la dictadura de Stroessner con una fiereza ejemplar, y que determina un nuevo panorama en el tratamiento de la figura de este dictador en la narrativa paraguaya. Es probable que la novela sea breve porque el régimen del Tiranosaurio era tan pobre que para demostrar lo que aportó a la historia paraguaya no eran necesarias más que ciento veinte páginas. El relato es muy consistente y trabaja en la muestra de una dictadura como conjunto de relaciones personales sometidas al arbitrio de una figura mixtificada.

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Lupanar de viejo

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Carolina Orlando

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El joven periodista, pecoso y cobrizo, llegó al asilo para entrevistar al veterano periodista en una habitación de “La Casa de la Tercera Edad”. El joven se sentó frente al viejo, le sonrió y, tras presentarse, le estrechó la mano.

- Me gustaría que comenzáramos con alguna experiencia, allá por sus años de juventud - le dijo.
¿Allá por mis años de juventud? No te digo nada porque habrás tenido una abuela pelirroja, y qué buenas están las pelirrojas. Allá la tendrás vos, con tu pinta de colorado maricón, pensó el anciano.

Y el viejo, tras balbucear un bueno-dejame recordar-a ver, habló:

- ¿Daneri, me dijo? Su apellido me recuerda una de mis mejores experiencias. Yo empecé a trabajar para el diario cuando tenía su edad. Usted ni había nacido, fíjese qué cosa. Dichoso de usted, quien no quisiera estar en los veinte.
Yo escribía las reseñas de los libros que nos mandaban las editoriales. Un día llegó uno, cómo olvidarlo, Prostibularias, era el título. Después de leerlo, me llené de…incógnitas. La cuestión prostíbulos era desconocida para mí y entonces me vino una idea, la de escribir una crónica sobre los prostíbulos de Cañada. Ese pueblo, se sabía, era un gran lupanar. La crónica incluiría una descripción del pueblo, de las casas, de sus putas. Dónde estaba la puta más linda, la puta más vieja, la puta que gritaba más fuerte, si vivían hombres en el pueblo. En fin, busqué experiencias. No tenía otro camino que mezclar el trabajo con el placer, usted me entiende, muchacho. No, como va a entenderme si, ahora, eso está prohibido. Si le tocás el culo a una compañera de trabajo, me contaron, te dan una patada y te dejan afuera. En fin, juventud era la de antes…
Me fui a visitar Cañada entonces. Vaya de noche, me aconsejaron. Ni bien crucé el arco que decía Cañada, donde comenzaba la única avenida, me recibió la primera puta. Soy Lupa, me dijo. Busco un cuarto, respondí, para quedarme unas noches. Me agarró del brazo, así, con fuerza, y me increpó. La muy puta me dijo que mire que este pueblo, todo, es un burdel / que nada de negocios serios / que a la mierda con las leyes / que nada de buscar siempre a la misma / que eso está prohibido / que el sexo libre libre / que la cosa va en serio.
Le devolví mi mejor sonrisa. No le dije nada sobre mi crónica, claro, la puta me hubiese sacado a patadas si le contaba.
Si está todo entendido, lo llevo a lo de Daneri, me dijo. Le respondí que sí y, mientras me guiaba, yo le repetía después después porque la muy puta me iba frotando la bragueta.
La casucha del tal Daneri estaba en una especie de callejón custodiado por putas lindas. Daneri tenía cara de putañero pero de viejo poco feliz, se notaba que el trato con las putas era nada más que para hablar, o para mandar. Podría decirse que hasta cara de maricón tenía el viejo.


Daneri le hizo una seña a la puta para que me acompañara al cuarto. Me alquiló un sucucho rastrero, mugriento y bien de puta triste. Así me encontré arriba de la primera puta, que chillaba como rata mal apuntada y me arañaba la espalda, la muy puta fingía como bestia, eso me gustó, hasta que las uñas de la puta me rasparon el lomo y le dije: basta puta, que duele, y la muy puta se ofendió. No sé si porque le dije puta o porque le corté la inspiración, y me empujó, me tiró para un costado. Se fue del cuartito moviendo el culo, casi desnuda, pero tan magníficamente puta. Dormí. Al otro día salí temprano para recorrer Cañada. Quería ver las caras de las putas al sol. Me paré en una esquina donde vendían diarios. Una mina los vendía. ¿Será puta?, me pregunté, y le di las monedas y una sonrisa, por las dudas. Cuando la mina me dio el diario, me acarició la mano de una manera tan puta que parecía desnuda.


Caminé por las calles, uno pateaba el polvo en esas calles; y todas las casas parecían desalojadas, mugrientas, casas de putas que duermen de día. Putas-murciélagos imaginé y me reía solo pensando en la puta de la noche anterior tan magníficamente feroz, tan puta, y seguí caminando para ver qué más podía encontrar.
Era sabido que en el pueblo no había ningún colegio. Los hijos de las putas, muy limpios ellos, iban a estudiar a la ciudad. Se llenarían de sabiduría esos pibes hasta que se dieran cuenta de que sus madres eran unas terribles putas, sentirían vergüenza de ser hijos de putas y se marcharían para vivir purificados por el santo nivel urbe-universitario.


Me senté en el banco de la parada de ómnibus y me puse a leer un librito de bolsillo sobre el sexo en oriente. Oí pasos y miré. Era una rubia espectacular que me sonreía sin abrir la boca. Rubia atrevida pensé, debe ser otra puta. Dejé el diario y me guardé el librito. La seguí. Una puta en pleno sol no era cosa de todos los días, pero sí en Cañada, tendría que ver usted. Me acerqué y le dije vení putita, vamos a mi bulín, y la rubia me siguió, ya parecía desnuda la puta linda. Qué puta linda. Llegamos a la piecita destilando lujuria, tendría que haber visto eso, en el camino la rubia me venía jugando al amor, pero en la cama me dejó abajo, laburó arriba la rubia, se agarraba las tetas y no gritaba. La rubia no habló ni una palabra, son así de calladas las rubias, nada más se estiraba como los gatos hasta temblar, la puta tembló a tiempo, me dejó dormido y se fue. Cuando desperté, ya estaba oscuro. Me duché en el baño de Daneri y salí a recorrer los burdeles. De noche se encendían luces a lo largo de las calles. Todas las casas que yo había visto dormidas, ahora despertaban con luces rojas. Esquivé a las putas que estaban en la entrada del callejón del viejo decrépito Daneri y a las de la avenida. Entré a una de las casas. Ahí adentro estaba oculto un terrible bar con luces que se apagaban y se prendían cambiando de color. Fui rojo, fui azul, fui amarillo. Las luces jugaban y transformaban el lugar como si alguien estuviera observándonos desde el agujero de un calidoscopio. Uno de putas, claro.


Me senté en una mesa. Había putas que te traían whisky, otra puta bailaba, viera usted cómo hacía, estaba en tetas esa puta. Rojo. Azul. Y la puta se bajó del escenario y me llevó a un cuartucho y le di para que no se olvidara de mí. Amarillo. Rojo. Cuando terminé con esa puta, vino otra y otra más, y después la pelirroja y me quedé hasta que se hizo de día con la última. ¡Qué fea era de día! Pero me acompañó hasta lo de Daneri. Muy buena mina esa, tan buena que parecía siempre desnuda. Me fui a mi cuarto. Escribí lo que pude hasta que me quedé dormido arriba del cuaderno.


El viejo Daneri me despertó con un portazo. Pibe sinvergüenza, me gritó, te metiste con la puta de mi mujer.
Yo no sabía si era la negra, la fea, la pelirroja o la rubia, pero me sacó a patadas del cuartito y me metió en una bodega. Que con mi mujer nadie, menos un pibe como vos, gritaba, vas a aprender a respetar, que mi mujer esto, que mi mujer lo otro. Su mujer se puede ir a la puta que la parió, le dije, y el viejo putañero se enardeció, sacó una navaja y casi me la incrusta en la barriga. Me caí desmayado, del susto y del cansancio. Cuando me desperté, estaba en mi cuartucho de mala muerte. Lo primero que vi fue la cara del viejo Daneri que seguía ahí, como custodiando. Para mi sorpresa, se había calmado.


- Si querés salir vivo de Cañada, no escribas, en esa crónica, sobre mi mujer, la puta pelirroja- me dijo.
De acuerdo, respondí, y el viejo me exigió el cuaderno. El muy puto se fue a leerlo al baño y me trajo una puta gorda, la más gorda, para que yo no pudiera escapar.
En un día y dos noches, les di a unas trece putas.
Ahora, ustedes no llegarían ni a dos. Por eso Cañada no existe más. Esas putas se tuvieron que ir a laburar y tuvieron hijos y nietos como usted. ¿No sabe de qué laburaba su abuela? Preguntele. Casi todas eran de Cañada. Acá tenemos a Normita que, con los años, ha ganado experiencia, imagínese.

El anciano periodista se puso de pie y, caminando hacia la puerta de la habitación, agregó:

- No se olvide: pregúntele a su abuela.

El joven esperó un momento pero, al ver que el viejo no volvía, se levantó y se fue sin entrevista, sin nota para el diario, pero con la certidumbre de sentirse un inválido nieto de puta. Caminó hacia la salida. Le sonrió, por las dudas, a la viejita de la puerta, y cruzó el arco que decía “La Casa de la Tercera Edad” con inevitable vergüenza.
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EL FISCAL Y LA IMPOSIBILIDAD DE JUZGAR

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Mario Goloboff

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La novela El Fiscal corona la anunciada y esperada trilogía sobre "el monoteísmo del poder" de Augusto Roa Bastos. La serie, iniciada (retroactivamente, habría que decir, ya que tales sistemas suelen aparecérsele a posteriori al escritor, más que obedecer a decisiones previas, y el caso actual no escapa a la ley) con Hijo de hombre, y proseguida con Yo el Supremo, alcanza así su plasmación con este texto. Un libro cuyo tema fundamental me parece versar sobre la imposibilidad de ejercer la justicia individual ante el sufrimiento colectivo y, más vastamente, sobre la imposibilidad humana de juzgar, de constituirse en "un fiscal".

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En efecto, si la primera novela puede leerse, entre otras muchas intenciones, como la denuncia de la inutilidad y malignidad de la contienda fratricida (la que enfrentó a bolivianos y paraguayos entre 1932 y 1935 en la zona del Chaco), banco de ensayo de la Segunda Guerra Mundial, y el primer enfrentamiento petrolero en territorio latinoamericano, y la segunda, Yo el Supremo, como la novela del poder absoluto (verdadera bisagra ficticia, además, en la serie de novelas sobre dictadores), el volumen que cierra la trilogía expone un fresco de lo que Rafael Barret supo llamar "el dolor paraguayo", desde los inicios de su vida independiente hasta los días finales de la dictadura de Alfredo Stroessner.

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El protagonista de El Fiscal describe largamente esas imposiciones y sufrimientos, y las mazmorras a que fueron sometidos quienes no los admitían. Se trata de un emigrado paraguayo en tierras galas, travestido por cirugías y maquillajes equivalentes a los que el escritor de ficciones asume en toda "representación", puesto que, también él, es, entre otras cosas, escritor, ensayista y, aquí, quien "escribe" el texto o la carta que leemos, y en razón de cuya autoría, al final, será descubierto, torturado y asesinado. El personaje elabora contra el último dictador de su país un complicado y a la postre inútil proyecto de tiranicidio. La inviabilidad del mismo acaba por condenar, más que al "tiranosaurio", al propio exiliado, presa de la omnipotencia del destierro, y a sus fantasías de sustituir el juicio de un pueblo por la vindictia profética del auto elegido.

Dos motivos principales recorren, a mi modo de ver, esta novela: el del amor frente a la barbarie y el desarraigo, y el de los efectos destructivos que el poder y su ejercicio totalitario imponen a las sociedades contemporáneas. De tal forma, el sentimiento de la pareja Félix Moral-Jimena trasciende los marcos individuales al enlazar, en la relación con la mujer y en la mujer misma (hija de españoles refugiados en Francia; docente ocupada en culturas precolombinas), los términos de una identidad americana: el pasado prehispánico, los vínculos con la España de otras épocas y con la de nuestros días.

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Flotando sobre los vaivenes de la anécdota, y metaforizado en los pensamientos y decisiones del protagonista, otro tipo de juicio recorre el texto: el que se sugiere sobre el papel que los intelectuales desterrados, y especialmente los latinoamericanos, juegan en el mundo de hoy (o jugaron hasta hace poco) como fantasmagóricos reconstructores de los anhelos colectivos.

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El relato es atravesado por finas relaciones que a veces son históricas, otras culturales, literarias o pictóricas. De estas últimas, la que parece central es la que se establece entre el Cristo de Mathis Grünewald y los cuadros del pintor argentino Cándido López, quien tuvo, se cuenta, un homónimo paraguayo, que habría pintado muchas de las obras que a él se le atribuyen. Entre éstas, ciertas imágenes de la muerte del perdedor de la guerra de la Triple Alianza, como el Cristo de Cerro-Corá. Imagen ésta doble o triplemente imaginaria (si cabe el pleonasmo) ya que, por un lado, el cuadro, si es que alguna vez existió, ya no existe, y además la propia novela sostiene contradictoriamente la veracidad de esa crucifixión y la negación de la misma, lo que podría querer decir que Solano López sólo fue apócrifamente crucificado. Es más: el instigador ideológico de tal falsificación (o de tal cumplimiento) habría sido el cura Fidel Maíz, el primero en hablar de López, en el colmo de la adulación anterior a la derrota, como del Cristo de Cerro-Corá... El texto, por eso, alude varias veces a ese "vaticinio" (cf. p. 34 y pp. 292-293).

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Contemplando, en Colmar, el Cristo de Mathis Grünewald (una obra pictórica que también sufrió los vaivenes de la política, por lo que, en días en que Roa Bastos estaba naciendo, Thomas Mann lamentaba en su Diario "que ahora se convertirá en propiedad francesa" -Diarios 1918-1936, Anotación del 8/12/1918), el protagonista tiene la impresión de estar viendo al del Paraguay. "Lo extraño -escribe- es que ese retablo no era conocido en América". El texto da otra vuelta de tuerca (esta vez borgeana: "Un emperador mongol, en el siglo XIII, etc...", en "El sueño de Coleridge" *) para señalar "esas misteriosas simetrías que se encuentran de pronto en la realidad infinita y desconocida del cosmos, entre nuestra realidad miserable y opaca y el transfigurador universo del arte, sin que ninguna ley física ni razón sobrenatural puedan explicar estas coincidencias" (p. 98).

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En muchas otras oportunidades, las relaciones son literarias. Amén de aquéllas que la narración establece con las dos novelas restantes de la trilogía, hay menciones de otros textos del escritor. Así, por ejemplo, la historia de “Nonato” (p. 84); la novela -futura en su publicación, pero trabajada durante muchos años- Contravida (p. 87); un libro que "Lleva el nombre del pintor argentino como título" /.../ "prologado por un escritor compatriota nuestro" publicado, se dice, por un "editor italiano de libros de arte" (p. 366), referencia a la edición de Franco María Ricci (Milano-Paris, 1984) con el texto El sonámbulo, sobre el que Roa Bastos venía trabajando desde hacía tiempo, y cuya primera publicación data, por lo menos, de 1975, en la revista Crisis, de Buenos Aires (nº 32, Dic. 75).
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En cuanto a textos ajenos, la relación más relevante sería la actualización y -supongo, porque hasta ahora no he podido consultarlas- la reinvención, para Richard Burton (uno de los más importantes traductores al inglés de Las mil y una noches), de unas pintorescas Cartas desde los campos de batalla del Paraguay (1870), en las que Burton relataría cómo le cuenta cuentos a Madama Lynch, remedando el libro que, si no me equivoco, sólo comenzaría a traducir en Trieste años más tarde, a partir de 1872. Por lo tanto, como en otros casos, los datos de tipo histórico que simula dar el narrador serían, una vez más, ilusorios, y ordenados, en cambio, según su pura funcionalidad ficticia. Tal sería el temperamento de citas como las siguientes: "La mediación del cónsul pudo ser ésta: servir de puente por el cual las historias de las Noches de Oriente pasaron al imaginario colectivo paraguayo a través de las mujeres de servicio de la mariscala". /.../ "Habrá que convenir, con sir Richard, que los cuentos de las Mil y una noches entraron en el Paraguay por la puerta de servicio de Madama Lynch, no ya de su incendiado palacio de Asunción sino de las tiendas de campaña del cuartel general" (p. 317).

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Finalmente, hay otras relaciones, de tipo lingüístico, que se combinan con las demás: así, por ejemplo, la mónada de Leibnitz y el carácter nómada del protagonista, o los propios nombres de éste, Félix Moral.

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Como en toda trilogía, encontramos en ésta numerosos elementos comunes. Y como toda novela final de trilogía, El Fiscal recoge, ya he dicho, hilos dispersos en las otras dos. Hay, adelantaba, relaciones con personajes, historias, imágenes, mitos de las otras dos novelas.

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Yo el Supremo está presente, es casi obvio recalcarlo, en la idea manifiesta del "monoteísmo del poder" y, asimismo, en el recuerdo de textos tales como aquéllos sobre "el árbol del poder absoluto". También los del "portaplumas recuerdo", convertido aquí en una pluma fosforescente (pp. 277-278); igualmente, los anacronismos de aquélla, con las opiniones de Mitre y la invasión argentino-brasileña; del mismo modo, todo el tema del nacimiento por la paternidad de dos o de uno (pp. 143 y siguientes de Yo el Supremo), tan vinculado al mito onfálico evocado en esta última. Y, naturalmente, la mención expresa por parte del protagonista Gaspar Rodríguez de Francia de su distante sucesor cuando, sobre el final de la novela, lee Patiño las respuestas de los alumnos de las escuelas públicas "a la pregunta de cómo ven ellos la imagen sacrosanta de nuestro Supremo Gobierno Nacional" /.../ "Escuela Nº 1, . Maestro aborigen Venancio Touvé. Alumno Francisco Solano López, 13 años: ". Y el comentario del Supremo: "Este niño tiene alma bravía. Envíale el espadín. Señor, con su licencia le recuerdo que es hijo de don Carlos Antonio López, el que... Lo recuerdo, lo recuerdo, Patiño. Carlos Antonio López y el indio Venancio Touvé fueron los dos últimos discípulos del Colegio San Carlos que yo examiné y aprobé con la más alta calificación, poco antes de la Revolución. Tú también vas a acordarte de don Carlos Antonio López, futuro presidente del Paraguay. Antes de que ascienda su estrella en el cielo de la Patria, la soga de tu hamaca cerrará su nudo en torno a tu cuello." (Yo el Supremo, pp. 432 y 434).

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La idea de carta póstuma o diario, y hasta la carta final de la mujer del protagonista, recuerdan las de la primera novela de la trilogía. Pero de Hijo de hombre (en su novísima versión) recoge nada menos que lo que, a mi entender, es el tema fundamental de El Fiscal, el de la imposibilidad de juzgar. Allí están las primeras reflexiones sobre el juicio de la posteridad, la variación de los contextos, la relatividad de las posiciones y declaraciones. Por un lado, es la propia y contradictoria historia del "Fiscal de sangre" la que enseña que él mismo juzgaba injustamente y, por el otro, es la visión o el juicio históricos sobre su personalidad los que son atacados.

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El cura Fidel Maíz, "Fiscal de sangre" del régimen de Solano López, quien sin hesitar juzgaba y condenaba a cuanto opositor al régimen tenía a su merced, es el primero y el más hábil en acomodarse después a los designios de los brasileños, una vez que éstos asesinan a Solano López e implantan su régimen de ocupación.

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En algunos de los textos incluidos en la última versión de Hijo de hombre, precisamente en el Capítulo VII, "Destinados" (del que citaré, lo más sintéticamente posible, sus partes pertinentes) se escribe: "La figura de Fidel Maíz me ronda obsesivamente entre los turbios vapores que suben del río. Por momentos se me aparece en hábito talar entre las reverberaciones. ¡San Fidel Maíz, San Pedro I de la iglesia paraguaya reconquistada, caminando sobre las aguas que rodean el promontorio del penal!", escribe Miguel Vera el 21 de enero. La anotación del 22 de enero dice entre otras cosas: "Pese a mis esfuerzos no consigo sacármelo de encima al cura Maíz. Su enigma no deja de perturbarme. / ¿Qué móviles lo llevaron a oponerse a la presidencia de Solano López a la muerte de don Carlos, a quien sucedió manu militari cuando su cadáver no había acabado aún de enfriarse? Maíz declarará después, autojustificándose: el temor a que López aherrojara al país en un despótico absolutismo sin las ventajas del de don Carlos o del propio Supremo Francia..." /... / "López manda apresar a su ex preceptor. Maíz es sólo unos pocos años más "viejo" que su ex discípulo. López ordena que le metan una barra de grillos y lo mantiene seis años en prisión. Desatada la guerra cuya suerte, luego del inicial desastre de Uruguayana, queda irremisiblemente sellada contra López y su ejército, éste ordena la libertad del sacerdote disidente. Lo hace traer desde Asunción a su cuartel general y lo nombra capellán general de su ejército por encima de la autoridad del obispo..." /.../ "Ya en plena retirada, López encomienda al P. Maíz la organización y funcionamiento de los tribunales de guerra. El flamante capellán y fiscal de sangre los ajusta a la estrategia de la confesión in articulo mortis en lo espiritual y del cepo de Uruguayana y de inconcebibles torturas en lo corporal". /.../ "Durante cinco años manda torturar y ejecutar a millares de personas en el turbión de las reales o inexistentes conspiraciones contra López. Asesinado éste en Cerro-Corá, profanado su cadáver por la soldadesca enemiga, el prisionero de guerra Fidel Maíz pide clemencia y misericordia al conde d'Eu, generalísimo de los ejércitos invasores y por su intermedio a don Pedro II, emperador del Brasil." Luego viene esta frase de Miguel Vera: "Su demanda de perdón es el documento más extraño y estremecedor que he leído en mi vida". Y después de transcribir dicho documento, hay una suerte de análisis lingüístico literario de Vera, gracias al cual colige que Maíz "representa una abyecta parodia cuyo exceso es precisamente su negación", es decir, que cuando el cura está solicitando clemencia y rindiendo pleitesía al invasor, lo que ocultamente está haciendo es salvaguardar el porvenir de la causa paraguaya. Éstas y otras consideraciones llevan a Vera a pensar que "no distinguir los tiempos para juzgar los hechos y personas es sobrado expuesto a errores" (p. 252). Por lo cual termina afirmando que "Alguien debería escribir alguna vez la historia de la gente como Maíz porque llegará un día en que patibularios fiscales se arrogarán el derecho de juzgar y condenar a este pueblo como si estuviera compuesto enteramente de cretinos y bastardos" (p. 252).

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El mandato de escribir esa historia es retomado aquí, ya que el tema recorre las páginas de El Fiscal. Aparece mencionado por primera vez en la p. 34, luego en la 48, y luego, sobre el final, más intensamente, entre otras, en las páginas 310, 326, 331 y 336, especialmente. La cita que me parece pertinente mencionar es la de la p. 331: "Desde las jaulas armadas con ramas en que han sido encerrados, los jefes sobrevivientes del estado mayor de Solano contemplan impotentes, con lágrimas en los ojos, ese entierro fantasmal del hombre que ha muerto con el clamor de "¡Muero con mi patria!". En humillante contradicción con ellos, el P. Maíz, de rodillas en su jaula, pide clemencia al conde D'Eu, jefe supremo de las fuerzas brasileñas. Clama a gritos y entre sollozos, en su honor, las mismas loas que hasta hace poco tiempo rendía al mariscal asesinado. Sólo que ahora, en lugar de consagrar al conde D'Eu como al Cristo brasileño, lo proclama Redentor del Paraguay y del género humano".

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Luego de comentar otras posiciones y actitudes (bien podríamos decir aquí "amorales") del cura (una de ellas, por ejemplo, la de haber justificado y alentado la "prostitución patriótica" de jovencitas del interior en beneficio del buen ánimo de los soldados), el texto termina por justificarlo, retomando las ideas de Hijo de hombre, aunque especificándolas, ya que lo que Maíz habría tratado de salvar, más que una abstracción como "el porvenir paraguayo", sería, para esta última novela, la salud y la independencia de la Iglesia de ese país: "Una figura histórica compacta y compleja como la del Padre Fidel Maíz -se sostiene en El Fiscal-, un hombre como él, forjado a imagen de esta tierra y nutrido con sus esencias y sus escorias, no ha sido aún comprendido. En su degradación, en sus crímenes, en sus pecados, es el antihéroe más puro y virtuoso del Paraguay. Fue un genuino soldado de Cristo, el Judas de la Última Cena, un apóstol que juró en falso infinidad de veces, un antisanto sin corona de martirio surgido del cristianismo de las catacumbas que tuvo en el Paraguay su último refugio. Nadie entendió a este hombre, a este sacerdote, que eligió cometer los pecados y los sacrilegios más execrables ofreciéndose como víctima propiciatoria, un negro y rijoso cordero pascual, el más infame y miserable, para que la sangre de Cristo, vertida en el Gólgota, tuviera algún sentido fuera de la imposible redención humana. De otra manera habría que tomar en serio el chiste ateo de Stendhal de que la única disculpa de Dios es que no existe. / El anihéroe virtuoso, el antisanto sin corona, quiso recoger en sus manos ensangrentadas el soplo de vida que aún le quedaba a su pueblo moribundo. Quiso salvar a su Iglesia prisionera de las maquinaciones de una secta de esbirros de la Fe, a la que no quiso reconocer como una congregación digna de Cristo. Los capuchinos, primero, luego el solio oscuro y oscurantista del Vaticano, por mediación de su internuncio en Río de Janeiro (un verdadero sátrapa de la religión romana), interpusieron todo su poder y declararon una guerra implacable al cura rebelde y revolucionario. Trataron de aplastarlo pero no lograron prevalecer sobre el cordero rebelde e indómito. Tuvieron que devolver al Paraguay su Iglesia tomada en rehenes como diócesis sufragánea de la Iglesia de los enemigos. La victoria del curita Maíz está ahí, brillando en la oscuridad como un cabo de vela sobre la lápida de una inmensa sepultura. Sólo donde hay sepulcros las resurrecciones son posibles. Pecó el blasfemo, se arrastró el apóstata hasta la más extrema degradación, para que la justicia de Dios, si existe de verdad, pudiera resplandecer en los justos. Que sus pecados le sean perdonados..." (El Fiscal, pp. 336-337).

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Construida como casi siempre lo ha hecho Roa Bastos, según el procedimiento que podríamos llamar "del palimpsesto" (Hijo de hombre se sigue aún corrigiendo y es ahora posterior a Yo el Supremo; sus cuentos entran y salen de las novelas, se citan y se transforman; sus novelas se entrecitan falsamente, etc.), El Fiscal consagra una vez más en su narrativa, tanto en los pasos de la intriga como en la elaboración textual, el carácter efímero de la escritura, burdo remedio, según el autor, para suplantar la inalcanzable "habla natural de los pueblos".

De un modo más interior, la novela repite y profundiza en la trilogía algunas de las preocupaciones principales del escritor: su empeño en demoler las ruinas de una concepción tradicional de la historia; su temor por haber perdido tierra y lengua en el ostracismo; su idea de que lo femenino es el sitio de reconstrucción, no sólo simbólico sino también real, donde lengua y pueblo renacen permanentemente.

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La elección del nombre Félix Moral, invita, sin duda, a otros juegos: las mismas iniciales que Fidel Maíz; una nueva, también cinematográfica y también especular invención de Morel; algunas remembranzas de aquel otro inventor isleño, Moreau: no olvidemos que Roa Bastos suele repetir, con Rafael Barret, que el Paraguay es "una isla rodeada de tierra". No obstante, más allá de estos serios juegos, alcanza aquí toda su debida resonancia el señalamiento de esa ilusoria moral feliz, de esa ética del magnicidio pasado de moda y, sobre todo, la condena de la inútil, desesperada, autocomplaciente, falaz necesidad del intelectual de considerarse llamado a ejercer la justicia en nombre de todo un pueblo y de su historia.


Mario Goloboff

Nota: Las citas corresponden siempre a:

Yo el Supremo, Siglo XXI, Buenos Aires, 1974.

Hijo de hombre, (Tercera edición revisada y aumentada) Alfaguara, Madrid, 1985.

El Fiscal, Sudamericana, Buenos Aires, 1993.


· La cita completa de Borges es la siguiente: "Un emperador mongol, en el siglo XIII, sueña un palacio y lo edifica conforme a la visión; en el siglo XVIII, un poeta inglés que no pudo saber que esa fábrica se derivó de un sueño, sueña un poema sobre el palacio. Confrontadas con esta simetría, que trabaja con almas de hombres que duermen y abarca continentes y siglos, nada o muy poco son, me parece, las levitaciones, resurrecciones y apariciones de los libros piadosos", en "El sueño de Coleridge", en Otras inquisiciones, en Obras Completas, Emecé, Buenos Aires, 1974, p. 644.

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Algunos apuntes sobre mi madre

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Marcelo Damiani

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Para Camila

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Me acuerdo, antes que nada, de sus manos. Estábamos sentados en el jardín de casa. Yo tendría tres o cuatro años, y ella, por supuesto, estaba tejiendo. Sus dedos rugosos se movían de un lado a otro, dirigiendo el hilo entre las agujas con una precisión y una velocidad sorprendentes. Pero además, mientras el rollo de lana rodaba por el pasto, ella me contaba otro capítulo de la historia familiar. Yo no podía prestar atención a sus palabras porque el movimiento de sus manos era demasiado cautivante. Recuerdo que acercaba mi cabeza a la zona donde el hilo era embestido por las agujas, todo controlado hábilmente por sus dedos, para ver si así podía comprender mejor qué era lo que estaba pasando. No podía entender cómo las agujas y el hilo no se enredaban en un nudo imposible de desatar. No entendía cómo el hilo poco a poco iba tomando la forma de una bufanda para el invierno que ya se adivinaba en la ventisca vespertina. No podía seguir el hilo de la historia. Estaba, literalmente, subyugado, y podría haberme quedado ahí toda la vida.


Ella había nacido el 12 de febrero de 1936, en un pueblito perdido del sur tucumano que aún hoy se llama Taco Ralo, y que en alguna olvidada lengua indígena significaba “árbol desnudo”. Era la quinta hija de Emiliano Gómez y Angélica Esther Miau, una especie de viejo terrateniente benévolo y una joven maestra rural. Su nombre, Nelly, fue rápidamente suplantado por un apodo capilar: Mocha. No dejaba de ser curioso que “mocho” aludiera a algo que le falta la punta, cuando en realidad a ella no parecía faltarle nada; es más, le decían Mocha no porque le faltara algo sino porque lo tenía: Esos incontrolables rulos castaños que sus hermanas envidiaban. Le gustaba contar, probablemente inspirada en una foto que aún conservo, que se pasó sus primeros años de vida sentada en los rincones de la gran casa familiar, contemplando el movimiento frenético de los adultos, escondida detrás de sus rulos para pasar desapercibida. Tal vez por esto siempre fue algo enfermiza; entonces aparecía la abuela Beatriz. Era una de las hermanas de Emiliano que había perdido a su única hija cuando fue atropellada por un auto al cruzar la calle para mostrarle a su vecina los patines que le habían regalado por su sexto cumpleaños. Beatriz reparó en la pequeña Mocha, seguramente acurrucada sobre sí misma, hecha un ovillo humano, y la nena no pudo dejar de apreciar la nueva exclusividad de esa mirada. El resto fue simple. Mocha sufría de una leve afección respiratoria y cuando alguien sugirió que un cambio de aire no le vendría nada mal, todos accedieron a que Beatriz se la llevara por un tiempo a su casa de Córdoba. Así, naturalmente, ella se convirtió en la nueva hija de Beatriz.

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La casa de mi (tía) abuela era visitada por un desconocido poeta cordobés; el pobre hombre, al parecer, estaba secretamente enamorado de ella. Tal vez de ahí mi madre sacó la idea de escribir poesía. Fue llenando cuadernos con sus versos adolescentes hasta que el marido de mi abuela murió de improviso y ellas tuvieron que reorganizar su vida por completo. Al principio alquilaron algunas habitaciones de la casa, después cocinaron para los estudiantes, vendieron lo que se podía vender, agotaron sus ahorros, pasaron un poco de hambre, pero al final tuvieron que irse. Dejaron sus pocas pertenencias en la casa de unos amigos y se mudaron a Tucumán en busca de trabajo. En ese momento la Revolución Libertadora tomó el poder y una de las primeras cosas que hicieron fue allanar y destruir la casa de esos amigos. Ahí se perdieron para siempre sus cuadernos llenos de poemas. Estoy seguro que a ella le hubiera gustado tener la oportunidad de volver a leerlos, tal vez porque ahora soy yo el que tiene ganas de hacerlo. ¿De qué hablarían sus versos? ¿Qué tipo de verdad banal o profunda me hubieran permitido descubrir su trazo o su escritura?

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Su deseo de escribir, como suele pasar después de la adolescencia, quedó relegado a un segundo plano por las urgencias de la vida. Sin embargo, yo sabía que uno de sus anhelos más secretos, madurado durante esos años, era escribir la historia de su tía Felisa. Ella era otra de las hermanas de Beatriz y Emiliano. Su vida, según mi madre, era digna de ser contada. Para empezar, había tenido una hermana melliza que murió al poco tiempo de nacer. Tardó mucho en aprender a caminar y hablar, pero nadie se daba cuenta de la razón: Tenía una pierna más corta que la otra, y era sordomuda. Dueña de una belleza notable, durante su adolescencia y juventud se había sobrepuesto a sus defectos de nacimiento y no sólo era una mujer muy activa y despierta, sino que además había inventado una especie de idioma fónico-gestual que sólo dominaban a la perfección tres personas: Ella, mi (tía) abuela y mi madre. Yo, en algún momento, a fuerza de verlas y escucharlas todo el tiempo, estuve a punto de entrar en ese pequeño círculo selecto, pero quizá por mi desinterés o mi edad sólo me quedé en un nivel intermedio. Pero aún hoy tengo presente dos de los signos que más usaban. Pasarse el dedo índice de la mano derecha por la mejilla correspondiente, de arriba hacia abajo, poniendo cara de desagrado y diciendo usha, recuerdo, quería decir que una persona era fea físicamente; apoyar en la mejilla la parte superior del dedo gordo y hacer un movimiento circular con toda la mano en el sentido de las agujas del reloj, como si se estuviera enroscando en la cara un objeto imaginario, y repetir pita, mientras se sonreía, quería decir que la persona de la que se hablaba era linda... No será fácil olvidar el espectáculo que montaban las tres al hablar, emitiendo sonidos que he olvidado y moviendo las manos y los brazos durante horas, como si estuvieran haciendo una estudiada coreografía o dibujando imaginarias figuras en el aire. Pienso con nostalgia que yo soy ahora el último resabio del idioma de Felisa.

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No es difícil entender por qué Felisa podía convertirse en un gran personaje, según mi madre, aunque para mí era ella la que tenía un gran potencial como heroína de una narración que quizá algún día yo mismo podría escribir. Contar su vida en tercera persona como si fuera una de esas enormes novelas decimonónicas, empezando por sus antepasados franceses y españoles, relatando lateralmente la historia de nuestra intrincada familia tucumana, y por supuesto, también la de Felisa y la abuela Beatriz, deteniéndome especialmente en sus aventuras cordobesas, como si se tratara de tres mosqueteras buscavidas. Con el tono divertido que ella contaba sus altas y bajas en la escala social, siempre con una sonrisa. El centro de la trama, por supuesto, giraría en torno a su lucha, a sus largas caminatas en busca de trabajo, a su costumbre de mirar el piso por si ahí había alguna moneda que pudiera llenar sus bolsillos o su estómago, a esos tiempos difíciles que le tocó vivir como a toda mujer. Y quizá terminar en la clínica Chutro de Córdoba, con ella sonriente, feliz, mirando ese bebé hambriento y de ojos claros que con el tiempo llegaría a ser yo, y pensando sin palabras que ojalá algún día su hijo escriba esta historia.

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La última vez que fuimos de vacaciones juntos fue a la casa de mi tía Tatina en San Rafael: Mendoza. Mientras estábamos ahí, durante uno de esos atardeceres que nunca parecen anunciar fatalidades, llamó mi tía Lita para comunicarnos la muerte de su madre, Doña Angélica, mi última abuela, a los noventa y dos años. Mi madre y mi tía partieron para el entierro en Tucumán y yo volví a Buenos Aires. No recuerdo los pormenores de los preparativos pero sospecho que no le afectó tanto como cuando murió la abuela Beatriz, la primera persona muerta que vi en mi vida. Recuerdo su cuerpo inerte, con los ojos cerrados, pasando frente a mí en una camilla. Vi cuando la bajaron de la ambulancia y la verdad es que se la veía tranquila. Si no hubiera sabido que estaba muerta, y ahora me pregunto cómo lo sabía –tal vez es uno de esos datos que uno luego agrega a los recuerdos–, hubiera jurado que estaba durmiendo. Felisa también moriría por esa época, pero no me acuerdo de haber ido cuando pasó. Recién ahora me doy cuenta lo difícil que debe haber sido para ella tener que soportar la muerte de esas tres mujeres que la criaron y la cuidaron desde chica. Recién ahora me doy cuenta de la obvia razón por la que me apego a estos bocetos de historias, como si su voz apenas pudiera dirigir mis manos mientras escriben, intentando prolongar este último rito que llevamos a cabo juntos, hilando palabra tras palabra, tejiendo frase tras frase como ella solía tejer nuestra ropa, abrigándonos mutuamente en la naturalidad de nuestro gesto.

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Sé, con una certeza que no deja de asombrarme, que lo único que la mantenía viva luego de la muerte de mi padre era el deseo de conocer, acariciar, acurrucar a ese bebé aún inexistente que iba a ser su primera nieta. Se la pasaba haciendo planes para ella, tejiéndole ropita, lamentado silenciosamente que mi padre no iba a poder malcriarla. Pero esa esperanza –su vida– se esfumó tres semanas antes de que Camila naciera. Me niego a recordar los pormenores, los trámites, la peor escoria que sale a la luz en los lugares más inesperados en este tipo de situaciones. Prefiero pensar que durante esos miserables veinte días me miraba mucho en el espejo, e incluso me sacaba fotos, a pesar de mi declarada fotofobia, para tratar de reconocerme en esos ojos inyectados en sangre que me perseguían como un animal malherido. Luego, cuando nació Camila, cuando su nombre divino, como por arte de magia, se materializó en mis brazos, empecé a escudriñar su cuerpo en busca de alguna señal, con la esperanza de que mi férrea voluntad de encontrarla fuera recompensada. Poco a poco, su sonrisa siempre lista, siempre dispuesta, incluso cuando dormía, como previendo mis morisquetas tristes, me convencieron de que ahí anidaba su espíritu, su mirada, su entusiasmo, mi propio deseo luminoso de que las cosas fueran de otra manera.
Ahora estoy en una fría sala llena de médicos. Uno se sienta frente a mí acusador y me recrimina mi desconfianza y mis críticas constantes a sus colegas y a su loable profesión. “Usted se la pasa hablando mal de nosotros, empieza; dice que no sabemos nada y que somos unos inútiles, por no decir imbéciles. Nos acusa infamemente de haber matado a su madre. Pero ahora va a tener que retractarse en público, porque ella está ahí, y como ve, sana y salva, y somos nosotros los que la hemos salvado de la muerte”. Entonces miro en la dirección que me señala y la veo: Viva. “Su error, sus blasfemias, su equivocación, sigue él, merecen ser castigados, y haremos todo lo posible para que así sea.” Ella está sonriendo, como siempre, como Camila, con esa mezcla inconfundible de calma y alegría contenida que yo no había heredado. De pronto siento que me falta el aire, quiero quedarme ahí, pero no puedo respirar, y abro los ojos y me incorporo jadeando, agitado, sintiendo que no deseo despertarme, comprobar que yo soy ahora el único habitante de la casa, con la sensación que rápidamente se convierte en la certeza de que tener razón, en este caso, es una cuestión de vida o muerte.
Ella, tal vez huelga aclararlo, creía en Dios; creía en el cielo, creía en el alma eterna, creía en la salvación. Siempre trató de transmitirnos esa creencia y yo pensé que había fallado con mi hermana más de lo que había fallado conmigo, ya que a veces todavía tengo dudas; dudo si no debería creer, dudo si no seré un creyente inconsciente, dudo sobre lo que creo o lo que debería creer. Pero el otro día, cuando fuimos al cementerio de nuevo, para reafirmar el ritual que iniciamos cuando ella era apenas un bebé, me sorprendí al ver el respeto que Camila tenía por los santos que la gente suele poner sobre las lápidas de las tumbas, y mientras nosotros le decíamos que saludara a sus abuelos y ella miraba hacia arriba como si debiera buscar a personas reales, noté que también tocaba la cruz como yo lo hacía, acaso un simple gesto de imitación infantil de la actitud de su tío, como si así pudiera estar un poco más cerca de esa abuela que nunca había conocido, pero que de alguna manera empezaba a sentir que iba a conocer por medio de nuestros relatos; o tal vez tan sólo a través de la fe que poníamos en ellos.

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El 3 de enero del año pasado cumplí 37 años. Mi padre hubiera cumplido 74. Treinta y siete años atrás ella le había dado como regalo de cumpleaños a su primer hijo: Yo. Yo, ahora, 37 años después, tenía la misma edad que él cuando se convirtió en padre. Yo, ahora, era huérfano de padre y madre, y el único regalo que recibí por mi cumpleaños fue el de mi hermana: Un reloj... Me acuerdo que antes de entrar a operarse ella me dio su reloj para que se lo cuidara, y nunca se lo pude devolver. Aún hoy lo conservo: Aún hoy lo cuido. Al parecer, con el tiempo, me he convertido en una especie de doble de ese tatarabuelo francés del que ella solía hablarme: François Miau. Todo lo que sabíamos de él era que había venido de Tolouse y que tenía una fascinación suiza por los relojes. Se contaba que una de sus más preciadas posesiones era un baúl repleto de los más variados tipos de relojes. Al final de su vida había perdido la vista de tanto mirarlos, seguramente mientras trataba en vano de mantenerlos funcionando... François Miau siempre había despertado nuestra curiosidad y también nuestro asombro. Nos preguntábamos qué habría venido a hacer acá, al norte argentino, cuando Salta era tierra de nadie y el siglo XIX se suicidaba. Qué lo habría impulsado a cruzar el Atlántico, dejando su patria y su pasado atrás, bien lejos, probablemente sin sospechar que moriría ciego en una lengua ajena y vacía de sentido, acaso como todas lo son cuando el tiempo se acaba. Tal vez por eso se aferraba a los relojes como un último resquicio de cordura. Si ellos seguían andando, si él podía mantenerlos funcionando, si sus pequeñas agujas no dejaban de dibujar círculos sin cesar, tal vez aún había esperanza, tal vez aún era posible que la vida –su vida, nuestra vida, la vida de todos y cada uno de nosotros– no se detuviera para siempre.

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Hoy, cuando se cumplen cinco años de que ella ya no está, Camila quiere ir al cementerio a dejarle flores. Así que ahí vamos los tres, bajo el duro sol de enero, para reafirmar nuestra creencia en el rito. Me acuerdo que una de las primeras veces que vinimos a Camila le encantó. Corría por los pasillos, se acostaba en las tumbas, metía la mano en los floreros llenos de agua sucia, y básicamente se moría de risa. Yo le contaba que ahí estaba la abuela, y ella me miraba confundida, frunciendo el ceño, tratando de comprender, acaso percibiendo mi voz temblorosa y el tono serio de mis palabras. Ahora nuestra rutina nos lleva primero a la tumba del abuelo. La arreglamos un poco, la limpiamos, le ponemos flores nuevas, le contamos algunas novedades y finalmente nos despedimos. Luego empezamos la lenta marcha hasta la de ella; Camila ya casi se sabe el camino de memoria. Cuando llegamos, ella es la primera en organizar la limpieza, el recambio de flores y la búsqueda de agua fresca. Mi hermana y yo, me doy cuenta, ponemos todo nuestro empeño para que la situación sea lo más natural y amena posible. Pero el peor momento llega tarde o temprano. Es cuando ya no hay nada que hacer. A mi hermana, detrás de los lentes oscuros, le empiezan a brillar los ojos, mientras yo trato de escuchar el sonido del viento, y miro a Camila. Ella está apoyando los deditos de su mano derecha sobre la cruz, como acariciando las arrugas que el tiempo le ha infringido a la madera, y con esa media sonrisa que ha heredado de su abuela, levanta poco a poco la cabeza, y lentamente, muy lentamente, su mirada empieza a buscar el cielo.
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DENTRO DEL BUS

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César I. Actis Brú

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Dentro del bus
una mosca
ha viajado con nosotros
desde la capital
de la república
hasta la simple
capital de una provincia.
¿ Qué será de su vida
cuando descienda
y se encuentre
tan sola y desvalida
como los seres humanos
después de la caída?
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La flecha

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¡Terrible instante
en que dejo de vibrar
con el impulso
de la cuerda, del arco
del corazón y el brazo
que me lanzaron
a la vida!
¡Hecho para herir,
y matar,
madera de la muerte
me niego a mi destino!
En suave corriente
de los aires
me llevaré cayendo entre
las hierbas, las flores
y las piedras
evitando la carne.
Inútil y frustrado
seré
feliz
sin alcanzar
el blanco.
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Las sucesivas ediciones de la revista "Palabras Escritas" se irán digitalizando dos meses después de salir la versión gráfica. Recibimos sugerencias, colaboraciones, notas las que serán seleccionadas por los integrantes de la redacción.

Envíos:



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Mario Goloboff es crítico, ensayista y narrador. Ha enseñado literatura latinoamericana y argentina en las universidades francesas de Toulouse, París–Nanterre y Reims. Actualmente lo hace en la Universidad Nacional de La Plata. Sus últimos ensayos publicados son Julio Cortázar. La biografía (Seix Barral, Buenos Aires–Bogotá–México, 1998) y Elogio de la mentira. Diez ensayos sobre escritores argentinos (Simurg, Buenos Aires, 2001. Sus últimas novelas son Comuna Verdad (Anaya & Mario Muchnik, Madrid, 1995) y La luna que cae (Alción, Córdoba, 2003). Acaba de publicar un libro de relatos, La pasión según San Martín (La Plata, Ediciones Al Margen, 2005). Sus textos de creación han sido traducidos a numerosas lenguas.


Marta Ortiz


Cuentista y poeta nacida en Rosario, Argentina, 1948. Licenciada en Letras, por la Universidad Nacional de Rosario
Ha publicado el volumen de cuentos El vuelo de la noche ( Editorial de la Universidad de Puerto Rico, Puerto Rico 2006), primer premio de cuento Emilio Díaz Valcárcel de la Primera Bienal Internacional de Literatura Puerto Rico 2000.
Fue finalista en el concurso internacional de cuentos de Editorial EDUCA, Universidad de Costa Rica, edición 1997.
Su cuento “Ejecución en la Piazza Navonna” integra la antología de ganadores del II Concurso Nacional de Cuentos Eduardo Gudiño Kieffer, edición 2005.
Ha publicado en antologías de narrativa y de poesía (La noche de los leones, La Cachimba, 1994, Cuentistas Rosarinos (U.N.R., edición 1999) y Poetas Rosarinos (U.N.R., año 2005), dos cuentos para jóvenes se incluyen en Un libro para mí, Homo Sapiens 1999); en revistas culturales (Feminaria, La Gaceta Literaria de Santa Fe, El hilo de Ariadna, Buenos Aires, MALBA). Colaboradora del diario La Capital, de Rosario.
Su cuento “La sangre que llegó al río” fue publicado en la edición Nro 237 (2004) de la revista Casa de las Américas, La Habana, Cuba.
Coordina los talleres de Lectura y Escritura Opera Prima y un taller de Lectura Crítica en su ciudad.
Panelista en congresos y encuentros culturales, ha participado como jurado en concursos literarios de poesía y ensayo.



Víctor Montoya nació en La Paz, Bolivia, el 21 de junio de 1958. Escritor, periodista cultural y pedagogo. Vivió en los centros mineros de Siglo XX y Llallagua. En 1976, durante la dictadura militar de Hugo Banzer Suárez, fue perseguido, torturado y encarcelado. Estando en el Panóptico Nacional de San Pedro y en la cárcel de mayor seguridad de Viacha-Chonchocoro, escribió su libro de testimonio “Huelga y represión”.
Liberado por una campaña de Amnistía Internacional, llegó exiliado a Suecia en 1977. Cursó estudios de pedagogía en el Instituto Superior de Profesores, en Estocolmo. Dictó lecciones de quechua, coordinó proyectos culturales en una biblioteca, dirigió Talleres de Literatura y ejerció la docencia durante varios años. Actualmente es colaborador de publicaciones en América Latina, Estados Unidos y Europa.
Obras principales: “Días y noches de angustia” (1982), “Cuentos Violentos” (1991), “El laberinto del pecado” (1993), “El eco de la conciencia” (1994), “Antología del cuento latinoamericano en Suecia” (1995), “Palabra encendida” (1996), “El niño en el cuento boliviano” (1999), “Cuentos de la mina” (2000), “Entre tumbas y pesadillas” (2002), “Fugas y socavones” (2002), “Literatura infantil: Lenguaje y fantasía” (2003), “Poesía boliviana en Suecia” (2005) y “Cuentos en el exilio” (2006).
Dirigió las revistas literarias “PuertAbierta” y “Contraluz”. Su obra mereció premios y becas literarias. Es miembro de la Sociedad de Escritores Suecos y del PEN-Club Internacional. Tiene cuentos traducidos y publicados en antologías internacionales. Es editor responsable de la edición digital de los Narradores Latinoamericanos en Suecia:
www.narradores.se

César González Páez.

Nació en Valle Hermoso (Córdoba, Argentina en 1951. Ha publicado el los volúmenes de poesía “Pan Silvestre” y “Luna de Menta”. En narrativa breve tiene dos libros publicados: “Concierto de cuentos” (El Lector) y “Jarabe de cuentos”, (Servilibro). El cuento que incluye aquí y pertenece al libro “Sombra de boleros” (inédito). E-Mail:
cesarpaez17@hotmail.com. Vive en Asunción, Paraguay.

Dirma Pardo Carugati,

Periodista, docente, narradora. Miembro de la Academia Paraguaya de la Lengua Española y Correspondiente de la Real Academia; directora del Taller Cuento Breve, Presidenta del Club del Libro; miembro de la Sociedad de Escritores del Paraguay y Socia Fundadora de Escritoras Paraguayas Asociadas. Autora de tres libros de cuentos y coautora con Hugo Rodríguez Alcalá de Historia de la Literatura Paraguaya.

Pedro M. Martínez Corada es narrador y fotógrafo. Llegó a la escritura de la mano del Taller Literario de El Comercial, del que es uno de sus miembros fundadores, en cuyo trabajo participa desde el año 2000. Varios de sus relatos se encuentran publicados en los libros «Los cuentos de El Comercial» (Taller de El Comercial, Madrid-2002) y «Vampiros, ángeles, viajeros y suicidas» (Kokoro Libros, Madrid-2005). Es cofundador del colectivo de cultura Margen Cero y director de la revista digital de Arte y Cultura «Almiar», socio fundador de la Asociación de Revistas Digitales de España (A.R.D.E.).Relatos suyos han sido publicados también en revistas digitales de distintos países: «Narrativas – Revista de narrativa contemporánea en castellano» (España); «Heterogénesis» (Suecia); «Proyecto Patrimonio» (Chile); «El Escribidor» (España); «Wemilere de las Letras» (Argentina); Revista «El Interpretador» (Argentina).



Alejandra Aventín Fonatana
Alejandra Aventín Fontana es licenciada en Filología Española por la Universidad Autónoma de Madrid, diplomada en Cultura Hispánica por University of Kent at Canterbury y Máster en Enseñanza del Español como Lengua Extranjera por la Universidad Antonio de Nebrija con mención académica al mejor expediente académico de postgrado del curso 2002-2003.
En la actualidad combina su tarea investigadora con la docencia. Está escribiendo su tesis doctoral becada por la Fundación de Caja Madrid en la Universidad Autónoma de Madrid. Asimismo ha sido profesora de lingüística aplicada y literatura en la Universidad Alfonso X El Sabio y el presente curso académico 2006-2007 ha sido invitada por la Appalachian State University para impartir clase de español y literatura española e hispanoamericana.
Ha presentado en diversos congresos nacionales e internacionales comunicaciones y ha publicado artículos sobre Gioconda Belli, Ana Istarú, César Vallejo, Luis Cernuda, Gabriel García Márquez y poesía última española, entre otros. La profesora Aventín está especialmente interesada en el estudio de la posmodernidad y más en concreto, en la aportación de la poesía centroamericana escrita por mujeres en este contexto, tema sobre el que versa su tesis doctoral. Ha colaborado en varias ocasiones con el suplemento cultural del Diario ABC, S. L.
Asimismo, cabe destacar su interés por la lingüística aplicada y en particular, sus investigaciones sobre la construcción de la competencia literaria; tema sobre el que versa la memoria de investigación del máster que cursó y que próximamente será publicada en Red ELE del Instituto Cervantes. La profesora Aventín continua este área de investigación con el propósito de profundizar sobre la dimensión del concepto de competencia literaria en ELE, así como en los procesos de aprendizaje y adquisición de la LM y las lenguas extranjeras en general.
LUIS MARIA MARTINEZ (1933) Poeta social de más de veinte poemarios. Reunió la poesía social en los tomos: “El trino soterrado” y en “Poesía social del Paraguay” (2005). Tiene también los ensayos: “Cuadernos de notas”, “Periodista inoportuno” y “Hérib Campos Cervera (padre), novecentista olvidado” (2006).

Hebert Abimorad

Maestro, poeta y periodista cultural uruguayo (Montevideo, 1953). Reside en Suecia. Ha publicado Gotemburgo, amor y destino (1982), Gestos distantes (1985), Voces ecos (1988), Poemas Frugálicos (1994), Poemas frugálicos 2 (1995), Malena y Cíber (Ediciones Trilce, Montevideo, 1996; bajo el heterónimo de Martina Martínez), Poemas Frugálicos 3 (Ediciones Trilce, Montevideo 1998, recoge libros anteriores), Conversaciones y Volverá la loba... (Ediciones Trilce, Montevideo, 2000, bajo los heterónimos de José José y Camilo Alegre), Korta Dikter (Ediciones Heterogénesis, Suecia, 2000) versión en sueco de Poemas Frugálicos, la reedición de Poemas Frugálicos ( Ediciones Libertarias, Madrid. 2004) y Samtal, versión en sueco de Conversaciones ( Libertad 2006). Algunos de sus poemas han sido traducidos al inglés, portugués, persa y macedónico.
Premiado como el mejor poeta de la región Oeste de Suecia ( 2003).











[1] Tiranosaurio es el apodo de Stroessner que emplea Augusto Roa Bastos en El Fiscal.
[2] Pepa Kostianovsky: Aldea de penitentes, Asunción, Servilibro, 2006.