jueves, 10 de enero de 2008

PALABRAS ESCRITAS Nº 2 tercera parte


Ésta es la edición digital de la tercera parte del Número 2 de la revista-libro Palabras Escritas que edita Servilibro, de Asunción, Paraguay.




Para envío de colaboraciones, comentarios, preguntas:



.

.
.
.
.







Fragmentos de “Historias para Thiago”.
.
.

Norma Segades-Manías.
.
.
Acerca de los elfos.

.
Dicen que los pequeños elfos se engendran con esperma de luna en los hondos silencios de la noche. Durante siete eclipses se alimentan del polen de almudenas silvestres, pero sólo los elfos destinados al reino aguardan otra ausencia para nacer al mundo de los hombres. Cuentan que de los ojos de los príncipes elfos nacen las mariposas. Bandada tras bandada. Anaranjadas, deslumbrantes, suaves, irisando en su vuelo las gotas de rocío dormido en las corolas.Y que, cuando el susurro de sus alas invade los insomnios de los corceles blancos, las capturan de nuevo entre los párpados para impedir que mueran desangradas sobre cuernos de plata. Sostienen que, en sus venas, corre un cauce incesante de magnolias donde voces antiguas entonan las canciones de una tierra perdida, tan lejana en el tiempo que nunca fue siquiera imaginada por las hojas del roble o las lenguas ardidas que devoran leyendas en la orilla del fuego.Por eso saben todas las respuestas y evaden los hechizos. Los príncipes del reino de los elfos tienen la piel de olivo desvelado y el cabello sombrío como un mar tormentoso abofeteando eternos farallones, pero su gracia es pura como el alba naciente, pero su risa es un cascabeleo cayendo en hendiduras de peñascos, pero su sueño es leve como un pétalo de humo, pero su voz es dulce, es sabia, es apacible. La música les nace sin esfuerzo al igual que el amor y las palabras. Y en la edad de las bayas, en la edad de las pálidas lloviznas, abandonan su reino de helechos encendidos en busca del misterio de las huecas colinas estallantes de esporas, donde ávidos plantíos de almudenas silvestres esperan los espasmos mordedores de olvidos. Porque así debe ser, porque así ha sido escrito por aquellos que afirman que los pequeños elfos se engendran con rocío, con esperma de luna, en los hondos silencios de la noche, y que, durante siete eclipses se alimentan del polen de almudenas silvestres, aunque sólo los elfos destinados al reino aguarden otra ausencia para nacer al mundo de los hombres.

Acerca de la maga.
.
Nadie recuerda con certeza la forma que tenían los senos de la luna la noche en que engendraron a la maga, pero sí que lloraron las diamelas y en el fondo del huerto aullaron los olivos.Nadie pensó en los días subsiguientes -los breves horizontes, las pupilas al borde de la lágrima, el alma en cabestrillo- cuando las amapolas encendieron fogatas en la angustia y la voz de la alondra profetizó infortunio desde lo alto del fresno herido fatalmente por colmillos de nácar.Porque ese eclipse andaban las ortigas batiendo sus membranas, sus verdes asperezas junto a los muros rotos del levante. Y andaban negros lobos mordiendo con sus fauces los flancos de septiembre. Y palabras agudas salmodiaban promesas. Y ni siquiera los racimos yermos osaron merodear entre los vaticinios. Porque nadie supuso que esa audacia, la maga estallaría en medio de su nombre, obstinada, compleja, aferrada a la trama del destino.Y aunque tensó su expulso la mandrágora, el desconsuelo quebrantó cerrojos con arietes de sangre, afilados conjuros rasgaron en jirones las ausencias o exorcizaron densas telarañas y densas embestidas de murciélagos buscaron derribar toda inocencia nacida en el fragor de la batalla, nada pudo con su empecinamiento.Así, cuando los dioses comprendieron su avidez de misterio, decidieron parirla mariposa y abandonarla entre los lirios o el plantío de hortensias, para que errara en las profundas soledades sobremuriendo a todos los naufragios hasta que una nostalgia, el ojo de los cielos la encontrara vagando a la orilla de robles que ninguno podría talar de su memoria porque aún no habían sido gestadas las semillas.Condenada a la vida por haber perpetrado los desvelos, el absurdo pecado de evocar cada rostro antes de que lo hubieran pronunciado en el idioma de los pájaros; a aderezar con elixir de almendras y nueces cosechadas en el principio de la bruma todas y cada una de las breves historias que los príncipes elfos habrán de devorar cuando regrese la edad de la alegría.Aunque nadie recuerde con certeza la forma de la luna la noche en que los dioses la engendraron, en el preciso instante en que se desnudaron las diamelas y aullaron los olivos desde el fondo del tiempo.

Acerca de la aldea.
.
Conserva un suave gesto de abandono, los rasgos de la ausencia apresados en el óvalo de un viejo relicario como aquel rizo opaco que nadie reconoce. Es un rostro entre azogues, una fotografía en tonos sepias de algo que ya no existe, que jamás ha existido salvo en la desmemoria de encajes, terciopelos, abanicos de nácar, peinetones, zarcillos. Hacia la plenitud de los cereales, el sur le extiende su actitud de pan, de lluvia sin cerrojos; le entrega sus corolas de ceniza, su estambre de humo espeso. El sur es una dalia advenediza que enciende lejanías por donde migran ángeles y dioses tal y como si fueran hojas secas en el advenimiento del otoño.Hacia el norte acontece el reino del delirio, el perfil de un silencio que aúlla como ortigas o eclipses o cigarras; como el vientre desnudo de los cardos reclamando otro cáliz, otro estambre desde donde parir las soledades, la impenetrable angustia de la sed y la espina. Hacia el norte sucede el seco territorio del olvido.Las espadas vinieron a fundarla en medio de sus ríos. La pensaron albatros, golondrina. Ella tuvo actitud de mariposa.En las manos cruzadas sobre el pecho retiene el mismo gesto desvalido de quien ya no recuerda las sílabas estrictas que aluden a la luz de la esperanza, conjuran algoritmos o naufragios. El gesto desolado de quien clausura cielos y horizontes con urdimbres de espesas telarañas impidiendo a los duendes sobrevolar la tarde, custodiar las palomas, amparar los follajes de campanas.Por eso, cuando trepan las auroras sobre la arboladura de los templos, cuando el reloj del claustro amnistía los trinos con su dedo de sombra, cuando las aves nacen al arrullo, al hambre cotidiano; escarba con las uñas debajo de los sueños en busca del idioma que la nombra por su nombre de santa. El nombre que tatuaran las leyendas en registros, archivos y sepulcros. Las espadas llegaron a fundarla en medio de la nada. La pensaron camelia, siempreviva. Ella escogió lo efímero y salvaje, la silvestre humildad de las verbenas.

Acerca del pecado.
.
Alguien anduvo bajo los desengaños de febrero asesinando las granadas.Clavaba su obsidiana en las rojas entrañas de los frutos, con tal alevosía, que los lobos jadearon sus maldades agrestes, impacientaron los colmillos y algunas mariposas asustadas volaron a esconderse entre los matorrales de azucenas.Fue hace muchos veranos. Cuando cada glicina liberaba resplandores violetas, podían escucharse los silencios, crepitaban capullos y misterios entre los alelíes. Más allá del eclipse que mutiló los flancos de la luna con sus oscuros dientes milenarios. Más acá de los miedos, de los despojamientos, de los cirios humeantes bajo las hornacinas encendidos en honor de los dioses, de las duras plegarias y las largas vigilias. Después del caos. Antes de la desdicha. En la segunda edad de las tinieblas. Mientras caía una llovizna lenta sobre la soledad de las diamelas. Mientras caía una llovizna lenta. Mientras caía la llovizna.Fue hace muchos veranos. Delante de los pétalos donde anida el pecado y lo desconocido y el rostro de los muertos renace en las texturas del azogue y una fragancia a espesa desmesura aturde los sentidos y desde el fondo de la sangre se acercan los demonios a reclamar la ofrenda de las lágrimas. Detrás de las lavandas que escribían canciones y poemas. Detrás de las lavandas. Donde habitaban las serpientes.Aún nada estaba escrito sobre la piel del odio y hasta el plantío de las nomeolvides no habían arribado los murciélagos con sus extrañas voces, sus membranas viscosas, sus leyendas oscuras. Nada estaba tallado en las bitácoras de los estupores cuando anduvo la sombra cubriendo el infortunio. Y los viejos labriegos ni siquiera pudieron presentirla. No notaron la ausencia de la maga en las eucaristías. No escucharon gemidos vagabundos, sofocados en el estanque de los lirios. Ni el eco de sollozos en el viento pronunciando los nombres de aquellos que habían sido talismanes, conjuros, amuletos. Ni el aullido de sueños decapitados como las codornices.
Sin embargo, alguien anduvo bajo los desengaños de febrero asesinando todas las granadas.
.
.
.
.
.
.
.


Primer encuentro con Borges
.
.
Carolina Orlando

.
.
Nota del Director: Este relato es parte de una obra de relatos llamada “Memorias de escritor” en la que la autora, que efectivamente conoce estos detalles de la vida de Augusto Roa Bastos, ha recreado en tono de ficciones algunos datos biográficos de Roa. (A. Maciel )
.
.

Fue en Perú y Avenida de Mayo. Yo lo había seguido unos metros hasta quedar a su lado, en la esquina. Esperaba que en algún momento me pidiera ayuda para cruzar la calle, como era sabido que él hacía, y supuse que, por su silencio, no me había notado. Sus ojos se apoyaban en un punto vago del espacio. Parecían estar mirando el sol que atravesaba las ramas de un árbol en la vereda. Se sostenía firme con sus manos sobre la empuñadura del bastón rígido, o su propio rayo. Sereno, inmutable, disimulaba su figura de maestro-escritor-héroe bajo un impecable traje oscuro. Él mismo no parecía saber que era Borges. Cuando los autos rozaban el cordón, el hechizo que me transformaba en niño y a Borges en héroe, se disolvía en la realidad peligrosa. Dos autos excedieron sus límites. Ruidosos, monstruosos, casi ocupan nuestro espacio. La expresión de Borges se llenó de miedo, quedó paralizado por el temor a una muerte violenta. Una de sus manos soltó el bastón y me tomó fuerte del brazo. Me sorprendí. La seguridad de ese impulso me demostró que nunca había ignorado mi presencia.
-Muchas gracias, joven. Usted sabe, me anda fallando la vista. Ahora, pensando, los automovilistas parecen ser los ciegos.
-Tiene usted razón, señor Borges.
-Usted no es de aquí, ¿no? ¿Paraguayo…?
-Sí, de Asunción. -Ah…Paraguay, la tierra de Barrett.
-“El paraguayo más paraguayo”.
-Mirando vivir. Quién pudiera. Pero no me diga “señor”. Borges está bien. Borges había quedado pálido del susto. Me confesó que necesitaba sentarse, retomar la tranquilidad, un vaso de agua, conversar un poco. Entramos, entonces, a la London. -Es un honor para mí acompañarlo. También yo quedé paralizado. La humanidad, es indudable, se halla colectivamente en un estado de decadencia.
-Linda su fonética, señor, serena y con cantos.
-¿Cantos?
-Sí, tiene sus espacios, algún silencio sabio. Se nota que ha escuchado historias, habla como contando.
-Mire usted, nadie me lo había dicho. Y que me lo diga Borges…bueno, es demasiado.
-Vamos, no exagere. ¿Quién es ese Borges? Ya lo dijo Yeats, cada uno de nosotros hereda la gran memoria, la de sus antepasados. Y los suyos ¡cuánto han contado! -Mucho: mitos, cuentos, historias. Están en mi recuerdo. Sí,como usted dice, en mi memoria y en mis labios. No puedo negarlo.
-Escuche el ritmo, la cadencia de lo que hablamos. La mano derecha bailaba en el aire, como dibujando los sonidos dispersos de nuestra oralidad.
-Lo escucho a usted, Borges, y para mí es mágico.
-¿Yo, mágico? Bueno, gracias. Pero la magia no es cosa mía. Déjesela a Borges, ése que usted admira. Un error el de usted: admirar a un mortal que está errado. No pude más que sonreír. Parecía disfrutar de mi compañía, posiblemente por ser anónima. Por razones éticas, no debía decirle mi nombre. No quería causar malos entendidos. La charla era mejor así: entre un tal Borges que no demostraba ser Borges y un campesino que, a su lado, no podía llamarse escritor. -¿Cómo es su nombre?
-Alonso.
-¡Pero qué bueno llamarse como Quijano!
-Pero no soy Quijote, Borges, le aclaro para que no tenga miedo al cruzar de mi brazo.
-Nunca tendría miedo del Quijote, caballero Quijano. Él sería capaz de atravesar con su lanza a cada uno de esos coches.
-Tiene mucha razón, para mí, también son monstruos esas máquinas.
-¿Lo ve? Ya habla como el Quijote, Alonso.
-Sería demasiado honor hablar como él.
-No, no vuelva a usar “demasiado”, y menos con el Quijote. En literatura nunca es demasiado. Podía escuchar su respiración gastada. Cada una de sus palabras se elevaba en el espacio. Parecía escribir en el aire, dominado por un ritmo que no abandonamos. El susto estaba claramente disipado. Ya sereno, recitó:
-A veces en las tardes una cara / nos mira desde el fondo de un espejo; / El arte debe ser como ese espejo / que nos revela nuestra propia cara. Quedé en silencio. Adiviné el sentido de esa cita. Intenté revelar mi nombre. Pero no lo hice. Cambié el rumbo de la conversación.
-En algún lado leí que usted se agobia cuando se siente colmado de ideas y que se alivia, sólo, cuando las escribe.
-Usted parece poeta, don Alonso.
-No, no puedo ser poeta. Soy sólo un campesino paraguayo en Perú y Avenida.
-Sí, claro. Así me siento a veces, usted sabe, cuando una idea me encuentra, no me deja en paz hasta que la hago letra. Una vez escrita, ahí queda, como muerta o dormida, pero es la manera que tengo de hacerla… ajena.
-Y ya no lo molesta.
-No, porque es de los otros. No me pertenece más.
-¿Leyó sobre Roussel?
-Raymond Roussel, claro, sí.
-Definió la necesidad de escribir como “el sol dentro mío”. “Sentí una fulguración de mí mismo”, creo que dijo.
-Eso, sí. Amigo Alonso, usted un campesino… Le voy a citar algo que viene a mi mente gracias a su presencia… Estábamos frente al vidrio. Nuestros cuerpos duplicados: imágenes traslúcidas de fantasmas tomando un vaso de agua. Los espejos en las paredes, que sólo yo veía, “revelaban nuestra propia cara”.
-…“La verdad cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir”.
-Capítulo IX, primero de la segunda parte-, le digo.
-No, Alonso, Pierre Menard. Borges reía inocente. Se levantó de la silla y abandonamos juntos la London. El bastón tanteaba el destino de nuestros pasos. Detrás, el sol rompía el reflejo de los vidrios y, sin nuestros fantasmas, atrapaba el bullicio de otra gente que nos miraba salir de la confitería en silencio. Una vez en la esquina, nos vimos atrapados por un amontonamiento de personas que escapaban de la boca del subte. Un tumulto de pasos apurados que corría hacia nosotros. Permanecimos quietos sin soltarnos del brazo. El subte despedía, además, su aliento caldeado por la asfixia, un olor aceitoso y espeso de otro tiempo. Abajo, quedaba vacío el monstruo subterráneo. Paralizados, esperamos que el tumulto se disipara. -Sabe usted, joven, ya no quiero cruzar la avenida. Volvimos por Florida. Atravesamos Rivadavia y seguimos avanzando. Pasamos Mitre y cortamos Cangallo con nuestra línea imaginaria de pasos. Borges, sonrió.
-¿Por qué se ríe Borges? ¿Qué piensa?
-Pienso en el nombre de esta calle. Cangallo.
-¿Qué será eso? ¿Una batalla?
-A mí me suena a un animal extraño. Una mezcla de perro con gallo…
-Asustaría a cualquier chico ¿no?
-A cualquier ser humano, diría yo. Es muy feo el sonido…Can-gallo. Habría que cambiarle el nombre a esta calle. Pero después, quién sabe, en una de esas le ponen uno peor.
-El otro día, un amigo mío opinó que usted es un escritor alejado de la vida para producir una literatura erudita.
-¿Erudita?
-Sí, eso dijo.
-Bueno, Alonso, me parece reconocer a esos amigos. ¿Y a usted qué le parece?
-Que mi amigo no está muy equivocado, pero que, además de erudita, es la mejor. A veces, no es malo alejarse de la vida. Eso mantiene al escritor en su mundo, donde la palabra pura es la que vale, sin influencias ni cargas políticas.
-Claro. Verá, don Alonso, el Borges escritor le diría que se aleje de la vida y de ese amigo. Simplemente, ese Borges trata de verlo todo desde otra óptica. No desecha nada, ni siquiera lo imposible. La Argentina es un país de ficción.
-Eso me lo dice el escritor… Y usted ¿qué me dice?
-Que tiene razón y que no le aconsejo hacer lo mismo que ese tal Borges. Cerraba sus frases en un círculo imaginario. Todas las palabras recorrían el laberinto hasta encontrarse. Allí, Borges quedaba callado. Yo adelantaba mi pie derecho al ritmo del bastón caoba. La luz del sol imponía mágicas sombras a la ciudad. Ingresábamos en ese mundo fresco y gris apenas iluminado. A pesar de las apariencias, Borges me llevaba con su brazo y sonrió al cruzar Sarmiento, como si fuéramos personajes de un cuento que juegan con los nombres de las calles y sus significados.
-Imagino que su amigo también opina sobre Perón.
-Sí, claro. Habla.- Dije.
-La Revolución Libertadora: todo un acontecimiento. ¿Qué piensa Alonso?
-En el país que deja Perón.
- Cuando huyó a su Paraguay dejó un país, antes culto y rico, devastado y desprestigiado.
-Mi amigo es argentino y le saldrá con una historia según la cual, ese mismo día, los más pobres lloraban de tristeza.
-Ah… No me lo nombre. Pero ese amigo, ¿no será uno que ahora llena con frases emotivas las discusiones de los demás? Le repito, la Argentina es un país de ficción.
-Pero no todo Perón ha tenido que ser tan malo, Borges.
-Ya lo dijo Churchill: “Perón es el primer soldado que ha quemado su bandera y el primer católico que ha quemado sus iglesias”. Un fascista de izquierda, Alonso.
-Y ahora este pacto con Frondizi…
-No serían políticos si no tuvieran malos hábitos, pero esos malos hábitos terminan en caos. Caminamos hasta llegar a la vereda frente a su departamento de la calle Maipú. Nos detuvimos en la vidriera de la librería “La Ciudad”. Me pidió que le leyera los títulos de los libros.
-Para escribir una obra buena no basta un mal título- me dijo después. Cruzamos nuestra última calle.
-Gracias por ayudarme en todas estas cuadras. Ha sido usted un amigo, don Alonso.Me extendió una mano titubeante, como buscándome.
-Fue un placer señor Borges.
.
.
.
.
.
.

Fragmentos de “En busca del hueso perdido”
.
.
(Tratado de paraguayología)
.
.
Helio Vera

.
II Donde el doctor Francia busca un hueso sin encontrarlo.
.
¿Existe el paraguayo, categoría abstracta invocada como objeto de este ensayo? No tengo inconveniente en aceptar que tal categoría es desconocida sobre este mundo. Sólo existe dentro del territorio de este ensayo. Hablo apenas del habitante efímero de estas páginas urdidas apresuradamente. En realidad, hay muchas clases de paraguayos. Hay paraguayos del campo y de la ciudad. Hay paraguayos «gente» y paraguayos koygua (campesino oculto). Hay paraguayos «arrieros» y paraguayos «conchavados». Hay paraguayos «valle» y paraguayos «loma», como propone la tipología de Ramiro Domínguez. Hay paraguayos de origen europeo y paraguayos mestizos, en cuya sangre duermen antiguos genes nativos. Y también, paraguayos indígenas: Chamacoco, Mbya Apyteré, Nivakle, Toba, Sanapaná, Moro y de varias otras parcialidades. Hay paraguayos de tipos de sangre A, B, C y quién sabe de cuántos otros.
Hay paraguayos blancos, albinos, rubios, trigueños, morenos, overos y amarillos. Este último color proviene algunas veces de la ictericia. O, lo que es más común, cuando una persona nacida en algún remoto y laborioso país oriental ha sido fraternalmente munida -previo pago de una generosa cantidad de dolares, off course- de una irreprochable documentación. Estos papeles convierten al oriental en más paraguayo que el montonero José Gill, que el alférez Ñandua o que Jacaré Valija. Esta mágica transmutación ha tenido entusiastas y destacados propulsores, uno de los cuales adquirió, no sé por qué oculto motivo, la denominación de «el hombre de los seis millones de dólares». Malevolencia de la gente, que no sabe apreciar en esta clase de acciones la pura caridad cristiana, el eco de la milenaria doctrina del maestro de Asís, el gesto solidario de los traperos de Emaús.
Por último, como es muy notorio, hay paraguayos de primera y de segunda categorías. Para distinguir a los primeros no hace falta leer un tratado de antropometría sino verificar el contenido de una [32] credencial de forma rectangular. Sus poseedores tienen acceso al piso superior de la república. Allí se adquiere el privilegio del consumo racionado de vaca'i en las multitudinarias concentraciones cívicas; el derecho a lanzar al aire el pipu de reglamento al escucharse la polca «número 1», seguida invariablemente de la «número 2»; conchavo seguro y abuso libre en la función pública, además de otras minucias. Los segundos deben contentarse con la planta baja, recinto generalmente húmedo, expuesto a los fríos vientos antárticos y a los agobiantes soplos del Norte cuando no al incómodo y oscuro subsuelo en inacabable plática con arañas, lauchas y cucarachas.
.


El «tipo ideal»
.
Ahora bien, si existen tantas variables, ¿por qué, en nombre de qué, hablamos entonces del paraguayo? Podría despistar a los curiosos refugiándome en la metodología de Max Weber, con su interesante esquema del «tipo ideal». Esta categoría resume, en un supremo acto de abstracción teórica, los elementos más notorios de un grupo humano en una época determinada.
«Se obtiene un ideal-tipo -dice Weber- al acentuar unilateralmente uno o varios puntos de vista y encadenar una multitud de fenómenos aislados, difusos y discretos, que se encuentran en grande o pequeño número y que se ordenan según los precedentes puntos de vista elegidos unilateralmente para formar un cuadro de pensamiento homogéneo».
Se supone que el tipo-ideal es construido por el investigador como un instrumento de trabajo. Se trata, obviamente de un acto arbitrario: el de aislar un segmento de la realidad a partir de ciertos puntos de vista, eligiendo algunos aspectos que consideramos jerárquicamente más relevantes que otros para elaborar un modelo. En él brillarán los rasgos más significativos de ese segmento elegido. Los criterios pueden ser muy variados: desde los niveles de ingreso hasta los grupos etarios, pasando por el color de los cabellos y el tipo de bebidas que prefieren para emborracharse.
¿En qué consiste realmente el «tipo ideal»? No es un modelo axiológico ni una guía para la acción. Ni debe ser identificado como el reflejo de la realidad, aunque se proponga conocerla de manera fragmentaria, seleccionando algunos aspectos que son coherentes entre sí y que nos darán la deseada imagen de conjunto. El ideal-tipo no tiene la pretensión de ser la pura esencia de la realidad, como en un sistema platónico. Por el contrario, se confiesa irreal pero para poder aprehender mejor la realidad. En este caso, el conjunto de rasgos que hemos seleccionado permite construir, con la tenacidad de un escultor, el tipo medio del paraguayo. Como en la escultura, el trabajo no consiste en dibujar una imagen en la piedra sino en extraer de ella todo lo que estorba.
El paraguayo: ¿un hueso de más?
¿Estamos los paraguayos -como lo sugería, entre sorbo y sorbo de pausado fernet, un maligno teoreta de cafetín, ya fallecido gloriosamente- emancipados de las tenaces leyes de la sociología y de la antropología? ¿Se encuentran realmente cerradas herméticamente las puertas y las ventanas de la nación, con abuso de trancas y cerrojos, a los periódicos ventarrones de la historia?
¿Somos en verdad un inexplicable pero vigente subgénero del homo sapiens, a medio camino entre el penúltimo troglodita y el poderoso Golem, creación ominosa de la Cábala hebrea? Cunde, desde luego, la tentadora sospecha de que podríamos constituir una colectividad con algunas características poco comunes. Estas nos distinguirían estrepitosamente de los demás pueblos que habitan el cansado «globo de la tierra y el agua».
Sería un asunto inédito para una época como la nuestra, cargada de escepticismo y de racionalismo. Época en la que, suponiéndose descubiertos todos los arcanos de la especie humana, etnológicamente hablando, se buscan objetos más lejanos para la pesquisa científica: las ignotas estrellas, las intimidades de los átomos, las misteriosas fuentes de la vida.
La sospecha de nuestra singularidad no es nueva. El Dictador Francia fue de los primeros en aventurar esa hipótesis. Rengger anota en su obra: «...le gusta (al dictador) que le miren a la cara cuando le hablan y que se le responda pronta y positivamente. Un día me encargó con este objeto que me asegurase, haciendo autopsia de un paraguayo, si sus compatriotas no tenían un hueso de más en el cuello, que les impedía levantar la cabeza y hablar recio» .
De tener esta hipótesis alguna base firme, nos hallaríamos ante un grave desafío: los paraguayos poseeríamos el carácter de rara avis en la monótona y prolífica especie de los bípedos implumes. Esta tesis tiene dos vertientes totalmente opuestas entre sí, que se combaten con religioso fervor. La primera postula que somos simplemente un pueblo de cretinos, infradotados a fuerza de palos recibidos con secular rutina. La segunda proclama orgullosamente que constituimos una virtuosa especie de superdotados.
Las consecuencias serán diversas según el punto de vista que se adopte en esta cuestión. Entre ellas, una que puede pasar desapercibida al observador más superficial: comprender a los paraguayos escaparía a la sapiencia de las disciplinas conocidas. Exigiría un conocimiento especializado al que sólo tendrían acceso ciertos especialistas. Pocos, pero cargados de luengos años y de abrumadora sabiduría. Grupo selecto, es cierto, pero reticente a compartir sus secretos con gente cargosa e ignorante.
.
Un paseo por la eternidad
.
No faltan elementos de juicio que fortalecen la posibilidad de que, por algún impenetrable designio celeste, estemos desvinculados de las crasas limitaciones que abruman a los seres humanos comunes. Recordemos, solamente de paso, expresiones conocidas, tales como «El Paraguay eterno», el «Ser nacional» y algunos otros eternos que circulan, como moneda obligada, en el invariable discurso local. Estas expresiones comparten el mismo discurso, se hallan en amigable connubio, habitan una misma cosmovisión.
Al ilustrado lector no escapará que palabras como «eternidad», «ser» y otras parecidas designan categorías que no están dentro de los límites de los aburridos asuntos humanos. Se encuentran mas cómodas dentro de los elevados dominios de la metafísica, ubicados, según están contestes afamados teólogos y filósofos, entre las lejanas nubes del cielo.
La eternidad, sobre todo, reconoce más familiaridad con los negocios de la divinidad que con los de su más famosa creación. Obra ésta hecha a imagen y semejanza de su creador, según explica el sacro relato bíblico. Sólo que me permito agregar que la versión actual del Génesis habría omitido -parece que debido a la torpeza o a la piedad de ciertos copistas del siglo II- un versículo fundamental. En él se aclara de manera irrefutable que la copia no se hizo del original sino de la imagen proyectada en un espejo cóncavo. Por añadidura, este fue roto de una pedrada maleva durante la frustrada subversión de los ángeles, capitaneada por el conocido agitador y demagogo Luzbel.
Perdóneseme la digresión anterior, que no será la última. Lo que interesa aquí es que cosas como las comentadas nos inducirían a pensar que el Paraguay no sería una categoría histórica y, por tanto, instalada en el tiempo y en el espacio, sino algo más trascendente: una pura y delicada esencia flotando airosamente en el universo. Sus habitantes tendrían prendas tan singulares que quedarían apartados de las influencias y condicionamientos que fatigan a los demás pueblos de la tierra.
Es probable que esta tesis sea recibida con un unánime murmullo de escepticismo. Es que todo lo que escapa al conocimiento directo, a lo que se considera «normal» dentro de una cultura recibirá un inmediato rechazo de los sacerdotes de la medianía. Esto no es nuevo en la historia.
En la medieval universidad de La Sorbona, a los cuatro doctores más ancianos de la casa se les encargaba una grave misión: oponerse a toda novedad. Los cuatro eran llamados, seguramente por lo encumbrado de su cometido, nada menos que «señores». Todo conocimiento que pudiese excitar la curiosidad o la extrañeza era recibido por estos truhanes con un ruidoso portazo en las narices. Gente de la misma calaña acorraló a Galileo Galilei, llevó a Servet a la hoguera, arrojó a Marco Polo a un calabozo y trató de loco a Cristóbal Colón.
La existencia de extrañas razas sobre la tierra, inclasificables desde todo punto de vista, se halla plenamente avalada por testimonios concordantes. De ellos surge la convicción de que efectivamente existen algunas muy especiales: entre ellas, el friolento «yeti», del Himalaya, a quien alguien que no se habrá mirado en el espejo arrojó el infame mote de «abominable»; los gigantes que vio el cronista Pigafetta durante el viaje de Magallanes. ¿Cómo espantarse entonces ante la simple afirmación de que los paraguayos somos seres fuera de los patrones habituales de las ciencias conocidas?
.
La gripe y el coqueluche
.
No incurramos en la hierática precipitación de desautorizar de entrada esta venerable doctrina nacional. Al fin de cuentas, ha quedado constancia indubitable de la existencia de pueblos e individuos estrafalarios. Humanos, en última instancia, pero con algunos rasgos que concedían a sus razas una identidad singular e irrepetible. Los documentos y testimonios acumulados a lo largo de siglos no nos permiten dudarlo.
La descripción de estos grupos se halla dispersa en una vasta y sorprendente bibliografía en todos los idiomas de la tierra. De ella surge la convicción, que me apresuro a suscribir, de que no tenemos derecho a extrañarnos ante la postulación de razas excepcionales: comunidades de bichos raros, pero reales. Como lo son hoy en el mundo de la zoología el ornitorrinco o el facocero. O como el gruñón tagua de la sabana chaqueña y el celacanto de las profundidades del Índico; especies arribas que todos creían extinguidas hace milenios, pero que siguen tan campantes, como diría el slogan de una conocida marca de whisky.
América fue hábitat preferido por muchos de estos grupos. Así lo informaron los primeros europeos que llegaron a estas tierras y que asentaron sus maravilladas observaciones en páginas inolvidables. Ellos nos hablan, por ejemplo, de individuos con orejas tan grandes que podían acostarse sobre ellas en verano, como si fuesen el más mullido colchón; en invierno les servían de mantas, con las ventajas térmicas que son de imaginar.
Se dirá que no hay vestigio de estos pueblos en la actualidad. Pero es bien sabido que los nativos de América perecieron masivamente víctimas de enfermedades traídas por los europeos, para las cuales sus sistemas inmunológicos carecían de defensa alguna. Bien pudiera ser que plagas difundidas por cepas importadas hayan exterminado a las colectividades fuera de serie de las que estamos hablando.
«Se calcula -corrobora Darcy Ribeiro- que en el primer siglo la mortalidad fue de factor 25. Quiere decir que donde existían 25 personas quedó una. Estas pestes fueron la viruela, el sarampión, la malaria, la tuberculosis, la neumonía, la gripe, las paperas, el coqueluche, las caries dentales, la gonorrea, la sífilis, etcétera» .
Mal gálico: contribución americana
Ribeiro incluye, al parecer equivocadamente, a la sífilis entre las enfermedades importadas. Parece, no obstante, que este mal fue una contribución americana a la patología médica mundial. Era lo menos que se podía hacer: pagar a los recién llegados con una moneda parecida a la que estos difundieron tan desaprensivamente por estas comarcas.
Fue así como el «mal gálico» o «mal de Nápoles» (los franceses decían que venía de Nápoles; los italianos, que venía de Francia) hizo estragos entre los conquistadores. Estos tardaron bien pronto en comprender que la imprudente promulgación de la ley del gallo iba a tener un precio muy alto. Las víctimas se sucedieron de Norte a Sur y de Este a Oeste. Una de las primeras fue el primer adelantado del Río de la Plata, don Pedro de Mendoza. La enfermedad debería ser llamada más apropiadamente «mar gállico».
El venenoso Voltaire nos sugiere el tema al hacerle decir a Pangloss, en su Cándido, que el primer europeo en contraer esta enfermedad fue el propio Cristóbal Colon. «Si no hubiera pegado a Colón en una isla de América este mal que envenena el manantial de la generación, y que a veces estorba la misma generación, y manifiestamente se opone al principio, blanco de naturaleza, no tuviéramos ni chocolate ni cochinilla, y se ha de notar que hasta el día de hoy es peculiar de nosotros esta dolencia en este continente, no menos que la teología escolástica» .
Advertía Voltaire agudamente que hasta entonces el mal no había llegado a Turquía, la India, Persia, China, Siam y Japón, «pero razón hay suficiente para que lo padezcan dentro de algunos siglos» . No hubo que esperar tanto. No pasó mucho tiempo para que su vaticinio se cumpliese con exactitud. Las guerras y el comercio -soldadesca y marinería mediante- se encargaron de convertir al mal de Nápoles en patrimonio universal.
Lo que importa es que las enfermedades traídas por los europeos acabaron con gran parte de los nativos del Nuevo Mundo. Entre ellos, tal vez más vulnerables, a las razas sui generis. En represalia, la sífilis diezmó a los europeos sin que pudiesen estos combatirla eficazmente con la pobre medicina de la época. Humillantes lavativas y repugnantes brebajes sólo contribuían a hacer más penoso el previsible final.
Esquipodos y sirenas
Herodoto, el padre de la historia, anota la existencia de los misteriosos neuros, que se convertían en lobos por lo menos una vez por año aunque, también es cierto, por pocos días. «Es posible que esos neuros sean magos» arriesga el padre de los historiadores. Son igualmente persuasivos los relatos sobre el delicado chapoteo de las sirenas, hermosas mujeres cuyas largas cabelleras cubrían las partes que los hombres de mar juzgaban más interesantes. Más de un atropellado pescador se habrá llevado una sorpresa mayúscula cuando, al apartar de un ardiente manotazo el tupido bosque de cabellos, encontró una cola fría y escamosa cerrando el paso a todo pensamiento deshonesto.
No olvidemos a los cíclopes, violentos gigantes con un único ojo, enorme como un escudo, brillando en medio de la frente. Ulises los ubica en una isla del Mediterráneo, donde pasó muy malos momentos con sus compañeros. Debemos creerle y restar relevancia a la malévola especie voceada por su intratable suegra por toda Ítaca: que toda la Odisea era un puro cuento, inventado por el pícaro de Ulises para explicar diez años de jarana fuera del hogar. Con el mismo derecho deberíamos rechazar la versión de Penélope, de que se pasó tejiendo una bufanda interminable durante una década, lapso durante el cual los pretendientes se limitaron a comer las gallinas de la casa, desdeñando púdicamente los opulentos encantos de su anfitriona.
Llamaré a Cristóbal Colón a testificar a favor de Ulises. En su Diario de Navegación, nada más al llegar a América en 1492, recoge un informe de lo naturales acerca de la existencia de hombres con un solo ojo en las tierras recién descubiertas. El propio Herodoto cita a los arimaspos, con idéntica característica. Los lamas del Tibet, por el contrario, saben que hay individuos no con un ojo sino con tres. El tercero sirve para mirar el futuro. Es la desesperación de los oftalmólogos.
Antiguas crónicas proponen a los esquípodos, precursores del resorte, quienes andaban a los saltos -en esto no fueron nada originales- sobre un único pie. Este les servía además para guarecerse de la lluvia o del sol, a manera de paraguas o sombrilla, según fuese el capricho del tiempo en ese momento.
Hay constancia de los astómatas de Grecia, que carecían de boca y se alimentaban del aire, virtud que, debidamente actualizada, podría ser aplicada hoy para hacer frente a los agobios de la inflación y del aumento del costo de la vida. Nuevamente nos encontramos con que los astómatas no eran únicos en su género. Rabelais asegura, en su inmortal Gargantúa y Pantagruel, que la reina Entelequia «sólo se [40] alimentaba de ciertas categorías, abstracciones, especies, apariencias, pensamientos, signos, segundas intenciones, antítesis, metempsicosis y objeciones trascendentales».
.
.
.
.
.
.

Un simple sueño de mujer
.
.

Carlos Orlando Bonet
.
.

Llegué al pueblo a las 5 de la tarde, una hora incómoda, no podía almorzar en ningún lado ni tampoco cenar. No vi por otra parte ningún lugar en donde tomar algo o mordisquear algún sándwich. Fui a una estación de servicio ubicada en la punta de la larga calle. Me atendió un barbudo y alto empleado joven. Le dije que llenara el tanque y le pregunté si vendían café y algún bocadillo. Me dijo que sí, que entrara. Una mujer joven con apariencia de estudiante me preguntó que deseaba. Le dije que un café y un sándwich cualquiera. Me sirvió el café y me dijo que los sandwiches estaban en la heladera y me señaló al fondo del salón en donde había una pequeña mesa y cuatro sillas de plástico. Me senté en la mesa y revolví el café, abrí el sándwich de su envoltorio de plástico. Lo mordí con ganas, no había comido nada en cuatro horas y a pesar de lo desabrido me reanimó un poco.
Estaba en una carretera poco concurrida a más de doscientos kilómetros de cualquier ciudad decente. Desplegué el mapa y traté de imaginarme en la cercana Mérida y si andaba un poco mas podía incluso llegar a Cancún. Me sentía agotado, sin ganas de manejar y ansiaba tirarme en una cama luego de darme una ducha bien caliente. La mujer se acercó y me dijo si quería mas café, lo hizo lentamente como si quisiera entablar conversación. No debían de ser muchos los turistas o viajeros que pasasen por allí, imaginé. Le pregunté si había en el pueblo un hotel o una pensión que tuviera eso sí, una buena cama limpia y un baño decente. Pensó unos segundos y dijo que había dos lugares, uno era un hotel en la entrada del pueblo frecuentado por viajantes y camioneros. La mujer hizo una pausa y vi brillar una sonrisa en sus ojos negros. El otro dijo que era un hotel frecuentado por parejas y quedaba a una cuadra, era más nuevo que el primero y le habían dicho que estaba muy bien arreglado.
- Aunque pensándolo bien, Usted está solo y ese hotel... como le dije es para parejas.-Bueno, entonces no me aceptarán.La mujer dudó en contestar, era evidente que estaba pensando algo que no se atrevía a decirme.
-En realidad ese hotel es nuestro, es decir es de mi padre. Así que si yo quiero lo dejan quedarse-dijo por fin y sonrío.La miré parada frente a mí, las manos tomándose la punta del delantal, el pelo suelto y las piernas un poco abiertas calzadas en un Jean gastado. Era de una belleza agreste, de tez cobriza tenía una cara redonda y un cuerpo bien formado. Miró hacia afuera en donde estaba su novio o hermano, yo no sabía quien era el muchacho que cargaba el combustible y limpiaba los vidrios del auto.
-Y perdóneme, ¿usted querrá recomendarme? Volvió a mirar hacia afuera y luego sonrió.
-Sí, claro, parece una buena persona.Le agradecí el juicio y le dije que si ella podía llamar por teléfono.Me contestó que no, que el teléfono hacía un mes que no funcionaba y usaban el público que estaba afuera pero también estaba roto desde ayer. Pensé que podíamos llamar por mi celular que estaba en el auto.
-No, mejor yo lo llevo y le presento a la encargada. Papá no está, fue para Mérida y vuelve mañana temprano. Pagué mi consumición y le dije si íbamos en mi auto, dijo que no, que eso se vería mal, mejor yo llevaba el auto y ella iba caminando. No quise discutir y le pagué el combustible al muchacho que me miraba serio.Un par de camiones entraron a la estación y distrajeron su atención. La mujer ya iba llegando a la otra esquina donde estaba el hotel. Estacioné doblando la cuadra, y me dirigí hacia la puerta. Allí me esperaba una señora de unos cincuenta años junto a la joven que me había dicho que se llamaba Ana Silvera.
La encargada no era de muchas palabras, me dijo el precio que yo acepté y me dio una llave que venía unida a una bola de madera pesada que tenía un número 4 pintado grotescamente.Ana me extendió su mano y la saludé agradeciéndole su amabilidad.
-No es nada, me gusta ayudar a los turistas. ¿De dónde es usted, señor? Me había llamado señor y ella tendría unos veinticinco años y yo cuarenta y uno.
-Yo soy de Uruguay-noté una duda de reconocimiento geográfico.
-Uruguay- repetí- entre Argentina y Brasil.La mujer asintió y se sonrojó.
-Disculpe estaba pensando en Paraguay, si pero ahora lo ubico bien, los campeones de fútbol.
-Bueno, eso era hace muchos años, tenemos otras virtudes- le contesté sonriendo.
-Sí, claro, tienen a Onetti-dijo ella muy seria.Me sorprendió que una mujer que no aparentaba mucha cultura se acordara de unos de nuestros mejores novelistas. Le pregunté que había leído de Onetti.
-Fue en el liceo y luego en Preparatorios, recuerdo una novela El Astillero y algunos cuentos. Hubo uno que siempre me quedó grabado. Era algo referente a un sueño.Le dije alborozado: sería Un sueño realizado.
-Sí, me parece que sí, una mujer que pide que le hagan una representación teatral para ella, sólo para ella. Está media loca y luego cuando se realiza lo que ella pide, queda muerta en la escena.
-Sí, así es. Veo que lo recuerda bien. Ana quedó mirando el suelo, como pensativa.-Ese cuento significa mucho para mí- un tono sombrío apareció en su cara simple.Me intrigó esa referencia personal a uno de los mejores cuentos de Onetti, no pude contenerme y le dije si podía contarme algo más ya que me interesaba el asunto.Miró hacia los lados de la calle, algunos transeúntes pasaban y nos miraban. Era evidente que si bien la conocían, estábamos en la puerta de un hotel de citas.
-Mire es largo de contar y no es el lugar apropiado. Si quiere mañana antes de irse va por la estación y le cuento. Amagó irse y se contuvo cuando le dije que yo me iba en unas seis horas, dormiría algo y luego seguiría mi camino. Le dije que iba a Cancún y que me encantaría seguir la conversación sobre literatura.
-Qué lástima acá en el pueblo nadie habla de esos temas.Aventuré una pregunta escondiendo el verdadero motivo de la misma.
-¿Y a su hermano no le interesan esos temas?
-Mi hermano tiene diez años, ahh ..usted dice por el que lo atendió, ese es mi esposo, se llama Juan hace dos años que nos casamos. No, a él le gusta el cine y no lee casi nada, en realidad desde que vine de Mérida yo tampoco leo mucho. En la ciudad todo era diferente. Bueno, que tenga un buen viaje.
Se fue y me hizo adiós como a la media cuadra. Bajé la valija y decidí olvidarme de Onetti y de Ana. Me duché y me acosté. Me desperté de improviso a una hora incómoda, las diez de la noche. Me vestí y salí a buscar algo de comer. Todo estaba cerrado. Volví para el hotel y le pregunté a la encargada que tenía cara de sueño si había algún lugar en donde comer algo.Me dijo que no, que ya era tarde, podía comprar algo en la estación de combustible.Fui caminando con la esperanza de ver a Ana. No estaba, me atendió su esposo Juan y me vendió dos sandwiches seguramente desabridos y un refresco que metió en una bolsa.Le dije que los comería allí, hizo un débil gesto de desagrado y me alcanzó la bolsa y señaló la mesa con sus sillas de plástico blanco. Se fue a atender a una camioneta que venía cargada de hombres con picos y palas. Bajaron una goma que estaba pinchada y Juan fue para un costado de la estación a arreglarla. Me sentí el hombre más solo del mundo, mordisqueando el segundo sándwich y tragándolo sin muchas ganas. No había sido una buena idea parar en ese pueblito perdido en esa carretera poco importante, debí de haber seguido hasta Mérida o haber buscado algún otro lugar.Una puerta se abrió en el fondo del local y apareció Ana, lucía esplendorosa, se notaba que se había peinado y cambiado de vestimenta. Me saludó con sana alegría. Se acercó y se sentó en la mesa. Dijo que recién había vuelto de un cumpleaños de un primo. Hoy les tocaba abrir toda la noche, pero no había problemas, ellos vivían en el fondo de la estación. Imaginé una casa pequeña y calurosa, detrás de esa puerta metálica.Me preguntó si había dormido mal.
-No es que a veces pasa que uno está muy cansado y recupera energías y se despierta, me entró un poco de hambre y no había nada abierto salvo su negocio.
-Ah, yo pensé que me había venido a ver- dijo muy suelta de cuerpo y yo me atraganté con un pedazo de pan.
-Fue una broma hombre, no se lo tome así- dijo y se río mostrando unos dientes muy blancos y una boca abierta, encantadora.
-En realidad, pensé en verla- le confesé en voz baja.-¿Y qué me iba a decir? La miré como desafiándola.
-Nada, ¿no quedamos de seguir hablando de su sueño? Ana se movió inquieta y miró hacia afuera, luego dijo:
-Ahh, era eso.Movió sus manos y se tomó una punta de su pelo largo.
-Mire, son cosas que uno piensa pero que no hace, yo quisiera vivir otra vida, alejarme de acá, irme para Mérida o Cancún, seguir estudiando y vivir libre de mi familia y de él. Pero nunca lo voy a hacer. Me casé enamorada y por escaparme de mi casa, ahora me doy cuenta que sigo dependiendo de mi padre y mi marido no me entiende. Perdóneme por contarle estas cosas pero dicen que es mejor hablar con extraños que uno nunca vuelve a ver que con conocidos que luego le cuentan a todo el pueblo.La mujer se desahogaba; me dio por pensar en el marido que estaría luchando con esa goma de la camioneta. Pero la animé:
-Está bien, dígame lo que quiera, es bueno hablar de lo que uno siente y es verdad, uno le cuenta a un desconocido o desconocida lo que no se anima a hablarle a una persona de su intimidad.
-Usted es casado -afirmó de sopetón.Le dije que había estado casado diez años pero que ahora era libre aunque tenía una novia que vivía en Buenos Aires y que veía los fines de semana. Una relación muy fuerte pero lejana.
-Y está de vacaciones o en viaje de negocios.
-Estoy de vacaciones recorriendo Méjico que me fascina. Mi última etapa es Cancún luego me vuelvo a mi país. Y eso será dentro de tres días.Le conté mi recorrido por algunas ciudades mexicanas y lugares históricos.-Que interesante, seguro que va a extrañarnos.
-No tenga duda de ello. Pero veo que no me cuenta cual es su sueño.
-No se lo cuento por que me da vergüenza. Además es algo simple y tonto, un sueño de mujer. Bueno, me voy y ¿usted qué va a hacer?Le dije que volvería a dormir y temprano en la mañana me iría.
-Que tenga suerte- me dijo y me tomó la mano. Sentí su mano suave y cálida, la retuve unos instantes. Ella volvió a mirar hacia afuera, sólo se oía la conversación fuerte y pesada de los braceros que venían en la camioneta.Como el marido no estaba le dejé el dinero en la mesa ya que Ana había desaparecido detrás de la puerta metálica.Volví caminando por esa calle empedrada y angosta, no vi a nadie y sólo un perro me ladró y me acompañó a distancia hasta el hotel. La puerta estaba abierta y la encargada no estaba. Fui a mi habitación y encontré una factura con el importe.Volví a acostarme pero me fue dificultoso conciliar el sueño.Ana había coqueteado conmigo, un coqueteo suave disimulado con una broma pero me había dado a entender que había estado pensado en mí. ¿Cuál podía ser su sueño? Había dicho que era algo simple un sueño de mujer. Algo romántico sin duda, o algo que desease hacer como por ejemplo escapar de ese pueblito, de su marido tosco y de la opresión de un padre dominante.La mujer había rozado la cultura, había penetrado en sus misterios y acechanzas, en su magia y exaltación en su época de estudiante de secundaria principalmente. La habría acompañado con una vida en libertad, el conocer a jóvenes como ella que la habrían amado y quizás, hecho mujer. Ahora alejado de ese mundo estudiantil lleno de inquietudes y de preguntas sin respuestas, veía el mundo adulto desarrollarse con sus limitaciones y rutinas, con sus miserias y simplezas. No era esto lo que sin lugar a dudas ella se había imaginado para su vida en los centros de estudio de la cercana Mérida.Juan, su marido, era joven y no mal parecido, sería bueno en las lides sexuales y la habría conquistado con su hombría, pero ella se había quedado corta. No había mas nada que ese hombre pudiera darle. No tenían además hijos. Seguían dependiendo de su padre que había aceptado a Juan pero le había impuesto su férreo control.Imaginé que la conversación que había mantenido conmigo era la repetición de otras conversaciones que había tenido con viajantes de comercio, con turistas y con militares que iban de paso. ¿Cuál era la diferencia entre esas conversaciones y la que había mantenido conmigo? Una sola, es probable que sólo a mí me hubiera hablado de ese sueño misterioso ya que la conversación había nacido con la referencia literaria al cuento de Onetti Un sueño realizado que ella había dicho que era algo muy especial o que significaba mucho para ella. Otros habrán intentado seducirla burlando o sorteando la atenta mirada de Juan ocupado en sus menesteres mecánicos.Lo habrán logrado o no. No lo sabía ni lo sabría nunca.Ana me gustaba aunque en realidad era la única mujer que había visto en ese pueblo digna de ser mirada con atención. Bien podría ella tocar mi puerta y entrar a mi habitación, contarme su sueño y luego hacerme el amor. Con esa fantasía me quedé semidormido imaginando la escena y sus pormenores. Digo semidormido porque me volví a despertar plenamente al oir ruidos cerca de la ventana de mi habitación.Presté atención y eran dos personas conversando.La voz de un hombre se escuchó con mas claridad.-No me vas a dejar así. Por favor no lo hagas.Luego oí ruidos como de una pelea y una mujer que sollozaba, unos pasos se oyeron como alguien que se alejaba. Me levanté y miré por el postigo de la ventana.La débil luz de la esquina no iluminaba mucho pero alcancé a ver sentada en la vereda una figura femenina con un bolso a su lado.La mujer tenía la cabeza entre sus manos y parecía estar llorando.Miré hacia los costados y no vi a nadie más.Abrí la ventana y lo hice con cierto ruido como para llamar su atención.Me sorprendió ver a Ana que me miró desde la vereda con la cara llena de lágrimas. Le dije que se acercara. Lo hizo lentamente como con vergüenza.Le pregunté que le pasaba. Se negó a hablar y me hizo gestos como que la dejara.Le dije que entrara a la habitación. Dijo que no podía, que la iban a ver.Le alcancé el brazo y la alcé sin mucho esfuerzo, la ventana estaba en el mismo nivel de la calle.Se sentó en la cama y dejó el bolso a su lado.-Me iba a ir en un camión para Mérida, él me detuvo y me golpeó. Ahora se fue, está borracho ya. Me había golpeado antes, después que hablé con usted.Le pregunté que iba a hacer a Mérida. Dijo que no lo sabía bien aunque tenía amigas allí, no aguantaba más a su marido y su padre no estaba por lo que tenía la oportunidad de perderse. Dijo que México era grande y ella no era una niña.Le dije que cómo se iba a ir así con un bolso y sin dinero.Dijo que tenía algún dinero y que conseguiría trabajo. La mujer temblaba y no cesaba de lagrimear.-Mire si quiere, yo la llevo pero nos vamos ahora. No quiero problemas ni con su marido ni con su padre que llegará en cualquier momento.Se levantó de la cama y dijo que sí, empaqué las pocas cosas que había sacado de la maleta y dejé el dinero sobre la mesa de la encargada. Fuimos hasta el auto y ella miró hacia atrás con temor. Nadie venía por suerte. Salimos del pueblo y vi que lanzaba un suspiro de satisfacción.
-Lo logré; me voy para no volver nunca más.
-Pero tu madre te va a extrañar-le dije.
-No, ella murió hace cuatro años.En el camino habló poco y luego se durmió, la calma pareció volverle cuando dormitaba como una niña. Llegamos a Mérida luego de dos horas y media de carretera y estacioné frente a un motel que tenía un bar en su planta baja.Eran casi las cinco de la mañana pero había gente, camioneros y viajantes.
Pedimos un desayuno y la vi comer con entusiasmo. Tomó mi mano y me dijo que agradecía lo que había hecho por ella.
Le pregunté que iba a hacer ahora, miró el reloj y dijo que era temprano para ir a ver a sus amigas. Yo le dije que iba a hospedarme en ese motel y tratar de dormir un poco ya que tendría que seguir viaje hasta Cancún. Me preguntó si podía quedarse conmigo. Obviamente le dije que sí y nos registramos, di sólo mi nombre y el empleado no me preguntó por sus datos. Entramos a la acogedora habitación y me abrazó con una sonrisa sincera en su cara y un brillo extraño en su mirada. La oí ducharse en el baño mientras yo acomodaba mi maleta, había dos camas y un pequeño barcito en donde tomé un par de botellitas de whisky y las serví. Salió del baño envuelta en un par de toallas, lucía bellísima y se lo dije.
Levantó la copa con aparatoso ademán, bebió un sorbo y me miró de manera provocadora. Dijo con voz ronca.
-Esto es parte de mi sueño.Entonces fue que la besé y nos abrazamos. El resto del sueño me lo fue contando poco a poco. Ahora está sentada mirando llover y el fuerte viento que hace temblar la ventana en mi casa de Montevideo la hace parpadear y sentir algo de temor. Toma mi mano y me mira con sus ojazos negros llenos de certezas e ilusiones.
.
.
.
.
.
.
La escritura de la mujer :
violencia oracular y don de profecía

.
.
Michéle Ramond
Universidad de Paris 8 Vincennes-Saint-Denis
.
.
¿De qué forma, obedeciendo a qué ritos puede la mujer que escribe responder a la violencia que le hace la sociedad? Algunos dicen que empuñando la pluma la mujer ya se sale del estricto marco que le imparten su género y su sexo. Hacerse con la pluma, el cálamo, la caña para escribir, inscribir, más o menos es tomar la vara de mando del legislador. Transgredir con un gesto entre lúbrico o procaz y competidor el territorio que al cuerpo de una le está asignado, lo cual equivale a una sublevación del alma o del espíritu contra la ley de la naturaleza que para muchos es también ley divina. Conforme a la mujer se le hace posible acceder a la cultura y por tanto a la lectura, su relación con el escrito sin embargo tiende a domesticarse. La imagen de la lectora y la imagen de la lectura se superponen en nuestra mente hechizada por las fantasías pictóricas y los mitos de los grandes Maestros. El libro o la carta leída, en las manos de la estudiosa o amorosa de convierten en una materia polimorfa, de gran ductilidad. El varón quien se supone escribió el libro o la carta se encuentra mecido en el regazo de la dulce contempladora, ocupando él bajo la sonrisa o la mirada de soslayo de la bonita y sumisa lectora el lugar ambiguo del amante y del hijo, del hijo amante que nunca dejó de ser o de pensarse o de soñarse. El libro y la carta son el Hijo con todo su glorioso y divino esplendor, una pieza única que concentra en sí todo el poder adquisitivo y de seducción del objeto más preciado desde la más remota antigüedad, desde que fueron destronadas las arcaicas diosas madres sumerias hace cuatro o cinco milenios, antes de que se viniera imponiendo el orden patriarcal que conocemos y que se impuso con irrebatible rigor en los tres monoteísmos. El contemplado objeto con tanta aplicación y dedicación descifrado es metáfora fálica con amplio espectro semántico, tan amplio que se merece la zozobra turbadora de la lectora. Turbadora porque a su vez nos conmueve, colocándonos en un mismo espacio emocionante de sumisión y adoración. La turbadora postura inmortaliza a la mujer contempladora del símbolo supremo que como madre lleva en su seno, que como esposa recibe en su cuerpo, que como discípula alberga en su mente, que como sacerdotisa protege y adora, que como profetisa deja que hable por su boca. Al menos podrá la doncella o señora contestar la carta o consignar en una libreta las suaves o extrañas sensaciones que la lectura del talismán le procurara. Responder a la llamada, al llamamiento o a las sugestiones del talismán es todavía mantenerse en el área de su influjo y su dominio. La escritura (cartas o diarios) es un responso de la lectora conmocionada al cuerpo a la vez vivo y difunto, manifiesto y espiritual o inconcreto del Dios. El homenaje a “Phallos” no está desprovisto de erotismo ni de misticismo. Ni de gracia. Esto explica que la mujer epistolera, incluso epistológrafa (habiendo escrito cartas notables reunidas en epistolarios como las de Madame de Sévigné) se haya convertido en una figura permitida o incluso sacra (Catalina de Siena cuya correspondencia figura entre las obras maestras de la literatura italiana, Sor Juana Inés de la Cruz, etc.)
.
La carta leída a la que responden las cartas escritas constituyen un conjunto sagrado, erótico y místico conjuntamente, falocentrado, consagrado, de fabulosa luminiscencia. El diario íntimo en que se abisma nocturnamente la joven romántica o la señora melancólica, más que nada la niña o la doncella letradas con prurito literario es una prolongación de la actividad epistolera. El estilo epistolar, confesante, confirma que a falta de destinatario real una se dirige al gran otro o a su propio yo desdoblado en confesor. La hoja en blanco del litúrgico y litigioso cuaderno donde una consigna para “nadie” sus emociones, sueños y ambiciones reemplaza elocuentemente el objeto adorado – contemplado por la lectora en su nimbo de apostólica claridad. El cuaderno escrito en secreto donde se murmuran los secretos del alma y del cuerpo podrá ser luego leído y contemplado por la misma quien lo formó destinándolo a aquella figura extraña, ausente, enajenante con la que se fundió en un acto de desvarío y exaltación o arrobo o rapto nupcial. Así como el objeto-fetiche es para el hijo, que eternamente sigue siendo todo varón, el falo de la madre, la carta o el diario íntimo ocupa para la mujer que lo escribe el mismo divino lugar que la carta o el libro leído, simbólicamente mecido entre las manos o en el regazo de la atenta, escrupulosa, piadosa lectora. Ni más ni menos que el sacro atributo del divino padre, humanamente accesible bajo la forma soñada de hijo de Dios, de divino infante o de confesor e interlocutor vicario de Dios. Es innegable que esta búsqueda de interlocutor divino o de Hijo sublime presente-ausente en la carta o el diario íntimo que se escriben o irradiando en la carta –el libro- al cobijo de la mirada inclinada, vencida, que lo lee, supone un estadio idílico de la relación de la mujer con la escritura. La mujer escritora, envés activo de la mujer lectora, responde a una fantasía secular que la sitúa frente al espejo de la maternidad. En este espejo (carta, libro) la mujer escribiente no contempla a su propia imagen, se absorbe en la luz, en las reverberaciones del dios que la carta y el libro íntimamente y para ella sola descomponen en multitud de reflejos. Cautiva del dios la mujer es matriz especular de “Phallos”, confundiéndose con la sacra misión de servidora, sirviente del Señor. El libro o la carta leídos o escritos en el secreto de la habitación-tabernáculo de la mujer le presenta sublimemente el fruto divino de sus entrañas y ella en aquel fruto se complace, se ausenta y se borra. Las delicias de esta ligereza y esta borradura son delicias espirituales que a las más favorecidas, las que recibieron cultura, les hicieron olvidar su borradura social.No pasa así cuando Febe (la brillante) despierta de su sueño especular altruista. Sabemos porque tanto nos lo han contado los trágicos griegos (Esquilo, Eurípides), el poeta Hesíodo en su Teogonía y las sabias como Françoise Gange, Nicole Loraux, Marie Delcourt, etc., que el don de palabra y de predicción fue antaño, en tiempos muy remotos, privilegio exclusivo de la Tierra y de las diosas madres.
.
El poder predictivo no era disponer de clarividencia para transmitir el mensaje de dioses omnipotentes, sino que consistía en ser diosa verbal que profería sin intermediarios los secretos de la tierra y de la vida, anunciando la historia del mundo. Sabemos que este don verbal que prediciendo construía el futuro le fue a Febe, hija de la Tierra, robado por Apolo quien se posesiona del oráculo de Delfos. El mito de las diosas verbales, madres de la creación y dueñas del porvenir y la Historia, anteriores a la cultura patriarcal que por violencia expolia los territorios femeninos, explotando lo que originalmente fue prerrogativa de las Madres y de sus sucesoras las Hijas, corresponde a los más antiguos escritos de la humanidad, hace cuatro y cinco mil años en las tierras del creciente fértil, del Tigre y del Éufrates, actualmente bombardeadas y exterminadas con sus habitantes y sus secretos arqueológicos. Así es como la Historia de nuestras sociedades contemporáneas corre el riesgo de perder más definitivamente aún sus fuentes maternas por culpa de integrismos monoteístas (es decir masculinos) adversos que de todas formas, incluso combatiéndose, buscan y consienten el sacrificio continuado de los valores femeninos, su único pero despreciado y desbaratado antídoto. Al ser tan antiguamente derrotado y sepultado el poder de las diosas, sus liturgias, los ritos por ellas inspirados, sus templos y sus sacerdotisas, sus principios morales y religiosos padecieron un mismo rapto y nos acostumbramos, conforme pasaron los años y los siglos, a un concepto varonil de la divinidad, sea judaico, cristiano o islámico, y al furor guerrero de sus leyes, sus ritos y sus imprecaciones. La pérdida de toda representación femenina de lo divino en las tres religiones que hoy se reparten el mundo se acompaña con la borradura social de la mujer. Y al invadir las religiones el campo político mundial hasta los nefastos extremos que conocemos y lamentamos, entre otros desastres se impone éste: que la mujer va perdiendo, incluso en nuestras democracias occidentales, cada día más prestigio y más libertades. Y lo peor de ello es que llegó su avasallamiento hasta tal punto que ni se dan cuenta las mujeres de lo que están perdiendo y de lo que les está amenazando en un mundo donde dejar de luchar equivale para ellas a ser olvidadas de todo sistema, social y político. Porque no todos los gobernantes son zapateros prodigiosos y el terreno económico, ideológico y político máximamente está, bien se sabe, ocupado por los varones.
.
Tan remota expoliación de las mujeres, privadas de su originaria relación con lo divino y con lo sacro, tiene consecuencias terribles, prejuicios y perjuicios profundamente enraizados en el pensamiento y en la lengua, en los sistemas filosóficos como el de Aristóteles que gozan de más prestigio e influencia. Y cuanto más volvemos, con el propósito de reaccionar, contra la crisis actual de los valores, a los principios morales y religiosos de nuestros monoteísmos, más nos hundimos en un mundo inhumano, enucleado de sus fuentes e inspiraciones femeninas. Lo más atroz es cuando consideramos que el protagonismo a veces más activo en este campo del desprestigio sufrido por la mujer lo tienen las mismas mujeres, tan avasalladas que ni se dan cuenta de que ellas abogan a favor de un mundo falocentrado que les es contrario y que las priva de sus derechos y de sus legítimas ambiciones.
.
En este contexto nacional y mundial se acabó el dulce consuelo de la carta o el libro íntimamente compartido donde una recibe por refracción la luz o la imagen del divino rostro que la nimba concediéndole el ocasional poder de pensar, soñar, escribir. La famosa búsqueda de interlocutor (de interlocutor varonil, se entiende) que sigue siendo, hasta sus últimas producciones, característica de una de las más brillantes mujeres de letras del siglo XX, Carmen Martín Gaite, ya no puede ser válida. El misterioso visitante, confesor o psicoanalista o “partenaire” erotizado a la escucha, ya no puede servir de incitador para la mujer narradora que antes escribiera bajo su influencia. Esta feliz triangulación por así decir edípica, en que una figura femenina escribiente va unida conjuntamente con una instancia masculina incitadora y un libro-espejo inconsciente en devenir, está ya imposibilitada o gripada por el desastre social mundial y la conciencia persecutoria que de este contexto a diario tomamos. Para dar sólo un ejemplo pensemos en Bella y oscura de Rosa Montero (1993) donde la niña protagonista y futura narradora, Baba, espera durante treinta capítulos el regreso de Máximo, su padre, para celebrar en el instante final de su reaparición, su fulgurante y definitiva desaparición. Con este horizonte aparentemente apoteótico el libro inicia una potencia femenina recuperada cuyo fundamento sería la desaparición del Dios-padre. Por algo será si el libro se abre con la portentosa abuela doña Bárbara quien restaura la gran figura mítica de la diosa madre predictiva cuyo verbo creó el mundo.Otro tal consigue la protagonista narradora Marina Ulibi Cano de Sangre (Mercedes Abad, 2000). Atrevidamente se las ingenia para remontar el curso de la Historia a expensas suyas hasta el 1° de octubre de 1936 en Burgos donde provoca, habiendo regresado al cuerpo infante de su propia madre, la muerte del General Francisco Franco, arrebatando con este bélico complot más de medio siglo de Historia nacional y mundial y gestionando la remodelación del mundo actual. La autoborradura de la figura autora y actriz de semejante “desastre” corona el edificio. Pero en el momento en que reanudamos con el viejo mito de la Hija inmolada (Ifigenia, Antígona, la hija de Jefté) se invierte nuestro rancio y gastado, nuestro perverso sistema ideológico masculino. Cierto es que muere una figura de Hija, pero no por decreto paterno, muere para eliminar una figura sumamente representativa del opresivo y totalitario patriarcado. Y esta consentida borradura se realiza en beneficio de la propia madre, diosa-madre del sistema socio-histórico que se inaugura, haciendo mofa en particular del monoteísmo judaico y cristiano, de los santos mandamientos, de los terroríficos preceptos del Levítico y del Deuteronómico y, de modo general, de las Sacras Escrituras que llevan el sello inconfundible de un Dios masculino opresor, origen de un furioso binarismo y maniqueísmo: Dios de Moisés y de los Libros Sapienciales, quien persigue a la Humanidad a través de tantas formas de dictaduras y de imperativos filosóficos y morales que favorecen, consolidan y finalmente explican (justificándola) la dominación masculina.
.

Lejos estamos del retirado soliloquio en compañía de la carta y del libro, del rostro iluminado por un Dios invisible, de la sumisa y sumergida lectora, inmersa en la corriente de una literatura que la arrebata y extasía porque entre sus líneas contempla el fascinante reflejo del “Fascinus”, el cetro del dominador, su concepto, su “modus vivendi et penetrandi et pensandi”, su sexo mental o simbólico hecho lenguaje, argumentaciones, metáforas y ensoñación: forma de pensar, de ser y de imponer el ser.Las sucesivas y contradictorias leyendas sobre la o las Gorgona(s) (del griego “gorgo”, la terrible) a pesar de sus muchas variantes representan bajo formas femeninas a penas reconocibles por su monstruosidad las peores depravaciones y perversiones como son las sexuales (Eurialé), las sociales (Steno) y las espirituales (Medusa). Degollada por Perseo la más conocida y la única mortal, Medusa, reducida a su “caput horribilis” con cabellera de serpientes, colmillos de jabalí y ojos centelleantes sirve de ornamento terrorífico para la égida de Minerva-Atenea que así paraliza los ejércitos enemigos. Sin embargo en el momento de su degollación Medusa da a luz a Pegaso, el caballo alado de la poesía, y a Crisaor “el hombre de la espada de oro”. Es llamativo que precisamente sea la diosa griega de la sabiduría, hija de Zeus y según su nombre “privada de leche materna”, ya que directamente nacida del “caput” del Dios-Rey-Padre, la que se ornamenta con la terrible cabeza donde se ilustra, según los mitólogos, la perversión de la mente, sus excesos vanidosos. Sabemos por Nicole Loraux y sus sabios estudios que la Diosa nacida por partenogénesis paterna sin el concurso de ningún elemento femenino es la que dio su nombre a la ciudad de Atenas a cambio de lo cual las mujeres atenienses fueron privadas del derecho de ciudadanía y de los atributos de ciudadanas. Excluidas de la vida pública y de la “polis”, las mujeres atenienses ganaron a una diosa protectora que de poco les valió porque la contrapartida de esta elección fue un estatuto social sin prestigio ni poder en una sociedad claramente patriarcal y falocentrada donde el amor platónico (la filosófica pederastia) prevalecía sobre el amor a la mujer y su culto erótico. Que la égida de Atenea, la piel de la cabra Amaltea que amamantara al Dios supremo Zeus, padre de Minerva, se ornamente con la cabeza degollada de Minerva, realzando y sellando el prestigio mental a la vez que bélico de la Diosa de la sabiduría no puede sino hundirnos en la máxima perplejidad. Atenea sin madre nacida, privada de leche materna y objeto de un culto varonil, protectora finalmente de los ciudadanos de Atenas con exclusión de las mujeres de la “civitas”, es el exacto prototipo o modelo emblemático, exaltante por su potestad, de la Hija adicta al padre y a su reino y por ende enemiga de la madre, para los griegos siempre un poco Clitemnestra. Recuerdo el libro de Séverine Auffret, Nous, Clytemnestre (Des femmes, 1984), el cual nos ofrece otra visión de esta heroína griega tan calumniada, víctima –si bien se mira- de un infanticidio y de un matricidio, el asesinato de la madre siguiendo naturalmente el sacrificio de la Hija bienquista Ifigenia, por su padre Agamemnón. Si remontamos de la modernidad a la antigüedad bien vemos dónde toma su nacimiento el sufrimiento femenino: en la supuesta (legendaria) monstruosidad de la mujer, de sus disposiciones y de sus atributos, visión horrenda que le da argumentos al poder masculino para apartar a la mujer de sus sacras áreas y de sus santas aras que de esta forma la impura sangre femenina no podrá profanar. Excluida de la “civitas” y de la “polis”, es de por sí natural que la mujer lo sea también del Templo. Guerreramente protegida con los despojos de la que bien podemos considerar como su abuela paterna, resguardada tras esta égida que ornamenta para más opción defensiva la famosa cabeza de Medusa, aquella criatura primitiva pre-olímpica que no podemos sino relacionar con el sexo todopoderoso y codiciado de la Tierra-madre de donde procede la potencia vital, Atenea se presenta a sus fieles y adoradores como el emblema de la adhesión de las Hijas al poderío y a la ideología del Dios-padre, precursor del Dios único varonil de los actuales tres monoteísmos. La zoomorfía de la cabral abuela complementa la horrífica cabeza, apenas de diseño humano, de la calumniada Gorgona. Pellejo y cabeza son de la destronada Diosa-madre originaria, a propósito desfigurada y desestimada por los Hijos en tropel, todos oscurantistas e impíos, desagradecidos. El matricidio que precede y explica el reino patriarcal se acompaña con la desfiguración de las Madres vueltas monstruos horrendos. En realidad el deseo edípico de los hijos como tal es un cuento casi romántico que sirve a enmascarar el sacro terror que inspiran las Madres. Terribles en efecto son las Madres también por la seducción que ejercen sobre sus Hijos. Es razonable por lo tanto apartarse lo antes posible, antes de la pubertad, de ellas para sustraerse tempranamente al nefasto poder sexual que ejercen, el único por lo visto que les queda.
.
La salvedad sería para nosotras adormecer nuestro rencor por semejante matricidio contemplando la belleza sin par de la amorosa Diosa Venus-Afrodita, la que al nacer de la espuma marina trajo consigo la sonrisa haciendo crecer césped y flores por donde pisaba. La sonriente diosa “Filommedes” de hermosos muslos tal vez nos sirva de consuelo ante la derrota tan absoluta del principio femenino y materno en el mundo. Pero ahí también reside alguna superchería. Porque si bien miramos las cosas (o sea los textos, de Hesíodo en particular, su Teogonía) tanta belleza y poder seductivo los debe Afrodita a sus dos padres, Uranos-Coelos, el cielo estrellado, y Pontos, el mar, masculino en griego.
.

De dos espumas varoniles nace la diosa en quien se exalta la mayor virtud femenina, su innegable y legendario poder de seducción sobre el sexo fuerte. Criatura de Coelos y Pontos, Afrodita la bienquista se mantiene fiel al orden patriarcal, el cual sacia en la diosa su apetito de potencia uterina, único poder al que todavía el varón sólo accede en sus sueños y fantasías. El sueño ginofálico del Padre se ilustra pues en la diosa del amor y la belleza quien con su venusino y consagrado espejo nos ofrece no tanto su propia tierna imagen conmovedora como la imagen del Dios pancreator de cuya simiente procede, Padre-Genitrix que también vemos triunfar en el dogma de la Santa Trinidad y sus figuraciones, alojándose el Hijo, con la paloma, en el ambiguo regazo del Padre, sospechoso y soberbio engaste que hace caso omiso de la Virgen María y de sus santas, fructíferas entrañas.Si la mujer que lee y la Virgen de la Anunciación son en realidad una misma figura envolvente quien circunda un espejo donde se contempla y reproduce un principio divino masculino y todopoderoso, esta exaltante resplandecencia difícilmente se puede perpetuar en un mundo global que asienta y asocia, cada día con más evidencia, estas tres formas de poder que son el económico (o financiero), el masculino (sexual y político) y el religioso.La mujer escritora hoy en día, ante la hoja en blanco que por suerte (así espero) sigue ejerciendo sobre ella una misma (aunque distinta) fascinación, sufre un doble dolor. Las hijas que no dejamos de ser no pueden celebrar como antaño sus nupcias (simbólicas) con el padre a quien la escritura busca desesperadamente sin poder consentir el escándalo de la dictadura masculina global que niega la igualdad entre hombre y mujer con más o menos hipocresía en todos los sectores de la vida social. Este dolor fundamental se acompaña con otro no menos intenso y tal vez más profundo y visceral: las hijas que somos, en un mundo donde lo masculino goza de tan indiscutida preeminencia, dudamos que nuestras madres nos hayan amado de verdad y también nos tortura la idea que no las hayamos amado a la altura del regalo de vida que nos hicieron. El sacrificio de su vida que Marina Ulibi Cano le consiente a su madre es, al respecto, muy elocuente. La madre tan criticada por la hija, y tan enemiga de la hija, en un principio, al final termina tan idealizada que provoca la inmolación de Marina. El último capítulo “La inmolada” corona un edificio sublimatorio que no encuentra otra salida literaria y moral para combatir la dictadura monoteísta mundial representada por Francisco Franco que el consentido sacrificio de una misma en aras de la fidelidad a la madre y de este arrebatador amor que nos une a ella. Escribir entonces supone una violencia amorosa sin par, equivale a dar su propia vida por amor a la madre divinizada, queriendo retornar a los tiempos remotos en que las divinidades eran femeninas como el verbo y la potencia oracular.
.

El ansia femenina de unión mística con el padre nos aproxima a otro dolor: el del desencuentro amoroso. Emblemática es la larga y exasperada espera de Baba quien en el antepenúltimo capítulo, medio adormilada, sentada en el reborde áspero de la fuente y deslumbrada de luz, como en una temprana escena de Anunciación (una Anunciación a una Virgen niña impúber), ve subir hacia ella, desde el final de la calle, envuelto en un color azulado y brumoso y una rara calma, un hombre grande, grande y azul, con sus pisadas lentas, seguras, que resonaban como los latidos de un corazón. Cuando entró el hombre en la zona del sol, porque hasta ahora caminaba por el lado en sombra de la calle, la luz cayó como una catarata sobre sus hombros haciendo que se volviera visible y reconocible, “un hombre alto y delgado, de hombros anchos, brazos y piernas largos, huesos grandes. Y sus ojos: profundos y tranquilos, y siempre mirándome.” Sin necesidad de luchar la hija con el Ángel, llega frente a Baba Máximo, el dios padre, y se detiene, dobla la cintura y se inclina hacia Baba-Jacoba, con sus ojos dulces y por supuesto azules, la reconoce y la nombra dándole por fin su nombre, creándola “Baba” y marcándola con el dedo índice que en un roce suave pasa por su mejilla. La hija con quien se identifica el sujeto de escritura sacia un viejo sueño de encuentro místico con el padre de donde procede la fe creadora. Aquel encuentro maravilloso y milagroso fue infinitamente retardado por una sociedad que le niega a la mujer este prodigio, una sociedad cuya metáfora novelesca es el “Barrio” dominado y destruido por el poder masculino, monstruoso y asesino: Segundo, el tío, el Buga, el Portugués, el Hombre-Tibur­ón, el Martillo son fuerzas en alianza que acaban destuyendo la familia arcaica cuya diosa, en sus principios, era la Abuela doña Bárbara. La destrucción de la harmonía originaria empieza remotamente con el asesinato, en un incendio provocado por Segundo, de la madre de Baba y se prolonga con otro matricidio : el segundo incendio que causa el lento decaimiento y la agonía de la espléndida ancestra. Esto significa que en un mundo llevado a su ruina por un poder masculino desatinado e incontrolable, sin ningún tipo de auto-contención porque el progreso técnico y los imperativos económicos aparentemente lo justifican y lo hacen inevitable, el trance metafísico que antiguamente el padre le comunicara a la hija se le hace moralmente imposible a menos de que ella colabore con el poder o consienta concesiones. Reanudar con el espejo de los viejos tiempos y sus dones sacros de reverberación exige, si se hace sin compromiso con el poder masculino destructor, un gran esfuerzo de concentración espiritual. El reencuentro salvador con el padre se consigue por una lucha día a día contra las fuerzas oscurantistas del Barrio: es una forma de ascetismo. Si por fin por una brecha metafísica se cuela la figura redentora, el milagro es efímero, Máximo prontamente se abisma como Lucifer en las tinieblas de este poder masculino al que jamás dejó de pertenecer, como su hermano Segundo, incendiario y matricida, como el Portugués, como el Hombre Tiburón. Mantener la ilusión que nos une amorosamente con la mítica figura del padre es para nosotras las hijas el único método para soportar todavía la vida, es decir para tener esperanza de que algún día, mediante nuestros trabajos de Sísifo, nuestras convicciones y nuestras escrituras, podamos inventar (o reinventar) un mundo realmente heterosexual, en el sentido absoluto (de progreso y de amor compartidos) de esta palabra ahora (en el contexto social y mundial) desprovista de real sentido e interés.
.
.
.
.
.
.
BREVE RELATO DE MADRUGADA
.
.

María Laura Riba
.
.

“Una noche más”, se dice él sin levantar los ojos del viejo libro recién llegado. “No sé para qué lo compré”, se queja; pero ese reproche es sólo porque siente que esa es otra noche común, igual a tantas otras: “La batalla de Berlín” – lee – de Adrew Tully, impreso en España, 1963”. Sabe que ese libro – que no ha leído nunca o por lo menos no recuerda haberlo hecho – tiene el lomo bastante maltratado y en algunas hojas hay dibujos infantiles, los típicos garabatos que la niñez realiza en un descuido, en puntas de pie y desafiando el posible castigo de los mayores. Él sonríe. Acaso recuerda. Sus ojos se detienen en la primera página. Lee: “En cierto modo comencé a escribir este libro el 27 de abril de 1945. Entonces era corresponsal de guerra del Traveler de Boston y fui uno de los tres primeros americanos que entró en Berlín...”. Queda prendido a la lectura. Reconoce que eso es historia, periodismo, y al mismo tiempo, literatura.A esa hora, la librería está colmada de gente. Noctámbulos insobornables que juegan al olvido. En el fondo, un pequeño y cálido bar da la bienvenida. Una mujer sesentona se acomoda los bifocales mientras lee un poema del viejo Whitman: “Quédate conmigo un día y una noche, y te mostraré el origen de todos los poemas”. Ella lo lee en inglés, pero el recuerdo lo tiene en castellano, le late en castellano, le arde en castellano. En otra mesa, un adolescente se apura a copiar en una hoja de cuaderno un verso de Juan Gelman: “Esa mujer se parecía a la palabra nunca”. La caligrafía es apretada y sin estilo, pero necesita copiar ese verso porque da justo con esa muchacha de ojos pequeñitos que se sienta detrás de su banco, en la escuela.Un hombre solitario enciende una pipa y mira sin mirar. Todavía no ha decidido qué leer. Por ahora hace un gesto con la mano y pide un café, “livianito, por favor”, dice, y se toca el estómago. De fondo, muy suave, se escucha melodiosa la voz de Emma Shapplin... “Yuo’ve lost this heart...”. Cuando termina de cantar, alguien pide amablemente que pongan otra música porque esa y no otra, le hace mal y no deja que se concentre en “El origen de la familia”, de Federico Engel. Entonces, él, el dueño, que sigue ojeando “La batalla de Berlín”, sin prestarle la menor atención, pregunta con simulada cortesía: “¿Le parece bien algo de Mozart?”. “¿Cómo qué?”, replica ese alguien, y el dueño, rápidamente echa un vistazo a la parte de atrás del CD y lee en voz alta: “Concierto para piano nº 21...”. “Sí, sí, está bien... lo que sea con tal de olvidar”, replicó ese alguien, y Mozart salió a escena.El dueño levantó la mirada del libro y lo cerró. Se había quedado pensativo: “...lo que sea con tal de olvidar...”, le había dicho ese alguien. Aquellas palabras lo sacudieron. Así fue como recordó la sucesión de errores que había cometido a lo largo de su vida, sólo por encontrarla a ella, únicamente a ella. Mientras recorre con las puntas de los dedos un anaquel de madera, en busca del libro impreciso que lo trajera de regreso de la melancolía, recordó una de esas tantas equivocaciones.Ella había entrado a la librería y se había dirigido derecho hacia el fondo. Usaba gafas negras: ocultaba lágrimas y rimmel corrido. Esa mujer se sentó al lado de la ventana que da al jardín – no muy grande, tampoco muy pequeño -, era invierno y hacía frío. Él, el dueño, miró su reloj: “Las 0,40”, se dijo. Y sin titubear se acercó a esa mujer y le preguntó: “¿Estás llorando?”. “No”, le respondió ella, pero mentía. Él creyó que sin duda se trataba de ella, y arriesgó: “Regina, hace años que guardo rosas para dártelas este día”. Aquella mujer se quitó las gafas oscuras. Tenía lágrimas negras tatuadas en las mejillas. Ella lo miró y le dijo: “Lo siento. Usted me confunde. Mi nombre es Penélope. No es usted a quien yo espero”. Acto seguido, aquella mujer pensó que aquel hombre no estaba en sus cabales y tampoco quería quedarse allí para averiguarlo. Sujetó con fuerza su bolso de piel marrón, y se marchó lenta, casi etérea, con sus zapatos de tacón y su vestido de domingo. Él, el dueño, regresó a su sitio, detrás de la caja registradora: “Por Dios... espanté a otra clienta”, susurró.Ya no recuerda quién le había dicho alguna vez que Paul Eluard había escrito: “Pocas palabras son necesarias para expresar lo esencial”. Él no había sabido hacerlo en todos esos años. “¿Pero cuál es la palabra, esa, la única capaz de expresarlo todo?”, se preguntó. Ahora Debussy hacía de las suyas, y la gente leía, tomaba café, se encontraba, se percibía, se reconocía humana en aquella librería. Tantas veces él, el dueño, había errado por las mesas en busca de ella. En otra oportunidad vio a una mujer que leía un libro de historia. Tenía los ojos azules y los labios muy pintados. No sé por qué, él, el dueño, le vio rostro de cantante de ópera, y sin mediar siquiera un “buenas noches”, dejó una rosa sobre su mesa y le dijo: “¿Te acordás de mí?”. Ella lo miró con misterio. Aquella mujer era sensual. Un lunar no pintado latía sobre su labio. “¿Nos conocemos?”, preguntó ella, como si hubiera quedado demorada en una película blanco y negro, mientras encendía un cigarrillo a lo Ava Garner. “Torcuato... - titubeó él – Torcuato...”. Ella apagó el cigarrillo y fue como si apagara el misterio. “Usted, señor, me cree alguien quien no soy. Yo no espero a nadie”. En otra noche, idéntica a esa en la que él se repetía “una noche más”, una luna de arena blanca se desgranaba sobre las mesas del bar, y los anaqueles de libros viejos relucían nuevos. Él, el dueño, vio entrar a otra mujer: cabellos rubios con bucles, ojos marrones, bandolera cruzada pintada con la cara de John Lennon: “¿Tenés el último de Harry Poter?”. Él, sin entender bien lo que escuchaba y sin saber qué estaba haciendo, quizá por costumbre o soledad, preguntó: “¿Regina?”. Y la respuesta no se hizo esperar: “Sí, sí, claro, Regina López... ¿Vos trabajaste con mi viejo?”. Él, el dueño, sólo atinó a decir: “Perdón... me equivoqué de Regina... yo pensé...”. “Todo bien”, lo cortó ella, y se quedó a esperar la respuesta de si allí vendían el último de Harry Poter: “¡Ah!, no...no... perdón... acá no vendemos...”. Aquella joven giró sin decir nada y se marchó. En aquel momento comenzaban a escucharse los acordes de Imagina.Así pasaron años sin que él, el dueño, pudiera encontrarla, hasta que una madrugada, de esas madrugadas en las cuales el universo se confabula para la perfección, una mujer con ojos de pasado entró muerta de frío a la librería. Llovía, y esa mujer tenía los pies mojados. Quiso que nadie la advirtiera, pero un perfume a rosas la precedía. Claro, ella no lo sabía. Sólo quería sentarse cerca de la ventana que daba al jardín, de espaldas a la gente. La música de Cinema Paradiso comenzó a sonar: “¡Ay...! No quisiera escuchar esta música... es melodía de reencuentro y yo no sé qué es eso”, se dijo, con la mirada fija en una planta del jardín, que detrás del vidrio no dejaba de ser sacudida por el fuerte viento. Ella, que llevaba puesto un anillo con la letra “R”, sintió que sus ojos de lunas trasnochadas estaban húmedos, pero le echó la culpa a la lluvia que se lamentaba afuera.Ella sabía que en algún lugar del mundo, un hombre que la amaba, estaba buscándola. No se lo habían dicho nunca, ni lo había leído en las cartas, ni en los astros, ni en la borra del café, ni sabía quién sería; pero podía percibirlo, latía en su sangre, en su sonrisa, hasta en el modo de mover sus manos, frágiles alas extraviadas en todas las primaveras.“R” también había buscado y había sido encontrada por otros hombres ajenos a ella, hombres que dijeron desear su aroma a tierra colorada mojada por la lluvia, su sencillez de flor silvestre, su fuerza de mar caribeño, su luz de sol bordado en todos los horizontes. Pero ninguno de ellos amó su aroma a rosas, su esencia. Ella sabía que existía un tiempo que había perdido sin creerlo, entonces recordó la canción de Sabina: “Los besos que perdí por no saber decir: te necesito” ... pero... “¿A quién?”, se preguntaba mientras se dejaba arrastrar por los acordes de Años de Soledad, de Astor Piazzolla con el saxo de Gerry Mulligan. “Necesito un café fuerte... y doble”, pensó.De pronto, Torcuato, el dueño. que estaba metido de cabeza en otro libro antiguo recién llegado, reconoció en el aire de la librería un inconfundible perfume de rosas. Entonces supo que todos los años que había esperado por Regina habían valido la pena. Sabía que, por fin, aquella mujer había llegado. No tuvo dudas. “Es ella”, se dijo, y su corazón fue locomotora.Sin sospechar nada, “R” se acercó a un anaquel de madera y comenzó a otear los lomos de los libros. Sus dedos, como pétalos de seda, apenas los acariciaban para no dañarlos. Buscaba algo, no sabía qué. Hasta que comenzó a sonar la música más triste y hermosa que jamás había escuchado: Suite para orquesta Nº 3 en Re Mayor, de Johann Sebastian Bach. Se le hizo un nudo en la garganta, pero jamás lloraba en público. Hacerlo hubiera llamado la atención de los demás y se hubiera visto obligada a responder preguntas corteses e innecesarias. Cerró los ojos y suspiró... profundamente...y cuando lo hizo, una lluvia de pétalos de rosas comenzó a caer en la librería.Los clientes pensaron que era un efecto especial del dueño, de modo que aplaudieron y dieron las gracias y juraron que siempre volverían allí. Él, el dueño, Torcuato, no dijo nada. Buscaba en su mente aquella palabra “esencial” que lo dijera todo.Regina abrió los ojos - enormes abismos alados - y se quedó prendida a la mirada penetrante de Torcuato: era el hombre que ella amaba sin saberlo desde hacía tanto. Su cuerpo lo había reconocido. Del otro lado, él le ofreció un café haciendo movimientos con los dedos.

“El mundo es pequeño, Regina”, le dijo Torcuato cuando por fin se acercó a ella, y la tuvo enfrente, al alcance de un beso. Entonces ella lo abrazó fuerte, muy fuerte para respirar su olor, su único olor, el que siempre había sentido y vivido en ella. “La vida es inmensa, Torcuato”, dijo aquella mujer de rosas y favorables presagios... “Infinitamente inmensa".
.
.
.

.
Para escribir a la revista:
talomac@gmail.com

No hay comentarios:

Publicar un comentario

PARTICIPE ENVIANDO SU COMENTARIO