miércoles, 9 de enero de 2008

Palabras Escritas Nº 1 (cuarta parte)

El día que me quieras
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Omar Prego Gadea
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Los pormenores empezaron a ser conocidos esa tarde, pero un surtidero de versiones desaforadas funcionaba ya desde muy temprano, alimentado por testigos inubicables, furtivos. Casi todas ellas, sin embargo, coincidían en que Eloísa -la menor de tres hermanas cuyo bisabuelo declaró ser el único dueño, propietario y fundador del pueblo- fue hallada muerta esa mañana, apuñalada en su cama. Nadie era capaz de asegurar que la historia del hallazgo (o al menos sus circunstancias) fuera auténtica o inventada, como había ocurrido en tiempos no demasiado lejanos con otras relativas a ella misma y a Rosa, la hermana mayor.-Tenía que ocurrirle algo parecido- coincidieron muchos.De modo que aceptaron sin demasiadas resistencias aquella versión según la cual Jacinta (la criada, sirvienta, ama de llaves, dama de compañía y enfermera) fue la primera en verla muerta cuando, como hacía desde tiempos inmemoriales, penetró con la bandeja del desayuno en aquella pieza invariablemente oscura, en la que flotaba un perfume rancio proveniente no sólo de los frascos, pomadas, ungüentos y cremas esparcidos en el vasto tocador que dominaba el dormitorio, sino también del tiempo, de los años que llevaba acumulándose, sin pausas, como otras tantas capas geológicas.
Entró, entonces, a esa habitación asfixiante, cuyas persianas permanecían cerradas desde el comienzo de cada verano, para ser reabiertas recién cuando el otoño estaba muy avanzado, por la sencilla razón de que alguna de aquellas mujeres enlutadas, cuyos retratos colgaban en la sala, decretó que esa era la única manera de impedir la entrada del calor, sin que nadie se tomara el trabajo de verificarlo. Era un gesto tan maquinal -explicaría después- que podía hacerlo con los ojos cerrados, puesto que además era ella misma quien disponía la ubicación de los muebles que Eloísa, como si existiera un tácito acuerdo entre ellas, jamás modificaba. Pero esa mañana algo la detuvo no bien traspasó el umbral. Algo inhabitual que, por su carácter escandaloso, no pudo identificar de inmediato. Cuando vio de qué se trataba supo, intuyó o adivinó que algo irreparable había ocurrido: la ventana estaba abierta de par en par, las cortinas descorridas y la celosía apenas arrimada.Alarmada (aunque no fuera precisamente esta la palabra que empleó cuando el comisario y luego el juez procedieron a interrogarla) se precipitó hacia el lecho. Casi enseguida, como si hubiera chocado contra un obstáculo invisible o hubiera sido rechazada después de rebotar en él, se vio a sí misma retrocediendo, con espanto.
No lo dijo así, claro, porque ella (la anciana cuyo origen nadie conocía a ciencia cierta salvo que setenta años atrás alguien la abandonó una noche en el porche de la casona, rebajándolo a la mera categoría de torno de expósitos) jamás fue a la escuela y apenas era capaz de descifrar los titulares de los diarios. Tampoco recordaba muy bien qué hizo luego. Creía saber que volvió en sí (sin haberse nunca desmayado, sin perder el conocimiento) junto a la pesada puerta de roble, del lado del pasillo, y que salió a la calle, la atravesó y empezó a golpear en la ventana del almacén. Probablemente nunca llegó a saber qué le dijo al hombre semidormido que apareció sin haber terminado de vestirse. Lo cierto es que al cabo de uno o dos minutos pudo escuchar su voz gritando algo dentro de la casa. Ella permaneció allí hasta que vio salir al hijo del almacenero, a toda carrera, para perderse de vista al doblar la esquina.
Recién entonces regresó a la casona en la cual yacía, ahora definitivamente muerta sin estar amortajada (pero sí dispuesta a incorporarse al cortejo de fantasmas enmarcados que ya nadie sería capaz de reconocer y menos de asignarles un nombre, fechas, desventuras) aquella mujer con quien, hacía una eternidad, llegó a compartir unos aburridos juegos infantiles, cuyos secretos tuvo que adivinar espiando detrás de puertas o cortinados, sin ningún fin preciso, acaso empujada por esa necesidad enfermiza de saber y, sobre todo, de compadecer.Volvieron con el mismo sigilo con el que habían partido, veinte años atrás. Bajaron en la estación (apenas un andén enarenado detrás del que se levantaba un escueto edificio, más semejante a un galpón que a una oficina) apenas diferente al recuerdo que ellas conservaban, salvo que la pintura estaba toda descascarada y las chapas del saledizo reclamaban un cambio urgente. Las muchachitas que paseaban tomadas del brazo, con sus ojos atentos moviéndose a un lado y otro, infatigables, sus largas piernas metidas en vaqueros gastados artificialmente en los mismos lugares, podían ser las nietas de aquellas que las vieron irse. No las miraron. Ahora las hermanas vestían de negro, habían envejecido veinte años y los pocos que tal vez hubieran podido reconocerlas se habían marchado como ellas a Montevideo, trabajaban a esa hora o simplemente habían muerto.
Se abrieron paso, apartando a los grupos juveniles, a las adolescentes que de algún modo les recordaban a sus amigas, a sus antiguas compañeras de colegio, con las que también empezaron a frecuentar las interminables matinés del cine mudo. Llamaron un automóvil de alquiler y se hicieron conducir a la casona familiar, abandonada, con su jardín delantero convertido en un cardal, casi en un basurero, seco y polvoriento. Bajaron del taxímetro y rechazaron la ayuda que les ofreció el conductor para bajar las maletas, y permanecieron allí, de pie observando la casa, hasta que el coche se perdió de vista. Inmóviles, enlutadas, con sus pálidos rostros alzados hacia el porche, contemplaron lo que ellas llamaban la mansión, aquella casa en cuyo interior no había resonado una sola voz desde el día en que ellas partieron después de trancar puertas y ventanas y asegurar los postigos para proteger los cristales de las inevitables pedreas de los chiquilines.

Quienes habitualmente pasaban por allí camino de sus casas o del almacén, no vieron sin embargo abrirse ese día ninguna ventana, y tampoco notaron ningún signo de que la casa volvía a la vida o a algo parecido a ella, en una última, patética tentativa de las dos mujeres por reconciliarse con sus propias sombras pacientes, resignadas a la espera, recelosas, acaso desdichadamente seguras de ser malqueridas y hasta odiadas. Todo permaneció inmóvil, muerto; pero cuando las dos mujeres empujaron la puerta y entraron, la casa pareció exhalar algo semejante a un fétido suspiro, una rancia vaharada, un olor amargo imposible de identificar, tal vez naftalina en descomposición.
Pero al día siguiente, antes de salir el sol, las ventanas estaban abiertas de par en par, con sus visillos ya instalados, desenterrados probablemente durante la noche de algún arcón polvoriento. Alguien dijo haber visto a la vieja Jacinta limpiando vidrios y barriendo, un pañuelo atado a la cabeza y el mismo guardapolvo desteñido, demasiado grande para ella, flotante, que todos le conocían. Ignoraban cómo se enteró del regreso de Rosa y Eloísa, si se lo habían anunciado o porque alguien que las vio llegar fue a avisarle al rancho ruinoso donde vivía, en unos terrenos municipales próximos al cementerio, en los que un rancherío de desposeídos empezaba a crecer inexorablemente.En los tiempos anteriores a su instalación en Montevideo, era frecuente verlas en el cine. Lejanas, parapetadas en su belleza, avanzando con un andar ceremonial. Ocupaban siempre las mismas butacas, en el centro de la sala, hasta el punto de que todos en el pueblo habían terminado por creer que les habían sido asignadas a perpetuidad, por alguna cláusula secreta del contrato de compraventa que debió firmar el padre cuando la fortuna familiar empezó a esfumarse, durante la crisis del año 29. Allí, girando apenas el cuerpo en poses estudiadas, recibían a sus amigos o pretendientes en los largos intervalos entre rollo y rollo. Los mismos pretendientes que se irían casando con muchachas del pueblo, engendrando, envejeciendo.Eran morochas, de tez muy blanca, tenían ojos grandes y labios finos que rara vez sonreían abiertamente. Rosa era alta, majestuosa, entrada en carnes. No gorda todavía, como si los quilos invasores fueran mantenidos a raya mediante un implacable ejercicio de la voluntad. Tenía una voz grave, profunda, y hablaba sin prisa, como si armara las frases con aplicación, buscando las palabras más adecuadas. Eloísa, la menor, era en cambio de talla mediana y aparentaba ser más pequeña de lo que era. Llevaba el pelo muy corto, a la moda (se jactaba de estar al día en ese dominio, de saber con exactitud qué se usaba en París, cuál era el color más apropiado de lápiz de labios, qué tipo de zapatos debía llevarse según cada ocasión, y esto mucho antes de que nadie en el pueblo tuviera la menor idea al respecto), los ojos excesivamente sombreados y el talle muy ceñido.Solían ir al Club Uruguay y bailaban con quienes se atrevían a sacarlas, de modo que giraban toda la noche, casi sin detenerse, salvo durante esas pausas que todas las mujeres se conceden para ir al toilette a vigilar el maquillaje o acaso para espiar en el espejo la mirada de las otras. O, simplemente, para estar un rato a solas entre mujeres.
Nunca rechazaban a nadie, pero daban la impresión de que cada vez que aceptaban una invitación se limitaran a cumplir con un rito social ineludible o mimaran aquellos gestos que en las demás, en las muchachas pueblerinas, eran naturales, espontáneos. Tal vez, pensaban sus conocidos, lo hacían para no perder enteramente contacto con el pueblo, para aceptar (aunque fuera de manera provisoria) que seguían viviendo en él. Los domingos iban a misa, como todas sus amigas, y a la salida caminaban por la plaza si el tiempo era bueno. Lentas, envaradas, giraban alrededor de la gran fuente ornamental, poblada de nereidas y tritones surgentes, sin mirar a nadie en particular, respondiendo con una sonrisa lejana a los saludos.Hasta que un día hicieron sus maletas y se marcharon, sin previo aviso, sin nada que presagiara la partida, el exilio. Ayudadas por Jacinta y un muchachón que solía desbrozar el jardín, cargaron sus pocas pertenencias en un coche de alquiler y se hicieron conducir a la estación.
Nadie en el pueblo pareció sorprenderse, como si de alguna manera todos hubieran estado aguardando algo parecido. Desde entonces se aplicaron a olvidarlas. O acaso no a olvidarlas, sino a ignorar su ausencia, a hacer cada vez más borrosa su imagen, como determinadas melodías de las que sólo podemos rescatar unas pocas notas fieles. Quienes eran demasiado jóvenes para haberlas conocido fueron recomponiendo sus siluetas raídas a partir de trozos de conversaciones, de palabras deshilvanadas que sus mayores dejaban caer en las sofocantes sobremesas de los domingos, después de las pastas y el vino que ellos no estaban autorizados a beber.
Más tarde, en la peluquería, mientras se hacían afeitar con fingida naturalidad las barbas incipientes o el bozo insolente de la adolescencia, escuchaban las historias que contaba Farías, el viajante de comercio quien, entre risotadas o fumando un puro, afirmaba haber tropezado con ellas en Montevideo en una plaza que apenas conocían de nombre, la Plaza Matriz o Constitución. No habían cambiado, afirmaba, no se las notaba ni más viejas ni más gordas. Tanto Rosa como Eloísa, según él, conservaban un recuerdo minucioso del pueblo y de su gente, preguntaban por conocidos, parecían conmovidas ante el anuncio de una muerte.De modo que el recuerdo de las hermanas terminó siendo asociado a un difuso sentimiento de humillación y derrota, pero nadie estaba en condiciones de dictaminar quiénes eran los humillados y quiénes los ofendidos. Nunca pudieron saberlo, porque tal vez no correspondía hablar de derrota, ya que jamás existió una guerra declarada, abierta. Simplemente, el pueblo y las hermanas convivieron en una suerte de tregua permanente viciada por la sospecha y la desconfianza. Ningún invitado, por ejemplo, dejó de asistir a las veladas que Rosa y Eloísa organizaban en la casona, entonces todavía confortable, con sus muebles antiguos, sólidos (que a su regreso yacerían bajo las fundas y el peso del polvo acumulado) y los pisos recién encerados por Jacinta, los retratos al óleo y las fotografías de los antepasados vigilantes desde sus marcos oscuros. Los ecos de esas veladas se extendían luego por el pueblo, en ondas cada vez más débiles, hasta que las palabras se convertían en murmullos o susurros, en meros sonidos. En ellas, Rosa y Eloísa solían cantar canciones francesas, con un acento que nadie estaba en condiciones de apreciar o juzgar, o bien organizaban proyecciones de Linterna Mágica.
Eloísa prefería las sesiones de charadas, en las cuales proponía acertijos u organizaba breves representaciones mudas detrás de las cuales se escondía una frase supuestamente poética o ingeniosa. De todas ellas la gente eligió para recordar (y escarnecer) una en la que Eloísa aparecía solitaria, silenciosa, reclinada en un sillón, fumando impasible, la mirada perdida en la lejanía. "El humo del cigarrillo nunca sale derecho", dejó caer por último, desdeñosa. En ese clima irreal fue creciendo una trama invasora que terminó por sustituir la realidad, hasta interponer entre el pueblo y ellas una barrera infranqueable.Nadie supo muy bien quién puso en circulación la historia del idilio de Eloísa, aquel verano que todos asociarían después con el incontenible avance de las divisiones alemanas por Bélgica y Francia, la caída de París, la retirada de Dunkerque y los primeros bombardeos de Londres, con las imágenes de columnas interminables de hombres y mujeres derrotados, semejantes a ríos desbordados. Probablemente haya sido Farías, quien seguía viéndolas de tanto en tanto. De acuerdo a los datos incompletos, inverificables, todo empezó con el hallazgo hecho por Rosa de un pasaje de avión a La Habana, a nombre de Eloísa. El billete había sido deslizado dentro de un sobre común y oculto en el misal de Eloísa. Era fácil imaginarla en la estrecha pieza, de pie entre las camas gemelas, contemplando con un asombro por entre cuyos furiosos remezones se iba abriendo paso la explicación de una serie de gestos, de actos, de ausencias, que por obra y gracia de aquel rectángulo de cartón se ordenaban y cobraban sentido. Volvía a verla, entonces, acicalándose, dibujándose ante el espejo una boca que ella, Eloísa, supondría apetitosa, frotándose las mejillas con coloretes comprados a escondidas. Pero sobre todo empezaba a explicarse sus bruscas salidas, sus prolongadas ausencias y, por último, aquella sonrisa de Gioconda con la que escuchaba sus reproches o amenazas.Así que dejó el misal y el billete donde los había encontrado y esa tarde, cuando Eloísa le dijo que iba a hacer unas diligencias, bajó tras ella. Atravesaron separadas por una prudente distancia la Plaza Independencia, bordearon la Casa de Gobierno y siguieron avanzando hacia La Pasiva del Palacio Salvo. La vio entrar a un café, cuyo nombre no supo jamás. Con incredulidad, con una sorda furia cuyo estallido era contenido por el estupor, la ubicó sentada a una mesa, en el fondo más alejado de la puerta, próxima a la zona de toilettes. Frente a ella, inclinado en un gesto confidencial, había un hombre. Los vio sonreírse, vio el movimiento húmedo de sus labios, vio las manos ávidas combatiendo por encima del mármol circular de la mesita, apartando las copas para ensanchar el campo de batalla. Asqueada, con una sensación vertiginosa de oprobio, volvió al hotel y se dejó caer en la cama.Todo esto no lo supimos de primera mano, pero encajaba a la perfección en lo que podíamos imaginar conociendo a Rosa ya Eloísa: todo ocurrió, al parecer, en muy pocos minutos. El gerente del hotel, convocado por una aterrada mucama, se precipitó escaleras arriba y empezó a golpear la puerta, cada vez más fuerte, sin obtener respuesta alguna: impotente, con asombro y humillación, no pudo hacer otra cosa que escuchar aquellas voces cargadas de ira, de un odio rancio acumulado tal vez en años y años de forzada convivencia, de silencios, de sobreentendidos, de minúsculas miserias cotidianas. Siguió no obstante golpeando la puerta hasta que las voces cesaron y, al término de un largo silencio, fueron sustituidas por sollozos, por un torrente de llanto espasmódico, incontenible. Después oyeron un ruido sordo, como si alguien se hubiera dejado caer de rodillas, y a continuación la larga, abyecta letanía de ruegos. También percibieron el silencio, la implacable negativa, el rechazo y el desprecio. Nada más. Las hermanas no salieron a la calle durante al menos tres días, el tiempo suficiente para que la orquesta del cubano abandonara la ciudad.

Cuando bajaron otra vez a la calle, lo hicieron en medio de la curiosidad de las mucamas y ascensoristas de guardia. Nada en ellas parecía haber cambiado. Acaso Eloísa estaba más pálida y no se daban el brazo, pero sus gestos, su manera de caminar, sus miradas, seguían siendo las mismas de siempre. Las vieron alejarse sin prisa, pisoteando las serpentinas todavía sin barrer, a pesar de que el Carnaval ya había sido enterrado.Después de la muerte de Rosa, Eloísa no salió más de la casona, pero se la veía todas las tardes, asomada al balcón, pintarrajeada, con el pelo negro despidiendo un fulgor metálico provocado por las tinturas, la mirada perdida, sin responder a los saludos o haciéndolo como una autómata. No de manera despectiva o agresiva, sino como si habitara otro mundo, una zona inaccesible al común de los mortales, conocida solo por ella. Así transcurrieron cinco años. La casona (con signos cada vez más visibles de abandono, con el jardín trasero convertido ya en un zarzal, en una selva frecuentada por gatos, comadrejas y toda suerte de alimañas) permanecía cerrada la mayor parte del día, después de que Jacinta, ella también cada día más vieja y agobiada, salía a hacer las compras y regresaba con las provisiones.Nadie pudo establecer cuándo empezó a circular la versión de la herencia de un tío abuelo (del que nunca se había oído hablar en el pueblo) fallecido sin dejar descendencia. Ello debió ocurrir después de la mañana en que Eloísa abandonó su encierro (con un vestido negro pasado de moda, el mismo que llevó en el entierro de Rosa, encaramada a unos zapatos de tacones desmesurados y un pañuelo verdinoso anudado al cuello) y caminar hasta el Banco. Andaba con cierta dificultad, apoyada en el brazo de Jacinta, tal vez a causa de los zapatos o del maletín de cuero, semejante al que usaban los comisionistas o los recaudadores, que sustituía su cartera. Entró con la cabeza erguida, mirando rectamente hacia adelante, como en los buenos tiempos. Estuvo casi una hora en el despacho del Gerente General, el mismo que frecuentaba su padre y, antes de él, el bisabuelo. Al término de la reunión el Gerente salió con ella y la acompañó hasta la puerta. Allí se despidió con una inclinación, semejante a una corta reverencia. La vieron emprender el regreso, aferrada a su maletín, y muchos conjeturaron que había ido a retirar la supuesta herencia -o parte de ella- en dinero contante y sonante, impulsada por la creencia, heredada de sus mayores, de que tarde o temprano sobrevendría una crisis semejante a la del año 29. Dieron por sentado que prefería tenerla consigo, metida en un ropero o debajo de la cama, antes que en las bóvedas del Banco.-Es una temeridad- dijeron.
Eloísa parecía por completo ajena a esos temores y siguió mostrándose en el balcón en las sofocantes tardes de aquel verano sin lluvias, invariablemente vestida de blanco, lejana, con un brillo peculiar en la mirada.-Espera a alguien- pensaron algunas de sus antiguas amigas, quienes recordaban haberle oído decir que ninguna mujer se queda soltera si dispone de una buena dote. Durante un tiempo, el pueblo volvió a ocuparse de ella. Una vez más se echaron a circular las gastadas historias de pretendientes rechazados, de romances falsos y verdaderos, en particular la más reciente, la del cantante cubano, cuyo nombre nadie era capaz de recordar.
Al cabo de un tiempo se desentendieron de ella. Se limitaban a echar una mirada entre compasiva e irónica a esa perenne figura en el balcón, a esa eterna sonrisa dibujada con aplicación, siempre idéntica, borrada cada noche como quien se arranca una máscara. Terminó por convertirse en algo tan cotidiano y desprovisto de interés como el busto del caudillo local instalado en la plaza. Hasta la mañana en que apareció muerta.La investigación duró apenas una semana. La noticia de la detención del presunto culpable -según la expresión empleada por el Comisario- corrió por el pueblo como un reguero de pólvora. Y de inmediato, como era natural que sucediera, empezaron a circular las versiones más extravagantes. Pero aunque pudiera parecer extraño, a nadie le sorprendió realmente que el inculpado fuera Ballester, el comprador de una importante barraca lanera de la Capital, un hombre cuarentón, con una prestancia algo relamida, presuntuoso, con una voz grave, melosa o así calificada por quienes, sentados alrededor de la mesa de juego del Club, metiendo y sacando las manos del cono de luz de la lámpara para recibir las cartas y dejar caer las fichas, debían escuchar cada noche los relatos de sus amoríos. Les chocaba su jactancia, su indisimulado desprecio por las mujeres con las que decía acostarse en los pueblos o ciudades por donde pasaba. Y cuando empezó a perder fuertes sumas que pronto redondearon una cifra exorbitante incluso para los más veteranos, alguien le oyó musitar, una de aquellas madrugadas. "Afortunado en amores".
-La mató para robarla- dijeron.La instrucción del sumario también fue rápida. A su término, el Juez dijo a los dos o tres periodistas venidos desde Montevideo que el encausado había confesado su culpabilidad, que el arma del crimen pudo ser recuperada, así como el maletín donde el asesino pensaba hallar el dinero destinado a cubrir las sumas sustraídas a la barraca para atender sus deudas de juego. El arma era un vulgar cuchillo de cocina de hoja delgada y corta, de mango de madera. Estaba allí, sobre el escritorio del Juez, junto al maletín. A un costado los periodistas pudieron ver un montón de papeles, de cartas, de viejas fotografías desvaídas. Había también otras más recientes. Entre ellas reconocieron la del cantante cubano, así como cartas breves, cuya escritura resultaba casi indescifrable. Eran cartas llenas de frases que parecían extraídas de los boleros que él mismo componía y cantaba metido en uno de aquellos atuendos rebuscados y colorinchudos, con sus pantalones ajustados y sus blusas atestadas de volados y pliegues.
De modo que los cronistas venidos de Montevideo tomaron nota de todo ese material, de las fotos, de las cartas y de las postales y se marcharon en el último tren, no si antes fotografiar el frente de la vieja casona.Al otro día todo el pueblo se precipitó al quiosco de diarios y revistas, ansioso por saber qué decían las crónicas escritas por aquellos hombres a los que habían visto husmeando por todos los rincones. Leyeron con avidez esas versiones sacralizadas ahora por el prestigio de la letra impresa, por los grandes titulares escándalo. En realidad las crónicas no agregaban nada a lo que ya sabían o creían saber. Y habrían resuelto que, después de todo, el asesinato de Eloísa no pasaba de ser un crimen vulgar, como tantos, a no ser por el final ¿inventado? del drama de una de aquellas notas. Según el anónimo autor, el asesino confesó haber estado a punto de abandonar su "siniestro propósito" y saltar ventana afuera cuando, mientras aguardaba que sus ojos se habituaran a la penumbra, vio algo semejante aun espectro erguirse silenciosamente en la cama. Dijo que aquello, "sombra o fantasma", se puso a observarlo "con avidez, en acecho, como si esperase un gesto suyo para actuar. Así, agregó, permanecieron durante largos minutos, no sabría decir cuántos, hasta que la mujer comenzó a avanzar hacia él, sigilosa, para detenerse "sólo cuando ya casi lo rozaba". Entonces, dijo, escuchó una voz ronca, suplicante "como estorbada por el deseo", que susurró, apenas:-¡Al fin llegaste! ¡Si supieras cómo te estuve esperando todos estos años! ¿Por qué tardaste tanto?
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Nupcias en familia
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Teresa Porzecanski
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El traje de novia de mi prima Faride estaba abotonado por detrás hasta el cuello y lucía semejante a una túnica sacerdotal, escondiendo el cuerpo bajo una figura remota que rejuntaba alforzas y pliegues excesivos a la altura de las caderas.
La modista, se quejó mi tía, había cortado la tela equivocando la forma de las mangas, y sin administrar con tino ni un solo centímetro del brocado purísimo traído especialmente de Buenos Aires por el vecino sastre, en el doble fondo de una valija de cartón. La falda, abultada en su pompa, desembocaba en el suelo como un pesado cortinado de salón.
Esa modista maldita escapada de la mano de Dios no se merecía nada, y su descuido no era más que una prueba de su vida disoluta, errática, que habría que investigar. Seguro que noche tras noche bailaba promiscua con su novio en algún barracón, y que hasta lo arrastraba a su altillo en la calle Pablo de María donde horror delante del níveo vestido de novia de mi prima que yacía a medio coser sobre un soporte grotesco, seguro que holgaban sin culpa ni vergüenza.
Un martes por la mañana mi tía se encasquetó su sombrero negro con velo, que semejaba un panal, manoteó su mantilla de flecos morados y, en un acto de compromiso moral que la hizo atravesar dos barrios en quince minutos, ascendió al altillo de la ramera a encarar a la pusilánime frente a la mismísima pureza del vestido que debió ser rotunda.
"Ud, cuentan que le espetó, Ud. no tiene derecho. Se le paga por hacer del vestido algo digno de ser usado. Algo que no haya sido testigo de ninguna intimidad. Se le paga por construir un vestido virtuoso, no un disfraz."
La mujer desorbitada hasta el temblor retrocedió al borde mismo de la cama de hierro.
"Nada le ha pasado al vestido" balbuceó entre gemidos "Está intacto. Puede verlo Ud. misma."
Mi tía lo olfateó porque el asunto no estaba sólo en mirarlo. Cualquiera hubiese podido verlo sin descubrir en él nada en particular. Pomposo, largo, aburrido, no aparecía en el a simple vista nada procaz. Sólo ella, con su dominio de mundos y de gentes, únicamente ella, con su a pesar de todo escrupuloso ideal, era capaz de distinguir y sopesar aquellos rastros del descaro. Y de la fatalidad, pues las cosas todas eran signos de destinos irremediables que rondaban a las personas hasta sofocarlas, como ese olor sutilísimo, levemente fétido, que emerge del forcejeo de la pasión.
La modista, a los cincuenta años, se arrodilló y lloró. Su vida, su pasado, ya nunca serían lo que fueran. Ese hombre del que el vestido había -ajeno a su voluntad- dado testimonio, hacía ya tiempo que había desaparecido sin más. Sospechaba que por causa de otra mujer, alguien por cuyo rostro y rastro, sentía dolida curiosidad. El mundo hedía por todos lados; entonces, por qué no el vestido?Las luchas que mi tía peleaba en esos tiempos -y hablo de dimensiones erosionadas por cosas diminutas- eran todas así, pobladas de un extremismo pequeño, cotidiano, en contra de la desfachatez.
Modistas, costureras, ojaladoras, sombrereras, todas ellas fácilmente entregaban la virtud de la mujer al reino del atropello. Confabuladas, libertinas, ellas conspiraban para traicionar a las esposas, a las novias, a las madres, abriendo sus escotes hasta que las carnes frondosas asomaran, levantando las faldas hasta que se advirtieran rotundas las sinuosas pantorrillas, apretando las sedas contra los cuerpos que, así ceñidos, se volvían lúbricos y nefastos.Llovían torrentes de agua empastada cuando se casó mi prima. Bajo paraguas negros y profundos como hongos se apretujaba la comitiva. Los niños permanecíamos temblando entre las piernas de los adultos mientras un rabino incoloro desgajaba sus rezos, sus bendiciones.
Bajo ese toldo nupcial entendí por primera vez que el mundo, como la lluvia, se precipitaba sin pausa. Y que Dios nos miraba atentamente por entre los paraguas, atravesando el diluvio, el toldo, los sombreros. Había un charco de depositación cerca de mis zapatos de cuero abotonados y en él vi ahogarse una avispa, una alimaña.Mi prima no fue feliz: engordó hasta que su peso la hizo lenta y resignada. Con los años, una mirada de renuncia se le instaló en la cara. Mi tía no fue feliz: cansada de costureras, se dedicó a coser y descoser sin cesar sus propias prendas. La modista no fue feliz: se desvaneció una mañana por voluntad propia. El rabino no fue feliz pues contrariadas sus bendiciones humedecidas por la lluvia, escapó con su espíritu a otros ámbitos. Otras bodas.
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El endotexto Roabastiano
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Eric Courthés

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I) EL TEXTO NO TIENE FIN NI COMIENZO

La palabra texto deriva del latín textus que significa 'tejido', por tanto se puede definir el texto como una red de signos que van tejiendo conexiones entre sí y forman cierta textura. Las relaciones que teje el texto con esta textura, o sea su campo semiológico, configuran su semiotopos.Sin embargo, no alcanza esta definición puesto que el texto por su hipertextualidad intrínseca va también tejiendo relaciones con otros texto auctoriales o alógrafos, y con otros signos propios del idiotopos del productor y del receptor.El texto vendría a ser por tanto una red de signos que van tejiendo relaciones dentro y fuera de sí mismo. En cuanto al segundo aspecto del texto, es interesante notar que con la aparición de la informática en los años sesenta, y sobre todo con la invención del hipertexto por Ted Nelson, en 1965, y con las revoluciones textuales contemporáneas del Nouveau Roman en Europa y la Nueva Narrativa en América Latina, el texto salió de sus cauces habituales, incluso si las rupturas de la linealidad del relato son invenciones muy anteriores.Pues por una parte, un texto por sus relaciones con los idiotopos de los receptores y del productor, por su semiotopos siempre específico, por su hipertextualidad natural que lo relaciona con textos anteriores y posteriores, no tiene fin ni comienzo, lo que lo opone al objeto-libro que lo contiene en la mayoría de los casos. Por otra no es fácil determinar en qué nivel del discurso empieza el texto ¿En la unidad de lectura, o sea en "'el espacio textual donde mejor se observa el sentido'" según Barthes? Es decir unas frases o un capítulo, que conforman una lexía según él. ¿O en la lexía tal como la define Pottier? Esto es una unidad simple o compleja del lenguaje que reemplaza la noción de palabra.No pretendemos zanjar la dificultad en este artículo, o admitimos como casi todos que el texto, como producto del lenguaje escrito u oral, es una unidad lingüística superior a la frase. O nos fijamos mejor en su etimología, y lo consideramos como una red de signos interrelacionados entre sí y con los contextos. En este caso, si una sola lexía va tejiendo muchas relaciones con otras de su semiotopos y con los idiotopos del lector y del productor, y constituye su propia red, ya es de por sí un textoBaste con recordar la lexía compleja Locus Solus en Yo el Supremo y todos los significados que conlleva, para entender mejor que el texto empieza en la unidad mínima del discurso, o sea en la misma palabra. En el extremo opuesto, no termina con el libro que lo contiene, puesto que tiene fuentes varias y que sus metas van renovándose en cada lectura.

II) EL ENDOTEXTO ROABASTIANOIIA) UN TEXTO QUE SE MIRA A SÍ MISMO

La obra roabastiana ilustra idóneamente este concepto del texto, en efecto se caracteriza por su gran hipertextualidad y sobre todo su hipertextualidad auctorial, o sea que a Roa Bastos, dentro del marco de "la poética de las variaciones", le encantaba variar las formas y los contenidos de sus textos, provocando ecos en toda su obra y en la mente del lector desde luego. Pero ya analizamosestos fenómenos en otros textos, y ahora nos toca definir lo que es un endotexto y qué tiene que ver con la obra de Roa. Como ya lo refleja el prefijo endo, el endotexto miraría hacia dentro, hacia su propio centro de producción, es decir hacia un narrador-escribiente u otras voces narrativas, aparentes productoras del texto que estamos leyendo.En efecto, es algo casi general en la obra de Roa, desde el terrorífico desdoblamiento de Jacob y quien lo escribe en Lucha hasta el alba, hasta el alucinante "escrutinio de la escritura" en Yo el Supremo, pasando por la impresionante delegación de la escritura del autor a su narrador-personaje Miguel Vera en Hijo de hombre, que el lector incauto recién descubre en la Carta de la Doctora Monzón, al final del libro.Culminaría este proceso textual en Contravida, dado que en esta "despensa" textual guardó todos sus textos anteriores y los hizo chocar en un mismo libro, a contracorriente de su obra en que dominan los endotextos. Lo más llamativo en esta obra respecto de nuestra temática, es que el narrador personal anónimo ya no escribe el libro que estamos leyendo sino que reescribe los libros suyos o de otros que ya hemos leído o que nos tocará leer, toda una obra vuelta hacia dentro, en estado de involución, de ahí su impresionante gestación de más de 30 añosHace poco, al fallecer el Genio paraguayo, en un Anexo del CRIMIC SAL de La Sorbona, lo sintetizó atinadamente todo Mario Goloboff: " pretendía convencerlo de que era LA ESCRITURA en el sentido primordial, derridiano del término, EL EJE DE SU CONSTRUCCIÓN NOVELÍSTICA."Pues Roa sería un escritor que rehuye de la paternidad de sus libros y se las amaña para que una instancia narrativa o un personaje aparezca como el autor, delega de modo sistemático la escritura para reflexionar mejor sobre ella; este proceso reflexivo de una escritura que se mira a sí misma, cobra acentos saussurianos en Yo el Supremo, en que también el Supremo se hace lingüista renegando de la arbitrariedad del signo, y comprobando con amargura el fracaso de la literatura por la ausencia del verdadero lenguaje, él de las palabras-objetos, que relacionarían de modo natural el significante con su objeto:"Las formas desaparecen, las palabras quedan, para significar lo imposible. Ninguna historia puede ser contada. Ninguna historia que valga la pena ser contada. Mas el verdadero lenguaje no nació todavía. Los animales se comunican entre ellos, sin palabras, mejor que nosotros, ufanos de haberlas inventado con la materia prima de lo quimérico. Sin fundamento. Ninguna relación con la vida." (p. 102, al comienzo de los Apuntes).

IIB) UN TEXTO QUE SE GENERA A SÍ MISMO

De ahí tal vez, de la comprobación de que ninguna historia puede ser contada sin un lenguaje adecuado, de que Roa se las pasase buscando vías nuevas para hacer estallar el lenguaje, desde dentro con la palabra-objeto-ficción, o sea una desfloración del signo mediante nuevas combinaciones de significantes, y desde fuera, relacionando sus textos con hipotextos ajenos y propios. Y en este segundo caso, de hipertextualidad auctorial, es impresionante constatar que Roa escribe un libro único abierto a todas las variantes, que tampoco tiene fin ni comienzo, cuyos episodios y personajes aparecen transmutados, bajo varias formas, en varios momentos de su obra. El caso más relevante es el del Maestro Gaspar Cristaldo/ Cristóbal, presente en Nonato, que es su doble y origen, en Hijo de hombre, desde luego en Contravida en que es figura dominante, en El fiscal, bajo los rasgos del abuelo del autor, Ezequiel Gaspar, -patriarca mujeriego que falleció a los 108 años-, y cómo no en Madama Sui, en que Èl termina, -otra transmutación suya, único amor de la japonesita, el veterano de la Guerra del Chaco, Dionisio Arzamendia-, quemándose en el tarumá al borde de la laguna del Maestro enano y genial, igual que en Contravida. Sólo los mellizos Goiburú, sus "en-amigos", tienen tantas trasmutaciones y resurrecciones en la obra de Roa.Pasa lo mismo con Damiana Dávalos, doble materno de la ramera Lágrima González en Hijo de hombre, de lógica vuelve a surgir su imagen en Contravida, y en Madama Sui la desdobla con la hetaira apenas núbil del Tiranosaurio: " A Lágrima González Kusugüe no le había llegado aún la hora de llorar." Lo susodicho demuestra con nitidez que los personajes de Roa no son personajes sino verdaderas obsesiones que habitan tales fantasmas toda su obraPues un texto que se genera a sí mismo en la repetición de los hechos con variantes,-por lo tanto con el esquema de oralidad sacado del ámbito guaraní-, y también que nunca se da por concluso, las múltiples variaciones que sufrió Hijo de hombre, cuya conceptualización encontramos en la famosa Nota de Toulouse, o la reelaboración teatral de Yo el Supremo, están ahí para demostrarlo.El texto de Roa viene a ser un cuerpo vivo que se regenera a sí mismo y anda en movimiento perpetuo, como el trompo de Sartre, sus palingenesias sucesivas son el fruto de "sus carencias y excesos" como lo decía Roa, pues de las "frustraciones", o ansias de perfección, de un autor que nunca daba su obra por terminada, y confesaba que la última versión tal vez fuera la negación de la primera, una revolución endotextual.El endotexto de Roa sería en fin un texto que se encara con el acto de escritura y lo comenta, una especie de auto-metatexto, y también un texto que va multiplicando de modo transfinito, sus personajes, hechos y formas, y que por supuesto integra al lector en su fábula, haciéndole leedor también

IIC) UN TEXTO QUE LOS LECTORES VAN REGENERANDO

Primero, conviene recordar, que esta voluntad de Roa de parapetarse tras varias instancias narradoras, personajes, compiladores, cuadernos, manuscritos o crónicas de otros, coincide con la época de la Nouvelle Critique, encabezada por Roland Barthes, que pronosticaba la muerte simbólica del autor y el nacimiento de un nuevo lector, tipo lector modélico a la EcoSin embargo, los Padres Fundadores de la semiótica textual de los setenta difieren en algo de Roa, mientras ellos inventan a un lector ideal, que lo suple al autor y reinventa en cada lectura la obra leída, a Roa le gustan más los " lectores ingenuos" que "los críticos sesudos", de ahí tal vez mi obsesión maniática y magnética por su obra Un lector que identifique los diferentes ecos de su "libro-rizoma" y los conecte entre sí, pero que no pretenda reconstituir todos los estratos de los palimpsestos de Roa.
Un lector a quien le encante, con toda humildad, entender que no lo ha entendido todo, igual que al autor, un lector que salga de la lectura con una parte velada en la mente, con interrogantes permanentes sobre el Hombre y la Escritura, un Hijo de Hombre que tenga sus dudas y sus culpas como en la vida real, que entrevea en la realidad abrumadora de su Palabra, lo que es la ficción: "Escribir es despegar la palabra de uno mismo. Cargar esa palabra que se va despegando de uno con todo lo de uno hasta ser lo de otro. Lo totalmente ajeno (.) Escribir no significa convertir lo real en palabras sino hacer que la palabra sea real."
Un lector que con sus metatextos incautos vaya alimentando la obra suya sin pretensiones, y vaya creando sus ficciones, siendo simples hipertextos de su Maestro; un lector que requiere de un autor que escribe por el otro y lo involucra en su utópica vorágine:"Viejo vicio, éste de la escritura. Círculo vicioso que se vuelve virtuoso cuando se cierra hacia fuera. Una manera de huir del no-lugar hacia el espacio estable de los signos; una manera de buscar el lugar que se llevó nuestro lugar a otro lugar."
Un lector que vaya recreando su obra y se contagie de su poética, que haga del endotexto suyo un exotexto abierto a los demás, para que de verdad su obra se vuelva transfinita.
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Un esbozo de las relaciones literarias Argentino-Paraguayas a través de la historia.
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José Vicente Peiró Barco (Universitat Jaume I - Castellón, España)
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Las relaciones literarias entre Paraguay y Argentina siempre han existido, hasta el punto de que, aun pareciendo irónico el comentarlo, ambas naciones se disputan la presencia del cronista colonial Rui Díaz de Guzmán en la historias de sus letras. Los críticos del país guaraní consideran su Historia del descubrimiento, población y conquista del Río de la Plata como el inicio de su literatura nacional dado que aparecen en ella tres relatos de ficción ambientados en la región a la que corresponden -más o menos- los límites nacionales: "La Maldonada", "Las Amazonas" y "Lucía Miranda".
Los argentinos denominan esta crónica como La Argentina, con lo que está demostrado que el criollo Díaz de Guzmán "les pertenece".Esta disputa, nacida desde antaño, ejemplifica una vieja rivalidad político-cultural que procede de la fermentación nacionalista de la dictadura de Gaspar Rodríguez de Francia en la segunda década del siglo XIX.
La historia literaria paraguaya hay que reconocerlo posee una vinculación notable con el ambiente argentino desde el nacimiento del país e incluso en nuestros días, por diversos motivos.Uno es el motivo político. Es el más importante, aunque no el único desde el punto de vista literario. Nadie duda que la dictadura de Francia del afrancesado conocedor de las ideas del Conde de Volney que le llegaban desde Buenos Aires, condujo al destierro bonaerense a figuras intelectuales del país como Juan Andrés Gelly, quien llegó a participar en el movimiento intelectual bonaerense del 37 y participó en la elaboración del dictamen del certamen de poesía celebrado en Montevideo en 1941, con motivo de la celebración del aniversario de la Revolución de Mayo. La férrea censura del dictador impidió el desarrollo de las letras en Paraguay, hecho que se convirtió en una de las causas de su tantas veces mentados anacronismo y aislamiento -pretextos actuales de la inoperancia- los intelectuales que pudieron se establecieron en la capital argentina, y, como Gelly, se introdujeron en círculos próximos a los unitarios. Es el Buenos Aires de la influencia de Larra a partir de 1830 tan estudiada por Emilio Carilla que ancló unos años más tarde en Asunción con la llegada del maestro español Ildefonso A. Bermejo durante el mandato de Carlos Antonio López.
En 1942, el contratado para elevar el nivel educativo del país, nacido en Cádiz, fundó la Academia Literaria, donde pudo extender esa influencia de Larra hacia los jóvenes alumnos.No cabe duda que las dictaduras, constantes en la historia paraguaya, empujaron al destierro a los pensadores también en el siglo XX. Morínigo y Stroessner fueron los protagonistas de la decapitación de la intelligentsia. Pero aunque sea el régimen del segundo el que pueda parecer más culpable de ella a simple vista, dados sus treinta y cinco años de duración y su proximidad a nuestros días, el de Morínigo fue el responsable máximo de la fuga de valores de las letras del país cuando triunfó en la guerra civil de 1947 frente a los liberales y resto de opositores al coloradismo activo de tinte militarista. Y Buenos Aires fue el principal destino de los exiliados, lo que produce cierta perplejidad o es una contradicción latinoamericana más dado que el régimen de Perón había apoyado con armamento y dinero a las huestes de Morínigo, sobre todo cuando las fuerzas de la oposición al coloradismo se encontraban en las proximidades de Asunción.El factor económico es un segundo motivo importante para explicar la "fuga de cerebros" paraguayos.
Obviamente, la pobreza del país y la imposibilidad de alcanzar empleos con salarios mínimos para la subsistencia forzaron su emigración. La bonanza económica de Argentina durante la Segunda Guerra Mundial y los años posteriores permitieron la absorción de mano de obra barata de Paraguay. Entre los emigrantes también había intelectuales y escritores, dado que en la capital argentina la publicación era más factible, así como el poder vivir del trabajo escrito periodístico y de la participación en el mundo de las letras, ausentes de la vida paraguaya. Lo cierto es que la situación paraguaya favorecía la emigración de quienes eran capaces de hallar un lugar en la capital porteña.
Un ejemplo de literatura creada en la argentina por emigrantes que se ganaron el pan en ella fue Ñandé de Carlos Waldemar Acosta.Y hay un tercer factor importante que subraya la vinculación cultural argentino-paraguaya: el editorial. El mundo editorial es uno de los ejemplos del estado en que se encuentra la literatura en un país, como bien señaló como factor socioliterario Roger Escarpit. La difusión de una literatura, tanto la de un país como la de un subgénero concreto, goza de buena salud si parte de una asentada industria editorial, hecho que conlleva cierto grado de comprensión hacia la comercialidad literaria. De hecho, y centrándonos en la literatura paraguaya, Augusto Roa Bastos se conoció gracias al Premio Losada por Hijo de Hombre, entre otras razones, pero su difusión masiva posterior se vio favorecido, sin duda, por su inmersión en el circuito literario por medio de su agente comercial, situación que no disfrutaron otros autores, o no supieron disfrutar o alcanzar. Y valga este escritor o Gabriel Casaccia, a partir de su consecución del Premio Kraf, con La llaga en 1964. La consecución de los premios más prestigiosos en el ámbito editorial argentino permitió la consolidación de ambos escritores y el que pasaran a la posteridad incluso como fundadores de la novelística paraguaya, al menos de la "realista crítica". De la misma forma, el poeta Elvio Romero alcanzó notoriedad ayudado por la circunstancia de publicar en Losada, con todo lo que suponía esta editorial desde la década de los cincuenta del siglo XX.En el caso paraguayo, además de la edición de quienes residían en Argentina, emigrantes o exiliados, también había un amplio número de autores que editaba sus obras en Buenos Aires. Un caso importante es el de Concepción Leyes de Chaves.
Los defectos de las imprentas paraguayas, la escasa preparación de sus técnicos, la inexistencia de editoriales y de librerías con buenas ventas, y el prestigio social que ofrecía el hecho de publicar en la capital del país vecino, la capital cultural del Cono Sur para aquellas mentalidades, permitieron la aparición de un amplio número de obras del país guaraní publicadas allí. Si a ello le sumamos que los costes de impresión eran menores en Buenos Aires que en Asunción basándonos en testimonios orales de autores de la época, tendremos idea de lo que significaba la búsqueda de la posibilidad de editar en el mundo porteño.Ahora, en el amanecer del nuevo milenio, las relaciones son más personales y más fluidas, en forma de asociaciones, encuentros o participaciones institucionales (éstas insuficientes). Hay editoriales bien establecidas en el Paraguay, como Arandurâ, El Lector, o Servilibro. Parece que la situación política no está marcada por la persecución y el factor económico quién sabe dónde es más inestable.
Nunca se han publicado tantos libros como en la actualidad. Sin embargo, para el escritor paraguayo sigue siendo un reto casi imposible de solventar el escapar de las fronteras de su país y encontrar lectores. Planteo la pregunta al lector de si la fama de Augusto Roa Bastos será recogida por alguno o algunos de sus compatriotas. Difícil está.
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Un mundo al revés:La Guerra del Paraguay en los escritos de Lucio V. Mansilla
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Jennifer L. French (Williams College, Massachusets)
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En su famosa obra Una excursión a los indios ranqueles, el argentino coronel Lucio V. Mansilla se desvía de la narración de su viaje hacia Tierra Adentro para reflexionar sobre sus experiencias en la Guerra del Paraguay, recién terminada en aquél año de 1870.
"Vivir es sufrir y gozar, aborrecer y amar, creer y dudar, cambiar de perspectiva física y moral," escribe el coronel. Es un modo de vivir que según él llegó a ser sumamente difícil durante los largos periodos de estancamiento que el ejército argentino experimentó durante los primeros años de la guerra. Tan fatigado estaba de mirar siempre el mismo panorama de bosques, esteros, centinelas y trincheras paraguayos, y tan grande era la necesidad de alguna alteración, que el coronel recurrió a una estrategia extrema. "¿Sabes lo que hacía?" escribe, "Me subía al merlón de la batería, daba la espalda al enemigo, me abría de piernas, formaba una cuerda con el cuerpo y mirando al frente por entre aquéllas, me quedaba un instante contemplando los objetos al revés."
Con esta imagen excéntrica y jocosa, Mansilla nos ofrece una buena y muy seria metáfora para sus propios escritos sobre la Guerra del Paraguay: en contraste con la versión oficial de la historia argentina, Mansilla ve las cosas "al revés", no sólo criticando las decisiones tácticas tomadas por el liderazgo aliado, sino también cuestionando la noción de la "civilización" que formaba la base ideológica de la campaña argentina.

Dentro de la literatura decimonónica, Mansilla presenta una anomalía: sobrino del dictador Juan Manuel de Rosas, pasa a los partidarios de Mitre después de la batalla de Caseros, y luego apoya la candidatura presidencial de Domingo F. Sarmiento, némesis declarado del tío. Durante la Guerra del Paraguay Mansilla sirve como oficial del Batallón 12 de la Línea, encabezando un grupo de soldados que él mismo había reclutado de las provincias andinas. Durante la guerra escribe crónicas pseudónimas para el periódico porteño La Tribuna, criticando el liderazgo argentino y brasileño. Por su falta de respeto el General Gelly y Obes lo despide del frente paraguayo y lo manda al oeste para juntarse a las tropas nacionales que están luchando contra rebeliones provincianas; vuelve al Paraguay sólo para ver la caída de Humaitá. Un par de años después y terminada la guerra, Mansilla se frustra con el puesto que ha recibido en la frontera indígena, y se decide por voluntad propia emprender el viaje al lejano pueblo de los indios ranqueles, donde (obrando otra vez por su cuenta) negocia un tratado de paz con los caciques.
A la vuelta en Buenos Aires, escribe sus reflexiones en una serie de 58 cartas, las cuales serán publicadas en el diario La Tribuna y eventualmente como el libro Una excursión a los indios ranqueles.
Mi ensayo analiza las contribuciones de Mansilla a la literatura sobre la Guerra del Paraguay, entre otras la historia del Cabo Gómez, narrada en cartas 5-8 de la Excursión, sus crónicas de guerra para La Tribuna, los ensayos de Entre Nos, sus charlas, recogidas en Horror al vacío y otros volúmenes, y su elegía sobre Dominguito Sarmiento, muerto en la batalla de Curupaití. Siguiendo el trabajo del historiador Thomas L. Whigham, entiendo el significado de la Guerra del Paraguay para de la historia argentina en términos de la consolidación política e ideológica de la Nación, lo cual en términos prácticos significaba la reglamentación de la autoridad del gobierno porteño sobre los caudillos y poblaciones de la periferia.
Mansilla participó en este proceso en varias capacidades: como reclutor de tropas, como oficial de Línea, como defensor de Mitre contra los rebeldes del interior, y finalmente como comandante en las guerras contra los indios argentinos. Para él, las guerras contra estos "bárbaros" argentinos son estrechamente vinculadas con la guerra contra los "bárbaros" paraguayos, y presenta la violencia masiva de los dos genocidios como evidencia del dudoso mérito de lo que se consideraba el progreso.
Lo que es más, en los escritos de Mansilla se destaca como tema central una protesta contra el monopolio sobre el uso legítimo de la violencia que el gobierno mitrista pretendía establecer. Mansilla, que no era pacifista, admiraba el valor y la destreza cuchillera de sus reclutas gauchos, y cuando más bravos y más leales a sus compañeros, más los amaba él. Pero si Mansilla contribuyó de esta manera al Culto al Valor de la época, también intervino contra la apropiación y manipulación del gaucho argentino por parte del Estado, criticando implícita y explícitamente la voluntad del Estado de determinar quién tiene el derecho de utilizar la violencia, contra quiénes, cuándo y bajo cuáles condiciones.
La historia del fusilamiento del Cabo Gómez, veterano malherido en la batalla de Curupaití, pone en evidencia la mala fe y las maquinaciones de un régimen que se aliviaba de una población problemática -los gauchos vagabundos y delincuentes de la frontera- por medio del servicio militar. ¿Por qué es apropiado, Mansilla nos hace preguntar, que un soldado ataque un pueblo desconocido por honor de la patria, pero no al individuo que lo ha insultado personalmente? ¿Por qué es apropiado que un soldado sufra privaciones y muerte por el bienestar de un Estado que se deshace de él cuando le resulta inconveniente?
Aunque la Historia suele recordar a Mansilla como el "árbitro de la moda" en la Guerra del Paraguay, su contribución al debate sobre la legitimidad de la causa aliada es en realidad mucho más radical. Presenta las paradojas del nacionalismo y la violencia estatal con la sabiduría sorprendente de quien ha pasado su tiempo "contemplando los objetos al revés."
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Apuntes sobre oralidad y memoria en la ficciónde Roa Bastos
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Alai Garcia Diniz (Universidade Federal de Santa Catarina- Brasil)
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En primer lugar conviene explicar que ese estudio específico forma parte de una investigación más amplia sobre la oralidad en la literatura latinoamericana y por primera vez me dedico a la particularidad de la oralidad literaria. Además la intención de estudiar la trayectoria de la oralidad roabastiana que ahora empiezo con ese ensayo se movería entre dos obras, una del comienzo de su actividad como escritor: El trueno entre las hojas (1952), publicada ya en su etapa de exilio y el correspondiente estudio de la oralidad en una de sus obras de la década de 90 -El Fiscal- (1993). Así como un trabajo en proceso, este ensayo específico trata de esbozar algunas ideas sobre el cuento "Cigarrillos Mauser" del primer libro mencionado.Como dice Walter Bruno Berg, tradicionalmente la oralidad no es admitida en la literatura, pese a ello se han formado brechas a su manifestación a lo largo de la historia como en la comedia, en el sainete español del siglo XVIII, en el esperpento de Valle-Inclán.
Sin atenerme aquí a la digresión histórica del concepto, vale la pena recordar la deconstrucción de Jacques Derrida (desafortunadamente recién muerto el día 09 de octubre) que dejó muy viva las falsas dicotomías, caso tradicional entre la oralidad y la escritura. Por lo tanto este trabajo aporta la superación de ese binomio por comprender que no es posible estudiar la literatura paraguaya sin comprender el bilingüismo, la pluralidad étnica y la multiculturalidad.Así entiendo que, en el caso de la literatura del Cono Sur que se imbrica en un contexto dictatorial, por ejemplo, los testimonios de exiliados políticos de las décadas de 50 y 60 se destinaban también a mantener la utopía de la lucha emancipatoria en el país de origen y por eso se conformaba en el espectro de lo popular, aunque escrito, en general, por periodistas, intelectuales en su adhesión al socialismo, caso de Roa Bastos que sale del Paraguay en 1947.En ese sentido la literatura se combina también con la memoria. Por una parte los cuentos de esa obra apuntan distintas facetas desde las cuales se representan rasgos de un imaginario de subalternidad ubicado en un tiempo y en un lugar determinado.
Si en Argentina la invención de ese sujeto autóctono se ha construido en el siglo XIX a través de la figura recurrente del gaucho, en Paraguay se ha forjado el guaraní como cuerpo nacional. Se da con "el guaraní" la misma paradoja planteada por Martín Barbero con referencia al término "pueblo"; es decir, el guaraní ha sido nombrado como "representación imaginada" de la comunidad y concretamente seguía siendo excluido.Por otra parte, en la década de 50, esos textos dialogan con dos clases de tradiciones específicas en el interior de la literatura paraguaya; la primera de ellas desarrollada durante la Guerra del Paraguay o Guerra Grande:(1864/1870) que es el establecimiento del guaraní como lengua literaria, o código de identidad de aquella "nación" en guerra, como el rasgo más significativo de la comunidad imaginada.
Ejemplo de eso es el periódico del frente paraguayo con sus grabados y poemas -el Cabichuí- en su fisonomía bilingüe. La segunda es la trayectoria literaria de Rafael Barrett, periodista español que al comienzo del siglo XX representa en distintos ensayos la fisonomía múltiple del subalterno que sucumbe como jornalero en la esclavitud yerbatera de la selva paraguaya con el sistema de la deuda forzosa e inamortizable o la mujer que, en las casas de baja prostitución, está obligada a comprar la ropa y los alimentos a su patrona y así en distintos abordajes Barrett describe el país:Cito: "El hogar paraguayo es una ruina que sangra: es un hogar sin padre. La guerra se llevó los padres y no los ha devuelto aún. Han quedado los machos errantes, aquellos que asaltaban los escombros con el cuchillo entre los dientes, después de la catástrofe"

Esos dos ejes de la subalternidad paraguaya van a representar para Roa Bastos el diálogo que el escritor trata de mantener con el pasado.Así a la luz de esos referenciales, la lectura del cuento "Cigarrillos Mauser" trata del sujeto que se transforma en mercancía y el objeto que da nombre al cuento traduce también al principio de la obra (1) una doble forma de iniciación: la del narrador- protagonista que se inicia como hombre a los doce años y en ese rito de pasaje se proyecta no como sujeto sino como objeto "ese paquete de cigarrillos", descripción pormenorizada que inicia el cuento.En forma de un relato circular que parece concluir al comienzo, hay el choque sin límites que mezcla temporalidades. Enseguida toma cuenta del relato el diálogo con la negra (el Otro) que se caracteriza como otredad a través del susurro. La figura (afro) que le inicia sexualmente, se introduce primero por la piel "negra", segundo por la voz y sólo después adquiere nombre: Petrona.
La última acción del niño, la que da inicio al relato termina al ofrecer como resultado: el niño casi muerto aparentemente por fumar tantos cigarrillos.De ese ritual adviene un retroceso temporal y la apertura que proporciona ese recuerdo se hace en la escritura a partir de la voz "hombruna, ronca; del canto melodioso del suruku'a y el graznido de una lechuza".El pasaje del relato 1 al 2 se da por esas voces mezcladas de lo humano al animal, del timbre masculino "hombruna" al del pájaro.Esos elementos vocales del relato se asocian a mitos indígenas de la región del Chaco que sirven a: " la interpretación del mundo ornitológico; el pájaro por sí mismo simboliza para los indígenas el don de " visión de la tierra" ; "aves premonitoras" e indicio.Esos ecos mitológicos en la lectura pueden identificar algunos rasgos de la oralidad literaria en el cuento "Cigarrillos Mauser". El diálogo que se da dos veces en el relato, después del primero y al fin del tercero tiene el sentido de conducir el niño a una experiencia prohibida.Para el guaraní: "el héroe cultural es un transformador, que prefiere metamorfosear las cosas, en general, con medios mágicos; el mundo, según los indígenas, es una constante metamorfosis, una constante transformación de las cosas y no una creación."El concepto de oralidad que utilizo en mi lectura tomo prestado de Walter Mignolo que al distinguir entre tres áreas del discurso oral plantea de entre ellas la ficcionalización escrita de registros orales que no tienen acceso a la lectura.En los tres diálogos del cuento, hay dos que son idénticos entre el narrador- protagonista y la negra y otro de la madre con "uno" de los que estaban en el andén.
En la conversación que se repite, la negra dicta la acción que hará el niño e identifica la posición donde él se quedará: Cito "Bajo el timbó grande. En el tacuaral" (p. 110)El segundo momento ocurre antes y como en "flash back" se da cuando él entra por la puerta de la casa. Ese desplazamiento temporal y espacial se conyuga con el juego sobre la profesión del padre que de "peón de ingenio" pasa a "empleado". Eso para la familia es una posibilidad de volver a la normalidad de bienestar que antes tenían cuando el padre era despachante de aduanas.El narrador va deshilachando todos los privilegios perdidos con la pérdida del puesto gubernamental que tenía el padre. Si la lectura lleva en consideración que la casa puede ser el microcosmo del país, que se cierra con Francia y en ese relato aparece en la voz de contralto de la madre (rubia y blanca de ojos azules). La oralidad también aparece en ese punto en el cambio de las historias contadas a los niños que pasa de la nobleza ancestral (el caballo blanco del marqués de Castemelhor - período colonial) a relatos sobre la abuela residenta en la Guerra de la Triple Alianza-independencia.Ese truncamiento entre lo colonial y la guerra decimonónica sirve para indicar el cambio de vida. De la casa a un rancho de paja en las afueras de la ciudad. Y de la salida del padre para un trabajo en un ingenio del Sur, en una comunidad lejana con el nombre de pájaro. Los años pasaron, los hijos vinieron y seguía la ausencia del padre hasta el momento en que la madre toma un tren con los hijos decidida a buscarlo.Al llegar a una estación otro diálogo con "uno" que revela el acento distinto y sólo en ese momento por la boca de la madre se escucha el nombre del padre -Fernando Lara-. Marchan en busca del padre y lo encuentran irreconocible con una oreja devorada por la leishmaniosis.
El relato 3 va llegando al punto donde el relato había empezado con el personaje que vino después del perro, "ella". Con sus "cuentos musitados en voz baja, bisbiseo membranoso del ala de un insecto y la voz parecida a un escarabajo negro. Voz y el rostro de lechuza ú la negra (una mujer- animal) indicia ritos secretos. El diálogo del comienzo del cuento se repite.En el relato 4, el niño vuelto hombre "ahora" trae el recuerdo del dolor. El niño muerto o casi muerto. El cambio de piel, de estructura, el sujeto retoma la vida como "paquete": violencia, otra "sangre como plomo quemado" (p. 111). Y la lucha final de la serpiente con el perro y sus ladridos que conducen al chico muerto."Ve al tiempo huir y al espacio achicarse." Muerto el perro, la negra ahorcada y sus recuerdos "nada más que estrías luminosas sobre el fondo sombrío." (p. 111)

Con la repartición en cuatro tiempos y una aparente desordenación el cuento gana el suspense. El hecho de dejar la duda entre el niño muerto (o casi), lleva al lector a leer al segundo hecho, un "flash back" del hogar que con el tercero termina en el mismo punto que el primero, con el diálogo entre el chico y la negra. El desenlace del 4 no se espera, hay la escenificación del sacrificio del perro y de la negra ahorcada, los que le dieron placer en ese rito de pasaje, muertos ahora por el tiempo: la voz de una enunciación que el hombre oye de entre los cañaverales.
El viaje del padre nos remite al ensayo de Rafael Barrett sobre los hogares sin padre y el macho errante. Quien sostiene la familia en la ausencia del hombre es la mujer. El hogar matrifocal en Paraguay llegaba a más de 50% en el período pos-guerra.De ese modo el cuento'"Cigarrillos Mauser" evoca indiretamente el imaginario guaraní por el carácter mitológico usado en la lectura y recuerda a Barrett por el viaje del peón que no puede volver de aquel estado sacrificial y esclavo y surge como un " náufrago" a ser recogido por la mujer. El ingenio del Sur ubicado en la ciudad también evoca el guaraní con el nombre de pájaro.Stuart Hall al problematizar la noción de culturas populares las ve como independientes del género literario que las evoca. Así el hecho de que el relato esté en forma de libro y sea una mercancía en el negocio editorial no implica necesariamente que ese producto letrado deje de traer las marcas de la oralidad y no sirva a los planteamientos sobre la cultura popular una vez que en el enfoque propuesto figura la idea de que en el proceso cultural hay una lucha constante que oscila entre dos polos de una dialéctica de contención y de resistencia.Lo que quiero afirmar es que la búsqueda de la oralidad en una determinada clase de relato como el de la producción roabastiana se combina a una posición de que hoy ya no hay un inventario fijo de lo que es popular, ni comprende que los productos culturales representen un extracto "auténtico", autónomo de la cultura letrada, alejada de la cultura subalterna sino que la mirada sobre cualquier producto depende de la lectura porque como dijo el propio Roa Bastos:"La lectura viene antes que la escritura" .

BIBLIOGRAFIA

HALL, S. -Da diáspora- identidades e mediações culturais Belo Horizonte:Ed UFMG/ Unesco no Brasil, 2003.
BARRETT, R. -Obras Completas, vol I, Madrid: ICI, 1988.
ROA BASTOS, A - El trueno entre las hojas, 4a. Ed., Buenos Aires: Bca. Clásica y contemporánea, 1978.- Las culturas condenadas, México: Siglo XXI, 1978.- Metaforismos, Buenos Aires: Seix Barral, 1996.
BERG, W. B. - "Apuntes para uma historia de la oralidad" en Discursos de oralidad em la literatura rioplatense, org. W. Bruno Berg y Markus K. Schäffauer, Tübingen, 1999. BERG, W. B., 1999, p. 52.El levantamiento de 1947 fue una rebelión en contra del gobierno que sacrificó gran parte de una generación y causó, según el propio Roa Bastos, el mayor éxodo en la historia paraguaya. Prólogo de El Naranjal ardiente, Asunción: Alcándara, 1983.
BARRETT, R. - "Hogares heridos", p. 89,90.
SUSNIK, B., 1978, p. 148.SUSNIK, b -" El hombre y lo sobrenatural ( Gran Chaco)" en Las culturas condenadas, México: FCE, 1978, p. 149.IDEM, p. 157.
HALL, S. Da diáspora, BH: UFMG, 2004, p. 249.
ROA BASTOS, 1996, p. 40.
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El horizonte vertical
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Juan Carlos Mondragón
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Mi obsesión estaba concentrada en la primera línea horizontal, lugar común de los aspirantes a escritor como es mi caso. Si ello era resuelto yo estaba seguro que podría terminar cualquier relato sin inconveniente, era como si la oración inicial tuviera un extraño poder fetichista. Yo trabajé hasta ayer en el enorme edificio del Correo en la ciudad vieja.
Durante los primeros tiempos (empecé muy joven, porque me presentó un tío cartero) esperé la llegada de la máquina de estampillar, que un día apareció sin que por ello cambiara nada. Hace quince años que ella certifica la escritura de los otros, incluso fijando el día, sobre todo fijando el día, pero parece impedir la taquigrafía mía; mientras la esperé como a una novia que vive en el interior y viene a vernos una vez al mes, yo era alguien que imaginaba cientos de argumentos fantásticos. Apenas me alcanzaba la cabeza para contener todas las peripecias.
Mis dos compañeros de oficina, seres despreciables, parecían aliviados cuando instalaron la máquina. Durante quince años les hablé de la necesidad de esa máquina que me liberaría por lo menos cuatro horas diarias, tiempo suficiente para redactar una novela. Una vez pasados tres meses del arribo de la máquina y advirtiendo el páramo de mi producción ellos comenzaron a despreciarme, inoculando un odio destructivo en sus gestos y comentarios. Los entiendo y en su lugar acaso habría reaccionado de la misma manera.
La realidad incontestable me llevó a revisar mis objetivos a la baja. Quiero decir que pasé de los grandes proyectos que tenían (su puntal en una tetralogía novelesca que recorría nuestra historia, desde la fundación de San Felipe y Santiago hasta la presidencia de Pacheco), a la necesidad modesta pero gratificante de terminar una frase inicial. Lo terrible era asumir que ya no se trataba de un asunto implicando a la máquina y su utopía liberadora; cuando por horas la veía funcionar no podía evitar pensar en mis propios movimientos absurdos durante otro tiempo equivalente. Me dije que la reiteración no constituía una fuente confiable de inspiración. Busqué consuelo diciéndome que esa antigualla de la inspiración eran cuestiones de escritores de otros tiempos. Yo tenía que alcanzar la eficacia de la máquina y lograr el primer movimiento. ¿Acaso ella no resolvía y cada día la cuestión del "primer sobre"? ¿Qué era pues lo que se había resentido en mis ambiciones?
Yo estaba bloqueado y necesitaba un agente externo. En mi interior, desde el momento que yo lo pensaba, la obra estaba hecha. El detalle de la escritura podía resolverse con una secretaria, con un grabador, el resto parecía relativo a una angustia apenas existencial. Pero la gente, y como muestra representativa me eran suficiente mis colegas de oficina, exige trazas, aspiran a leer algo concreto, una textura que pueda por ejemplo integrarse a una antología publicada lejos de aquí.
Mis compañeros diciendo hacerme un bien, pero estoy seguro que era para acelerar mi destrucción y divertirse a mis espaldas, decidieron dejarme sobre el escritorio cuanta base de concurso literario podían hallar en los periódicos. Conjeturaban que en la industria de alcanzar la palma a veces podía suceder un milagro secreto. Comenzaron con los peces gordos internacionales, pero viendo mi resistencia a participar de esas estafas y acusándome soterradamente de imbécil se volvieron selectivos; lo que significa que evolucionaron hacia un comportamiento más sádico y sólo me dejaban bases de concursos de cuento breve (llamados por las más insólitas instituciones, con premios ridículos que hacían innecesaria toda maniobra fraudulenta previa). Pero ni así.

Hace cinco años sucedió algo que viví como una provocación o un complot, estoy seguro. La máquina se descompuso, el sistema burocrático del Correo obligaba a una tregua de por lo menos dos meses coincidiendo con el intenso trabajo navideño. La negociación de las vacaciones -que como siempre perdí democráticamente por dos votos contra uno- y aquél verano donde se batieron los record de lluvias, humedad, calor, penuria de transporte colectivo y enfermedades infecciosas entre la población infantil creo que me afectaron.
Yo volví a tener las pesadillas de la falta de tiempo y para peor lo otro arreció, quiero decir ese aluvión de historias que me llegaban indiscriminadas a la cabeza, justo cuando tenía las manos ocupadas y no podía aprisionar entre los dedos la lapicera, que había limpiado como si fuera el arma con la cual había decidido suicidarme. La situación era grave al punto que consulté un médico que resultó un impostor y que luego de escucharme me aconsejó dormir ocho horas por noche y tomara dos aspirinas al despertarme ; en algún momento de la conversación él insinuó otro camino, pero fue cobarde y elusivo al evocar la necesidad de un "especialista". Fue ahí que empecé a considerar con cuidado mi caso y me propuse hallar mi propia terapia alternativa. Debía ser sencillo, porque lo que a mí me faltaba vitalmente, la primera frase, es algo que abunda en el mundo.
Fue entonces que puse en funcionamiento el plan de copiar y coleccionar las primeras frases de los relatos que consideraba mis modelos y traté sin suceso de acomodar mis historias a la condición impuesta por lo copiado, pero esos trasplantes resultaban estériles y monstruosos. Nadie supo de esos meses de turbulencia que los viví como si se tratara de una experiencia de drogas duras.
Mis compañeros de oficina regresaron de las vacaciones y ni durante esa tregua ellos habían dejado de pensar en mí. Las bases de concurso se seguían amontonando como expedientes cerrados destinados al archivo. La máquina arreglada regresó a nuestra dependencia pero no era la misma y el tiempo, en apariencia, yo lo tenía bien ocupado en la fuerza de los textos copiados. Me quería convencer que la estratagema era un buen comienzo, sin dejar de ser una mentira dirigida a mí mismo y que yo sabía que terminaría algún día sin atreverme a suponer las circunstancias. Los acontecimientos se precipitaron debido a cierta remodelación administrativa emprendida por la nueva dirección central. Después de casi veinticinco años alguien se había percatado de la existencia de nuestra sección y por supuesto señaló su eficacia discutible en el organigrama. En lugar de permitir el libre curso de las cosas quisieron premiar nuestra discreción sostenida por casi tres décadas, lo que resultó el principio del fin. Ellos prometieron incorporar nuevos funcionarios para colaborar, dijeron con razones condescendientes; ellos decidieron sustituir la máquina original por un modelo más reciente, en nombre de la renovación tecnológica; ellos resolvieron promover a mis dos compañeros a una sección más soleada, por razones de asistencia al bienestar de los funcionarios; ellos sentenciaron adelantar mi jubilación, porque advirtieron que los plazos se habían cumplido. Fue más de lo que yo podía soportar.

Sería imposible permanecer todo el día en mi minúsculo apartamento, téngase en cuenta que allí flotaban mis historias como almas en pena, allí se amontonaban carpetas con las bases (de todos los concursos en los que no había participado), allí estaban las fichas aquellas donde constaban los inicios copiados, allí estaba yo y lo que quedaba de mí. Si bien la jubilación me dejaría tiempo libre me distanciaba del incentivo de la contrariedad. Mi plan original había consistido en intentar la escritura " durante" el tiempo laboral y ni siquiera hace quince años con la llegada de la máquina lo había conseguido. Durante los últimos meses establecí la contabilidad de los días que me separaban de la última jornada de trabajo en el Correo. Sentía que todo el mundo deseaba desembarazarse de mí y que una vez separado de la rutina oficinesca yo sería hombre muerto. Que así como había esperado toda mi vida no la inspiración ya dije, creo, de mi cabeza saturada de historias fabulosas, (de novelas históricas) sino el pasaje al acto de la escritura, de la misma manera me dije que esperaría sentado el primer síntoma de la enfermedad tal vez hereditaria que terminaría por matarme.
Puede que con esa primera manifestación inclinada hacia los finales yo tuviera más suerte. Lo quise evitar, pero mis dos compañeros prometieron venir el día señalado con una botella de vermouth. Estoy seguro que era el anuncio camuflado de algo malo y de nefastas consecuencias para mi persona. A nadie le llamará la atención saber que pasé la noche previa a los adioses asaltado por un insomnio pertinaz. Jubilarme era aceptar la derrota o tomar conciencia del tiempo que pasa devorando capítulos como en una novela. Maneras laterales de admitir que estaba acabado para escribir el cuento.
Sin trabajo, sin la máquina que hacía buena parte de mi trabajo en la oficina de Correos, casi todo menos escribir, sin mis dos compañeros que juntaban para mí bases de concursos en el orbe hispanoparlante mi existencia se aligeraba de sentido. Durante las últimas semanas me repetía que el día de mi retiro debería ser un día lo que se dice normal y pudo haberlo sido. Recuerdo que todo iba lo bien que se podía dadas las circunstancias, quiero decir las tres primeras horas. Fue entonces que la máquina destinada también a la chatarra pareció detenerse con ruidos propios a un organismo biológico. Maldije el incidente y pensó: justo hoy tenía que pasar algo así. Digo esto porque, como si se tratara de un contador de agua consulté las cifras blancas del contador automático. Las cifras móviles se detuvieron y otro contador en mi cabeza parecía asegurar el relevo. Así tomé una hoja de las mismas 200 hojas que desde hace años amarilleaban en el segundo cajón del escritorio y la estilográfica Parker 51 que me había comprado especialmente cuando cumplí 20 años, para llenar cuadernos hasta que me jubilara. Yo quise y lo juro por lo que ustedes más quieran, escribir las cifras clavadas donde la máquina se estropeó, eso es lo que siempre piden los de técnica. Pero mi mano escribió otra cosa horrible. ("-Es así como se termina el cuento, dijo Roa y se quedó mirando hacia un adelante indefinido, porque desde cuando se fue del país sin despedirse de nadie, odiaba mentar el horizonte al referirse a la perspectiva del río vista desde Lavanda." Podrán imaginar la sorpresa, pero me costó un esfuerzo enorme llegar a la verdad de lo que yo venía de hacer. Lo primero que se me ocurrió fue pensar que estaba transcribiendo una de las primeras frases de otros que me había aficionado a coleccionar, pero eso sonaba diferente.
Me salió una risa nerviosa por la ironía de la situación, deparándome en las últimas horas de trabajo lo anhelado durante tantos años. La escritura parecía revelarse demasiado tarde o había en ello una enseñanza que yo no quería admitir por temor a caer en la locura, y ello a pesar de ser evidente la conclusión. Algo parecido a que mi vida había sido una reverenda porquería. La situación era peor, porque esa precisa formulación provenía de otra región distante de las peripecias cogitadas por años. Era una frase intrusa manifestándose en el momento menos oportuno. Estaba dictada por la musa de la ironía destructora, parecía inducida por la mente de los dos infelices que andaban por ahí riéndose, y esas 42 palabras seguro que cerraban mis obras completas. Ante ello se supone que yo debía reaccionar, pero si fui incapaz en treinta años de dar con la frase inicial para decidir mi vida mucho menos podría hallar una continuación convincente al comienzo que parecía del otro. Oh sí, oh que sí, que me pasó por la mente la idea de un final espectacular metiendo en lo cotidiano la pasión intraducible en mi no-escritura. Lo pensé: entonces, el alienado empleado de correos, ese don nadie, en un gesto último y desesperado abrió la alta ventana se trepó a la silla y se lanzó al vacío. Lo pensé: fue cuando el funcionario, al borde de la humillante jubilación adelantada y en un arrebato de inconciencia, dejó caer la lapicera al piso, se observó la mano y la metió en la máquina que recomenzó a funcionar como una planta carnívora, triturándola en tres segundos y tiñiendo de sangre las paredes. Lo pensé: entonces y siguiendo algunas bases de otro llamado menos poético, rompió contra el borde de la máquina la botella vacía de vermouth y con rápidos movimientos de ninja degolló a los compañeros de oficina.
Para inventar las explicaciones de esa masacre tendría muchos años de encierro y soledad por delante. Pero si no había hecho proezas sobre el papel menos las haría el día de mi retiro compulsivo. Yo doblaré me dije el papel con la frase y tomaré a sorbitos el último vermouth. Me preguntaba ayer cómo sería entrar al departamento sabiendo que hoy no habría lo que hubo por más de treinta años. Debo deshacerme de tantas cosas, de tantas fichas para centrarme en el misterio de esa única frase que alguien me dictó haciéndome con esos signos recorrer la levísima pendiente que va del fracaso a la locura. Sin esa frase no habría locura, esa frase dice que el error estuvo cuando seguí los consejos de mi tío el cartero. Los objetivos se vuelven luminosos a medida que avanzan las horas.
Debo encontrar a Roa, ese tipo que se llama igual que yo y averiguar por qué regresó a la ciudad después de veinte años de ausencia sin haber enviado ni siquiera una línea para avisar que estaba vivo, al menos; pedirle explicaciones sobre esa idea de que la ciudad se quedó sin horizonte. Después de todo es una buena situación para empezar un cuento aunque no haya un concurso a la vista, para empezar la jubilación aunque sea impuesta por la administración, para empezar a hundir.
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Del arte de jugar al trompo
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Cristovão Tezza
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Para Jamil Snege, in memoriam) ( En memoria de Jamil Snege )
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Se asegura el trompo con la mano izquierda, en cuanto la derecha lo enlaza al cuello, sin dar nudo, tirando del cordel verticalmente hasta la base de la púa de hierro, de donde volverá a subir en anillos apretados y unidos, hechos con cariño y atención- de la calidad de esta amarradura dependerá el destino del lance, su parte técnica.
Es importante que el trompo sea viejo y que el barniz esté gastado por el uso- ya que en la piel brillante el cordel se escurre y el resultado es un desastre.
Al llegar el cordel a la parte más abultada, se enrolla el último anillo alrededor de la mayor circunferencia con el pulgar, en tanto la mano derecha prepara el golpe, dándole vueltas con la otra punta como quien mantiene en la palma un látigo improvisado, hasta que los dedos, libres pero tensos, aseguren la peonza, que es indócil, -con delicadeza- el dedo índice en la cabeza y el pulgar en la base.
Concentrándose, se debe sostener el peón con una breve inclinación hacia la derecha (para compensar el latigazo cuando la peonza cae al mundo), y erguir el brazo lento y suave hasta la altura de la oreja, nada más, porque es exagerado, y nada menos, porque es flaqueza. Se fija uno en un punto en el piso y lo lanza un palmito más arriba, como quien tira una piedra para que salte encima del agua. (Si el jugador es zurdo, que lo haga todo frente al espejo, que será lo mismo).
La peonza se desenrolla furiosa por el aire, mas eso no se verá; el cordelazo, se percibe en el tacto, sólo debe acontecer en el último segundo, cuando ya casi sobra. Por fin libre, la peonza buscará desesperadamente su punto de equilibrio, en contra de todas las pruebas de la lógica, bajo el ojo de un huracán mezquino que yo quiero ver en el piso, mas él no cae, absurdo. Si el piso es liso, como debe ser, la peonza, apenas respire, dormirá, absolutamente inmóvil sobre la tierra, un espectáculo de silencio y una clase imposible de geometría.
Podemos sentir, bajo el eje estático, como la aguja de un aparato metafísico, el temblor sutil de la rotación del mundo.
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Literatura e integración:
Los Conjurados del Quilombo del Gran Chaco (2001)
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Jorge Carlos Guerrero (University of Toronto)
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Los Conjurados del Quilombo del Gran Chaco (en adelante Los conjurados), publicado en Brasil con el título de O livro da guerra grande, es el texto fundacional por excelencia de una nueva producción literaria en el Cono Sur que participa de los debates culturales en torno a los proyectos de regionalización.
En lo que sigue, voy a explayarme en esta línea de lectura de la obra atendiendo particularmente a su conformación retórica adaptada a un futuro sistema literario regional.El libro congrega a cuatro autores cuyas nacionalidades comprenden a todos los países del Mercado Común del Sur (Mercosur).
Se divide en cuatro partes con sus correspondientes autores:'"Frente al frente argentino" y "Frente al frente paraguayo" de Augusto Roa Bastos (Paraguay); "Fundación, apogeo y ocaso del Quilombo del Gran Chaco" de Alejandro Maciel (Argentina); "Los papeles del general Rocha Dellpiane" de Omar Prego Gadea (Uruguay); y "Un barón no miente, envejece" de Eric Nepomuceno (Brasil).
El texto relata la historia de una comunidad de desertores de la Guerra de la Triple Alianza (1865 - 1870).
Roa Bastos, a través de la confrontación dialógica de la figura del letrado y del poder, desmonta los discursos nacionales sobre la guerra por medio de la crítica de figuras históricas: Bartolomé Mitre, Solano López, el gran pintor de la guerra, Cándido López, y Sir Richard Burton, autor de un texto clave para la temprana historiografía de la guerra Las cartas desde los campos de batalla del Paraguay (1870).
Alejandro Maciel recrea el Quilombo del Gran Chaco como una comunidad colectivista y libertaria que tiene por vocación ponerle fin a la guerra. Los dos textos restantes pertenecen a temporalidades diferentes: los dos primeros recrean momentos de la guerra en tanto que los dos últimos son búsquedas contemporáneas por indicios del pasado.
Omar Prego narra el trabajo de investigación de un escritor o periodista que busca en las cartas de un oficial uruguayo pruebas de su participación, por orden del Quilombo del Gran Chaco, en el magnicidio del presidente uruguayo Venancio Flores en 1868.
El texto de Eric Nepomuceno relata los conflictos identitarios de un periodista obseso con reclamar una genealogía familiar con oficiales brasileños que participaron en la guerra y en el Quilombo del Gran Chaco.

En Los conjurados la escritura se concibe como proyecto colectivo y no como muestra de las escrituras regionales. Independientemente de las impugnaciones estructuralistas a la noción de autor, la autoría colectiva de 'Los conjurados' es indisociable del texto y del mundo representado en él. De hecho, esta autoría vendría a formar parte insoslayable de su significación y tiene implicancias importantes para su estatus genérico.
Los conjurados se torna un acto del habla ejecutor, o sea, preformativo, de su propio diseño. En efecto, la construcción textual, el modo de textualización, es un remedo del proyecto supranacional de regionalización, su mimetización formal.
La obra es fundacional puesto que exhibe el propósito de plantear las bases de un imaginario alternativo que dé cuenta del proyecto de integración regional en curso. Para ello Los conjurados convoca los entresijos de los discursos fundacionales decimonónicos así como las entretelas de las formulaciones presentes.
El antropólogo Alejandro Grimson esbozó la hipótesis "de un proyecto de ingeniería supranacional" para describir algunas construcciones discursivas en torno a la regionalización en el Cono Sur.
Los conjurados funciona dentro de este epistema integracionista, pero tratando de modificarlo incorporando pasados en curso de relegación y proponiendo modelos de negociación de las historiografías encontradas a través del diálogo democrático de una autoría colectiva. El imaginario regional propuesto por Los conjurados contiene narrativas relegadas que cuestionan las autocaracterizaciones latinoamericanistas. Por una parte, matiza la autocaracterización colonialista que privilegia el señalamiento de los imperialismos ajenos al continente; por otra, cuestiona las construcciones del americanismo fraternal que minusvaloran el peso del nacionalismo. Según plantearía Los conjurados, el proyecto de integración no debe dejar de lado su memoria de agresión interamericana puesto que el nacionalismo desdice el latinoamericanismo discursivo.
Por añadidura, debe confrontar el imaginario cartográfico de la modernidad que reclama una constitución monosémica de la sociedad construida sobre los usos nacionales de la historia y el estado.La reflexión de Mihai Spariosu sobre la función de la literatura, expuesta en The Wreath of Wild Olive. Play, Liminality, and the Study of Literature (1997), resulta muy adecuada para estudiar el proyecto textual de los Los conjurados. Spariosu, a partir de la propuesta antropológica de Turner, propone lo liminal como vía para sortear conflictos y generar mundos alternativos (28). Esta propuesta sugiere una cosmovisión anti-antagónica para el discurso cultural. Spariosu argumenta que en lo liminal las tensiones antagónicas entre polos opuestos se neutralizan y se sostienen en un inestable equilibrio. Esta propuesta procura superar la cosmovisión antagónica de la cultura mediante la recuperación de tradiciones conciliatorias dentro y fuera de la cultura occidental. Spariosu le asigna a la literatura esta función conciliatoria resultante de su carácter lúdico y liminal, es decir, de su capacidad para proponer otros mundos posibles.
Los conjurados plantea una perspectiva conciliatoria a través de la postulación del Quilombo del Gran Chaco como 'heterotopía´. Me sirvo del concepto de heterotopía porque sugiere, en la formulación de Foucault, una categoría liminal o intersticial entre la utopía y la distopía. Este tercer espacio sería una utopía realizada, una aporía, un espacio otro que concilia prácticas condenadas y sancionadas o condensa múltiples espacios en uno. La heterotopía desempeña el papel de erigir un espacio, que puede ser tanto ilusorio como real, pero que invierte o trastorna toda autocaracterización de nuestro propio lugar (Foucault 754).
Los conjurados representa este espacio al que se accede mediante una conjura. Es un espacio-otro que invierte y denuncia el espacio nacional y los discursos de la razón de estado que racionalizan la guerra. El 'Quilombo' es el lugar otro que se construye como alternativa al lugar del ensimismamiento nacionalista; es el lugar de la 'conjura' en vez del lugar de la 'alianza' geopolítica de la Triple Alianza.
Alejandro Maciel, en "Fundación, apogeo y ocaso del Quilombo del Gran Chaco", presenta, a través del diario íntimo de un teniente argentino, Francisco Paunero, una comunidad cuyo lema de convivencia desmantela sistemas ideológicos, desde la religión hasta el nacionalismo, y estructuras sociales, como las jerarquías de clase y de escalafón. Se trata de una comunidad que vive bajo la insignia de "Paz en paz y guerra a la guerra." (129). El Quilombo, según el narrador, es "una república de la Selva nacida del armisticio voluntario de un grupo de oficiales de las cuatro naciones que afuera siguen enfrentándose, invocando oscuros intereses" (126). El "Quilombo" es así un espacio otro en que se genera una convivencia regida por otros valores y se supera, por lo tanto, el imaginario cartográfico que territorializa y rige nacionalmente la identidad de los sujetos.
Mijaíl Bajtín, rechazando una poética para los géneros literarios, plantea que los géneros son formas de ver el mundo que se caracterizan por sus ideologías formales. La ideología formal de la novela polifónica sería un sentido dialógico de la verdad. La ideología formal de Los conjurados apuntaría a un sentido dialógico de la identidad como construcción consciente de su alteridad constitutiva y, por consiguiente, abierta a su propia reformulación. En esta lectura, Los conjurados es un concierto de voces que, mutuamente impugnadas por la alteridad, cuestionan, incorporan y superan las limitaciones nacionales.La perspectiva conciliatoria del libro se cristaliza por ejemplo en la postulación de una gemelaridad entre el pintor argentino Cándido López y un supuesto homólogo paraguayo.
Los conjurados plantea a un Cándido López conjurado cuya pintura de la guerra abjura de la representación épica a favor de un realismo que disminuye la centralidad histórica del accionar bélico del hombre. En una reescritura irreverente de 'Las Cartas desde los Campos de Batalla en Paraguay' de Sir Richard Burton, el narrador del texto de Roa Bastos fabula una carta de Burton dedicada a Cándido López:Burton vio y admiró esos cuadros que iban saliendo "del natural" pero también de una visión de ultratumba; incluso vio pintar a Cándido López, sentado entre los muertos, al final de una batalla. "Parecía un sordomudo o un sonámbulo fuera del mundo real", escribe en una de sus cartas (la decimotercera), totalmente dedicada al pintor (58).
El narrador constituye identitariamente a este doble paraguayo en la propia escritura:Toda realidad simbólica puede desplegarse en múltiples y diferentes configuraciones. Algunas de ellas son las leyendas que son capaces de generar [y] existe en mi país una versión legendaria de otro pintor llamado también Cándido López
El homónimo paraguayo del argentino era a su vez uno de los asistentes del Mariscal López. Los nombres y las funciones de ambos tocayos eran semejantes. Dios no juega a los dados pero al azar sí. Ambos Cándido López, el argentino y el paraguayo, han estado combatiéndose sin conocerse a lo largo de cinco años de guerra. La leyenda sinuosa continúa la vida. Relata de un modo casi fantasmagórico la aparición de este segundo Cándido López, ya hacia el final de la guerra.El Cándido López paraguayo sí pintaba las escenas del bárbaro oficio Pintor del martirologio de su pueblo, transmigrante de su homónimo argentino y tal vez su doble astral y oscuro, se funde con él en el tiempo que lo envuelve en sus membranas invisibles. Desde la leyenda se abrazan, y por encima del horror celebran ambos la fraternidad de los pueblos en la glorificación de la vida siempre más fuerte que la muerte (99 - 100) La gemelaridad, la identidad antropológica común a todas las culturas, alude a una identificación intercultural más allá de las categorías históricas. Por sobre las categorías identitarias hay principios que hermanan a la humanidad y que validan el conjurarse contra el imaginario cartográfico que las sustenta.
La guerra planteada en estos términos es un conflicto fratricida.Esta fabulación de la gemelaridad, que se inicia con la supuesta carta de Burton, se desarrolla en el siguiente texto de Alejandro Maciel. En la recreación del Quilombo de Alejandro Maciel, el Cándido López paraguayo es un refugiado de la guerra que, desmembrado, pinta obsesionadamente en una choza y recibe la visita de su doble, el Cándido López argentino. El narrador en primera persona, el teniente Francisco Paunero, describe el encuentro entre los pintores:Fuimos hasta la choza de nuestro pintor, donde los dos hombres se vieron frente a frente. Nadie dijo nada. El argentino miraba los cuadros que colgaban en las paredes de la choza humilde embelleciéndola con imágenes fantásticas en las que la luz viva rasaba cuerpos y paisajes otorgándoles una tibieza que parecía increíble viniendo de los toscos movimientos de los muñones de aquel desgraciado lleno de gracias. El argentino abrió su valija y extrajo carbones y pinceles. No sé si estábamos emocionados pero algo en la garganta me impedía decir una sola palabra. Poco a poco iba tomando forma un retrato lúgubre: el del hombre terriblemente mutilado arrinconado en una choza [] el pintor hurgó en su paleta hasta dar con una pasta que extendió con fuertes trazos por toda la tela creando la misma luz que el hombre lisiado extendía sobre sus criaturas" (150).

La escena, ubicada en el centro del libro, hila íntimamente la escritura. En esta ocasión el texto de Maciel opera un rescate realizado en la puesta en escena de la metempsicosis, es decir, la trasmigración de las almas de ambos artistas, aludida anteriormente en la cita de Roa Bastos.Hacia el final de "Frente al frente paraguayo" de Roa Bastos, en el ensayo interpretativo subtitulado "Oficios bárbaros", el narrador se pregunta sobre la función del arte. En referencia a Cándido López se pregunta: "¿Qué puede oponer el espíritu a la materia?'¿Cómo un solo hombre puede ser capaz de redimir la maldad en su expresión colectiva?" (100). Se plantea a partir de esta pregunta una reflexión que en última instancia vuelve a poner en el tapete la función de la cultura y del intelectual en la sociedad, lo que constituye a su vez un comentario sobre la misma escritura de Los conjurados en los tiempos de regionalización.La ficción historiográfica de Los conjurados postula un papel militante para la literatura. Se sugiere que los intereses en juego son demasiado importantes para un acercamiento al pasado que no sea crítico en el sentido nietzscheano.
Nietzche distinguía entre una historia monumental, una anticuaria y una crítica. El discurso de la integración se caracteriza por una reivindicación de un pasado monumental que enlaza el proyecto político con la gesta americanista de la independencia. Nada más monumental que firmar el tratado de la Comunidad Sudamericana de Naciones (2004) en Ayacucho, es decir, en el último campo de batalla entre las fuerzas independentistas americanas (Bolívar, San Martín, etc.) y el último bastión español. Postular la ficción historiográfica del Quilombo alinea la obra de arte y la historia crítica en la propuesta nietzcheana: "Tan sólo cuando la historia soporta ser transformada en obra de arte, en pura obra estética, podrá eventualmente conservar y hasta despertar instintos" (Nietzche 2000 106).
El crítico argentino, Noé Jitrik, en la misma línea de la propuesta liminal de Spariosu, habla de la "performatividad suspendida" de la novela histórica y de la novela en general puesto que su "acción plena requiere de condiciones que aún no existen: la novela es utópica cuando aparece no requerida socialmente por una lectura que no existe" (45).
La integración en América Latina apunta a una federación de naciones.
Los conjurados del Quilombo de Gran Chacho ve en el nacionalismo una de las mayores fisuras del discurso de la integración. La construcción de un archivo conformado de memoria nacional y latinoamericanista exhibe problemas en su misma constitución. La memoria nacional niega el latinoamericanismo. ¿Cómo integrar archivos contradictorios sin resolver sus problemas internos? Los conjurados propone un insoslayable trabajo con las memorias nacionales y una superación del nacionalismo. El estado-nación ha construido alteridades de "pueblos hermanos de culturas idénticas" (96). Por otro lado, el latinoamericanismo discursivo ha preferido plagar su genealogía de discontinuidades para postular su agenda política.
El Quilombo del Gran Chaco es un espacio heterotópico desde donde, en la 'performatividad suspendida' de la literatura, se emplaza a las identidades nacionales con el fin de que se pueda superarlas. Los conjurados postula otro mundo posible al convocar la heterotopía del Gran Chaco. Lo liminal en Los conjurados es una convocatoria para contemplar otra integración que concilie las historias nacionales y replantee las emergentes construcciones discursivas de la integración.
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Bibliografía
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-Bajtín, Mijaíl M. Estética de la creación verbal. Buenos Aires: Siglo veintiuno editores Argentina, 2002.
-Burton, Richard F. Cartas desde los campos de batalla del Paraguay. Buenos Aires: Librería 'El Foro', 1998.
-Foucault, Michel. Dits et écrits (IV. 1980-1988). Paris: Gallimard, 1994.
-Grimson, Alejandro. "Fronteras, migraciones y Mercosur". http://www.apuntes-cecyp.org/numero7.html
-Jitrik, Noé. Historia e imaginación literaria. Las posibilidades de un género. Buenos Aires: Editorial Biblos, 1995.
-Nietzsche, Friedrich.Sobre la utilidad y los perjuicios de la historia para la vida. Madrid: Editorial Edaf, 2000.
-Roa Bastos, et al. Los conjurados del Quilombo del Gran Chaco. Buenos Aires: Alfaguara, 2001.
-Roa Bastos, et al. O livro da Guerra Grande. Rio de Janeiro: Editora Record, 2002.
-Spariousu, Mihai. The Wreath of Wild Olive. Play, Liminality, and the Study of Literature. New York: State Unversity of New York Press, 1997.
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DE AMORES SUBURBANOS
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Esteban González
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1 Yo escribo,
tú dibujas,
el pinta la duda.

2 En el mundo,
que ya no es el de antes
florecen los jardines
de malos pensamientos.

3 Alguna vez alguien preguntó
Qué es un perro suburbano.
Por temor nadie respondió
no sea cosa que le agreguen otro adjetivo

4Cerraron el ciber.
La gente escandalizada
de tanto sexo al costo punto com
salió a comprar caricias
por dos pesos
y besos sinceros
en tres pagos con tarjeta
sin recargos menos IVA.
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