jueves, 10 de enero de 2008

PALABRAS ESCRITAS Nº 2 primera parte

ilustraciones de Miguel Pencieri, serie "Méjico de Rulfo"
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Esta es la edición digital de la revista-libro PALABRAS ESCRITAS que edita SERVILIBRO de Asunción, Paraguay. Contiene valioso material creativo y crítico sobre obras y autores latinoamericanos.
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Para solicitar ejemplares, comunicarse con la Editorial Servilibro:


http://www.servilibro.com.py/
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PALABRAS ESCRITAS Nº 2
(edición digital)
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Revista~Libro
PALABRAS ESCRITAS
(Un diálogo entre
Brasil e Hispanoamérica)

Dirección: Alejandro Maciel, Amanda Pedrozo,Luis Hernáez.
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PREFACIO AL NÚMERO DOS

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“Palabras” pasa a llamarse “Palabras Escritas” desde este segundo número. El cuerpo es el mismo, el espíritu también y como Wittgenstein decía que “el nombre es la cosa” necesitamos explicar que ya existen unas diez publicaciones con el mismo nombre, según nos lo ha revelado Internet. La homonimia genera confusión y la confusión, caos. No queremos colaborar con los enemigos de Dios que, según dicen los escritos sagrados, ha venido a poner orden al caos. “Eritis sicut dii” (seréis como dioses) dijo la serpiente a Eva y Adán; y desde entonces el don de la palabra nos ha convertido lentamente en pequeños dioses perversos; tal vez la misma palabra podrá redimirnos en el futuro, salvándonos de nosotros mismos primero y de nuestros dirigentes políticos después.

Este difícil camino hacia la integración es como un andar cuesta arriba arrastrando la piedra de Sísifo de la desconfianza, los recelos, los prejuicios que brotan como cardos y el pesimismo latinoamericano añejado en siglos. Hemos aceptado con resignación esta situación crónica de desconocimiento mutuo. La geografía y la historia no nos ayudan. Pero hay que seguir. El sentido común que tanto escasea en la comunidad nos dice que estamos en el sendero indicado. Todo apunta hacia un futuro de diálogo entre nuestros pueblos, basado en el reconocimiento real de cada uno de nosotros como habitantes de un continente desconocido y enigmático, donde las ideas políticas y sociales de la civilización han recibido cristiana sepultura casi antes de nacer. Latinoamérica fue tierra de guerras durante la mayor parte de los siglos XVIII y XIX y hasta mediados del pasado siglo algunos países todavía disputaban cuestiones de límites con bombas y metrallas.

Durante el largo invierno de la Guerra Fría, las dictaduras militares se encargaron de caldear el ambiente y nuestros modernos próceres fusilaban a conciudadanos desarmados realizando las “proezas heroicas” de una épica fuera de época. No resulta nada extraño que cada cual haya optado por arrinconarse en el sitio que consideraba más seguro y a resguardo de la intrusión del otro, que se ha visto históricamente como amenazante e inseguro. Afortunadamente, la tan mentada y mentida globalización al menos consiguió diluir las claustromanías nacionales. Creo honestamente que tomamos durante mucho tiempo demasiado en serio los mapas geopolíticos que no son más que dibujos trazados por aburridos militares del siglo XIX en sus momentos de ocio. Pero esas fronteras sagradas han sido atravesadas de uno y otro lado por la gente, que tiene la malsana costumbre de no quedarse en su sitio ni consultar las cartografías antes de avanzar. Migraciones externas e internas están dando por el traste con las fronteras y el único mapa que prevalece es el de las aduanas y los puestos de control de las gendarmerías.

El diálogo entre Brasil y el resto de Hispanoamérica se hace imprescindible; más aún cuando la administración pública de Brasil ha oficializado el español como segunda lengua en la enseñanza. Esto implica mucho, tanto en el orden simbólico como en el rotundo orden de lo real en el que tanta fe depositan nuestros modernos pragmatistas. Hay señales para todos y sin embargo el proceso de integración cultural no ha ganado aceleración como esperábamos. Palabras Escritas es una piedra más para la reconstrucción de la torre de la nueva Babel donde las lenguas que huyeron cada una por su lado con la divina maldición, vuelvan a encontrarse para el diálogo que fue suspendido durante aquel trance en el que Dios habló y los demás enmudecimos. Algo habremos aprendido después de al menos tres mil años.

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Alejandro Maciel, julio 2006.

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OJOS DESDE LA LATONA

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Mabel Pedrozo

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Tenía que decirle a alguien lo que estaba pasando con el cocodrilo, pero ¿a quién? Le costó demasiado que la familia acepte tenerlo en la casa como para alarmarlos contándoles de los ataques.
Nunca vieron sus heridas. Él las supo ocultar. Disimuló cada corte, hasta cuando un colmillo le cruzó la mano dejándole al descubierto algo más que la piel.
No. Imposible volverse atrás después de que los convenció que los años a su lado domesticaron a la bestia como si fuese un cachorro, cosa que él también creyó hasta que notó el cambio. Lo sintió la noche de su cumpleaños, cuando durmió tarde porque la casa estuvo llena de parientes y se comió asado y torta de chocolate en bandejitas de cartón.

Cuando todos se fueron entró a su habitación y descubrió el olor. No era desagradable, sólo diferente, como de otra parte.
El cocodrilo lo miró desde la latona donde lo dejó remojándose en agua de lluvia -el agua de grifo le enfermaba-: sus ojos ya no eran lo que solían. Ahora tenían el brillo desafiante de un puñal desenvainado.Y el olor. A monte después de una tormenta; a hoja haciendo círculos en el agua en un fingido vuelo; a cielo montado por pedazos entre las ramas, los pájaros, los claveles del aire, las lechuzas. Se sacó el pantalón en la oscuridad y saltó a la cama esquivando por varios metros la latona desde donde el cocodrilo lo observaba. Debía sacarlo de la casa, entregarlo al zoológico donde no permitirían que lastimara a nadie, eso si sobrevivía a la madrugada que acababa de meter el arco de su luna congelada por la ventana entreabierta. Si el halo iluminaba la latona pasaría algo terrible (sabía que así sería). Tenía que estirar el brazo y correr la cortina, animarse antes de que sea tarde, pero el espanto lo paralizaba.


Los párpados del monstruo se desprendieron como cáscara y detrás de ellos, la mirada despiadada midió la distancia que separaba el brazo de la cortina y el brazo de sus colmillos nacarados. El chapoteo lo puso en alerta. Fue un rasgar de uñas en el agua pero significaba un cambio de estrategia, una puesta en marcha de algo que sólo la mente primordial sabía de qué se trataba. Cuando el cocodrilo cruzó el círculo que la luna fijó en la alfombra, un destello de espejos iluminó la habitación (eran las gotas de agua clavadas en su lomo deforme). Roberto se replegó hacia la pared sin saber si eso bastaría para estar a salvo. El cocodrilo venía por él. Ahora eran lo que en realidad fueron siempre -probó ver más allá de la sábana pero no pudo y no se atrevió a acercarse al borde-: criaturas rotuladas por la muerte. Era sangre lo que había entre ellos, exterminio, impiedad. La sábana se deslizó debajo del cuerpo y lo arrastró, lo fue llevando hacia el borde temido, hacia la oscuridad en donde esperaban los ojos alunados, la boca filosa, la piel como costra. Roberto quiso gritar pero de la garganta sólo le salió un ronquido que ni siquiera parecía suyo. El talón se descolgó del colchón, flotó por unos segundos en el aire y cuando el resto de la pierna se precipitó hacia el horror, la puerta se abrió.


-¡Rorro! ¿Qué hacés en el piso? La figura femenina tapó la luz del corredor que se coló en tiras dentro del cuarto.
-Hablame cuando te hablo, Rorro.
-Nada mami, ya voy a dormir.
-Y mañana me guardás esos juguetes que están tirados por todas partes. A tus siete años deberías ser más ordenado, muchachito.
-Sí, mami.
-Bueno, ahora beso y a soñar con los angelitos.


Cuando los tacos giraron, empujaron al cocodrilo de goma que fue a dar de nuevo al lado de la latona, más allá del rayo de luna. La figura femenina abrió y cerró otras puertas antes de desplomarse en la cama, al lado del hombre que programaba el despertador para las seis de la mañana.


-El nene me preocupa, Juancho.
-Qué novedad. ¿Qué pasó ahora?
-En serio. ¿No viste cómo mira a sus juguetes? Parece que les tiene miedo.
En la habitación de al lado el niño se tapó la cara para no ver los ojos encendidos, de nuevo, al lado de la latona.

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UN LLANTO SOBRE LA AZOTEA

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Raquel Saguier

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Parecía una habitación en continua metamorfosis. A veces era uno de los dos cuartos que daban hacia la azotea, más arriba de las voces y las luces callejeras que lo dejaban en aquel silencio lleno de sombras. La cama angosta, donde apenas si cabía ella, encogida. Alrededor, dos o tres muebles a punto de desfondarse por viejos. Una cómoda cuya pata de menos hacía todavía más notoria la tristeza de una verde carpetita que, sinceramente, parecía estar de más.Un ropero con un curioso cristal que trataba de espiarla en vano, por la redonda miopía que lo afectaba desde que lo lanzaron a esta vida con la tremenda responsabilidad de ser espejo.

Contra las cáscaras de la pared, un calendario vencido con los días que transcurrían hacia atrás, entre un par de geishas sonriendo. Y atravesada en su camino, como un obstáculo insalvable, aquella puerta allí parada, en permanente vigilia, para que nadie entrara ni se escurriese por ella. Otras veces era un cuarto de hospital maltrecho, con olor a humedad y desesperanza, donde ella estaba tumbada, al parecer, debajo de un hombre. No podía verle la cara ni entender cómo en aquel lugar se permitía hacer el amor entre enfermos. Aunque sí podía verle las manos, oscuras, calientes, que ahora la estrujaban pidiéndole respuestas. Era mejor no luchar, dejarlas hacer en silencio, facilitando con la inercia de su cuerpo la tarea.

Quizá allí encontrara lo que estaba buscando, en ese leve temblor, en ese quejido apenas, en la nada que venía después, porque las manos del hombre desaparecían y se acababa su lucidez. Y al final de cuentas, qué importaba eso, aquel entrevero de escenarios, que las cosas fueran y al rato dejaran de ser, que un día estuviese en la azotea y al día siguiente internada, si Cristina tenía con ella sus sueños, ese continuo no despertar que la hacía dar vueltas y más vueltas como aletargada. Y de tantas volteretas se le fue formando un mundo alrededor de cada giro, porque ¿acaso en cualquiera de los cuartos no estaba siempre la cuna iluminando el suelo? Le bastaba verla para sentir circular dentro de ella una dulce sensación de plenitud.

Todo se le alteraba, menos la cuna, donde de pronto se reanudaban los llantos del pequeño, como pequeños gorjeos puntuales, hambrientos. “Duérmete mi niño, pedazo de mi corazón”, susurraba la voz inclinada, mientras se hamacaban las espaldas al ritmo del canturreo. Ya nada ni nadie habría de quebrantar esa armonía. Todas las espinas habían quedado afuera, para que aquel pacto de sangre circulara sin tropiezos.Tampoco del fondo de las cosas subían ya aquellas palabras irreversibles y lentas, que la arrojaban a la calle, a pesar de las luces verdes.
“Siento decirle esto, Cristina, pero no podrán tener hijos. Santiago es estéril”.
Y aquel “tal vez ... más adelante ... la ciencia está haciendo prodigios”..., le sonó tan falso como vivir sin hijos toda la vida. Alguien la previno del peligro, o acaso no fue sino su propia voz gritándole: ¡cuidado! No corras tras la fatalidad, Cristina.

Sin embargo, ella ya no escuchaba ni se detenía tampoco. Seguía. Debía seguir cruzando aquella noche interminable hasta encontrar la salida. Casi no recordaba ninguna canción de cuna. Es que había pasado tanto desde que dejara de ser niña. Había que inventarlas entonces, de prisa. Era fácil: juntando cinco o seis palabras tiernas, hilvanadas con dulzura, irían saliendo solas: “tengo un huequito, mi cielo, donde protegerte del frío”. La habitación había vuelto a tener paredes. La cómoda lisiada seguía estando en su sitio, al igual que el empañado espejo, empecinado siempre en capturar su imagen, que cada vez se le tornaba más esquiva. Había dormido un poco o quizá sólo creyó dormir. Sonrió al comprobar que la cuna permanecía donde siempre. Un ruido inesperado de pasos aproximándose la obligó a encogerse y quedar inmóvil, temblando. Mil horrores se le pasaron por la mente. Hasta el aire parecía estar como aguardando, como detenido en espera de que pasara algo. Una pausa siniestra que no presagiaba nada bueno. Aunque también era posible que lo hubiera imaginado. No, no podía venirle sino de un sueño. ¿O sería, acaso, el hombre del hospital, aquel de las manos semejantes a dos brasas? O, acaso, el leve crujido que hacía la presencia de Santiago, cuyas visitas, puntuales al principio, se fueron espaciando de tal modo que al final Cristina hasta llegó a dudar que algún Santiago hubiera pasado alguna vez por su vida. Cualquier horizonte gris hubiera podido ser su rostro y sus besos, cualquier remota lejanía. Hasta su recuerdo había entrado ya en la etapa de silueta desdibujándose en ese color sepia que van tomando los retratos carcomidos por el tiempo. Y el pequeño que no lloraba, que alargaba demasiado el silencio. ¿Qué podía haberle pasado? Después aquellos pasos morían. A lo mejor se habían ido, llevándose con ellos la angustia que le hacía caminar el corazón como si estuviera dando tumbos. Pero el efímero alivio se trocaba de nuevo en pavor porque en el cuarto de al lado alguien abría y cerraba súbitamente una puerta. Y en seguida tres golpes en la pared divisoria y un grito que la atraviesa.


¡Haga callar de una vez a ese niño!


No podía ser el niño, si acababa de verlo dormido. Seguro lo estaría confundiendo con el gato que solía desprenderse del tejado lloriqueando igualito a un crío.

Cuando se alejó el peligro, junto con el vozarrón del hombre, de nuevo se instaló el silencio, que dejaba oír al mismo insecto testarudo de siempre, ése con el vientre a rayas, rascando tap tap el vacío, pugnando por llegar a la luz que Cristina tenía encendida en el cuarto.Una especie de luz perpetua que sólo se extinguía cuando se colaba el sol por la ventana para imponer su soberanía. ¡Qué agradable era aquel cuarto de la azotea! Arriba, el cielo, abajo, el piso donde poder cuadricular la mirada. Siempre y cuando no estuviera escudriñando al niño, claro, ni la envolviera esa dulce idea del sueño, que la iba ganando despacio. Hasta hacerle recostar la sonrisa contra los barrotes blancos, despegándola del cuerpo y de la canción de cuna, que le irían quedando lejos, cada vez más lejos.
Ahora su inmediata obligación era dormir. Dormir primero. Mañana empezaría otro sueño.

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De la caja de Pandora al cajón de sastre

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Sobre Juego de prendas y los dos corales de
Noemí Ulla

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Julien Roger
Université Paris-Sorbonne
jr.roger@club-internet.fr

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A Michéle Ramond


Títulos: El de este articulito nos lo inspiró Noemí Ulla durante su intervención en la defensa de una tesis sobre Puig[1].

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Caja de Pandora: metáfora del saquillo entre parma y azul que lleva la mujer del cuadro de tapa y del cual van a manar los cuentos.

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Cajón de sastre: las herramientas que forjaron, como las de Hefaistos, la recopilación.

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Juego de prendas y los dos corales[2] es el título no sólo del libro sino también del relato nuclear, « Juego de prendas » — en el cual encontramos a Pandora: « abría y cerraba las cajas después de levantar las prendas apiladas dentro de ellas » (p. 95). Sin saber por qué, al descubrir este título nos acudió a la mente « El jardín de senderos que se bifurcan ». Quizá por esa frase de Noemí: « su gato Quesito había aparecido muerto en el jardín » (p. 97). O quizá por esos versos libres de Borges: « La tarde era íntima, infinita. El camino bajaba y se bifurcaba, entre las ya confusas praderas. »[3] Más títulos, más gozos: « En las holografías, los rasgos más salientes se ven con nitidez de acuerdo a la posición y a la mirada que despierta la luz en los que observan, los que son hacedores, al fin de la ilusión. » (p. 98).


Estamos en La invención de Morel y en El Hacedor. « Bajo los tilos », estamos en El tilo, de Aira. « Descubrimos la virtud poderosa del agua: la de encerrar el silencio como en una cajita de plata » (p. 11) — Pandora siempre.


Estamos en Agua de Berti. « Viajeros », estamos en Un episodio en la vida del pintor viajero, de Aira. « El centenario », estamos en Odas seculares de Lugones. « A mi hermana Beba », dice entre otras la dedicatoria del libro: estamos en Los dos payasos, de Aira. ***
Imágenes La gran guerra (1964), de René Magritte, es la ilustración que eligió la autora para la tapa. En la medida en que, para nosotros, las tapas son metáforas de los procesos textuales que han engendrado el libro que representan, sugerimos leer en el título de este óleo una figura de la recopilación. Por supuesto que designa, literalmente, la Primera Guerra Mundial y cierta dejadez de la élégante allí representada. Pero leemos éste como el dibujo genérico del libro. La gran guerra designaría pues las relaciones que entretienen los cuentos de Juego de prendas y los dos corales entre sí. Guerras, batallas, triunfos, derrotas, riñas por escribir el libro y para captar la atención del lector. Los cuentos, encerrados en la cajita de Pandora, forman como una cámara de ecos, de resonancias coloradas. Notemos de paso que al menos tres libros de ficción de Noemí son figuras de la reticulación: Urdimbre, Ciudades, El ramito y otros cuentos. Los textos trabajan, como diría Barthes. El cuadro en sí mismo va compuesto de una mujer, de talle fino, vestida toda de blanco con un quitasol apoyado en el hombro (en la mano derecha) y un largo sombrero espumoso con plumitas del mismo color, así que el saquillo ya mencionado en la mano izquierda. Puede tratarse en un travesti: su cara (de la que apenas vemos el pelo castaño) que constituye sin dudas el punctum de la imagen (según la terminología de Barthes), está tapada por un ramo de violetas con hojas — recuerda las mujeres tapadas de medio ojo de Quevedo. Dicha mujer, que suponemos recién casada, con guantes blancos, se presenta de pie, posando. El fondo del mismo lo componen un muro recto y liso, un mar o un río sin olas (« Descubrimos la virtud poderosa del agua: la de encerrar el silencio como en una cajita de plata », p. 11, otra vez) y el cielo con nubecillas. El saquillo veteado es de los mismos colores que el mar y el cielo. Ecos colorados. Lo que se desprende de este cuadro es su luz, por el vestido blanco. Y, por supuesto, su ambiente de balneario. « Un verano de lo más caluroso Toribio se enamoró del balneario de La Florida, y allá iba con frecuencia con su novia Patutina a gozar de las delicias del río » (« Ágatas », p. 75). Como el narrador del cuento, nos enamoramos del collar de Patutina (que nos recuerda « Les Bijoux » de Maupassant[4] y « El aderezo de rubíes », de Lugones[5]). Así termina el cuento citado: « Pero ese conflictivo collar de piedras caprichosas que Patutina pretendió arrancarme, nos alejó para siempre de Toribio y, por si hubiera sido poco, de la confianza ciega que Orlando había depositado en mí. », p. 81).

Suponemos que Toribio y Patutina acabaron por casarse y que ésta viene retratada por Magritte el día de la boda, sustituyendo el collar por las violetas… Violeta o parma, como el saquillo: éste es el color, entre muchísimos, del camisón que lleva la autora, sentada, en la foto de la solapa de tapa, arriba de su bibliografía, durante una comida (lo intuimos, ya que viene la parte superior de un vaso delante de su seno izquierdo). Como en La gran guerra, Noemí no lleva collar pero sí vemos su garganta desnuda; admitamos que se habrá cambiado el vestido, así que el color del pelo, pelirrojo y menos arreglado que en el cuadro, con mechoncitos. La autora tiene pendientes discretos, supuestamente de nácar. Está delante de unas cortinas espumosas y blancas, como las plumas del sombrero de La gran guerra. Espumoso: es la segunda vez que empleamos este adjetivo. Quizá nos lo sugirió Noemí, por escribir en el íncipit de « Juego de prendas » : « En la vidriera se la veía como una blanca golosina espumosa, blanda y suave » (p. 93), descripción condensada de La gran guerra. Por la parte superior izquierda de la foto viene un cuadro de ventana de madera, azul noche y lucido: recuerda el mar o el río, el cielo, el saquillo, el camisón y las violetas. Y el punctum para terminar: una larga sonrisa blanca con labios pintados rosa y finos. La metáfora de la conjunción de cuentos viene, aquí también, como de perlas — el collar, siempre[6] — en esa foto sabiamente elaborada. « Prometieron encontrarse más tarde, ella no quiso abandonar las fotos. » (« Prismas hexagonales », p. 29). No olvidemos tampoco el parajito negro de inspiración precolombina con anchas alas que figura en la tapa, abajo, a la derecha del nombre de la editora. Un angelito — « como si hubieran sido grandes mariposas que luchaban por desasirse » (ibid.) —, vínculo entre las dos imágenes y entre los textos por leer. ***

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« Prismas hexagonales » El título del cuento remite no sólo, una vez más, a La invención de Morel sino a « los grandes globos blancos de hexágonos » (p. 28) que iluminan la Biblioteca Nacional de Berlín en que trabaja la heroína argentina, después de la caída del muro. Está encargada de buscar fotos y documentos para el profesor Lambruiún, por un sueldo de miseria. Al final del cuento, decide escaparse con su amigo peruano « Alberto el furtivo » a Copenhague para volver mejor a Berlín.

Se encuentran en ese texto muchas metáforas de la recopilación. La primera es la ciudad de Berlín, en que la heroína se pasea muy a menudo, sea por la parte occidental como oriental. « En poco tiempo fueron inseparables y recorrieron la ciudad barrio por barrio descubriendo todos los rincones » (p. 30-31). Nos recuerda esta frase la deambulación de Swann por todo París para encontrar a Odette en Un amour de Swann, de Proust. Imaginemos que, después de encontrarla en una chocolatería, ambos recorren París como Alberto y la heroína recorren Berlín. Y sobre todo, para nosotros, la ciudad de Berlín es la metáfora de Juegos de prendas y los dos corales, y, más precisamente del papel del lector: como Alberto y la heroína, éste está invitado a recorrer el libro. El excipit del cuento es así: « Berlín será como mi casa » (p. 34). Como en « Las calles » de Borges, en Fervor de Buenos Aires, las calles de Berlín ya será su entraña. Otra metáfora, Pandora y el cajón de sastre (desastre): Nadie le hablaba allí del nazismo ni tampoco tenía (…) la menor voluntad de hacerlo. Como llegaba de un lugar adonde había ocurrido algo semejante, nada le asombraba en el silencio de la gente ante esa caja de horrores que, si la hubieran abierto, habría significado de pronto ver cómo en medio de una conversación amable salía un pasado nefasto. (p. 26)


Si bien alude el texto a los nazis berlineses o argentinos, para nosotros evoca el proceso de lectura del libro, cuyos textos surgen de la caja. Y los textos no son malos, al contrario, son bienes que se escapan del saquillo de Magritte[7].


Última metáfora, la biblioteca de Babel: « Perdida en ese intrincado laberinto estaba una mañana, cuando un hombre de cara joven y cabello negro se acercó a saludarla » (p. 29). Todo Juego de prendas y los dos corales se encuentra en esa frase. El laberinto de libros es, pues, un laberinto de prendas y de corales. ¿Qué busca la heroína en ese laberinto de libros? Fotos. Suponemos que buscará la foto de la solapa, y, pues la autora: nuestro libro. Y esa búsqueda desemboca en el encuentro con Alberto, es decir con el amor. A la recherche du temps perdu. En busca de la lectura amorosa de los cuentos.


« El centenario » Con claras referencias a « La metamorfisis » de Kafka, este cuento es la historia de una mujer que se hizo hombre y que, en el momento en que habla, habrá vuelto a hacerse mujer para casarse con Álvaro. Dicho híbrido está encargada[8] de redactar un informe para un « amigo periodista » (p. 54) — otro hombre-mujer— con motivo del centenario de una farmacia porteña. Huelga precisar que para nosotros ese hombre-mujer — cuyo mejor amigo es Adolfo, otro híbrido (Bioy, siempre) — es el del cuadro de Magritte.


Ese informe es una clara metáfora de la obra por escribirse ya que la mujer-hombre le entregará el texto que leemos al periodista. Se trata, pues, de la historia del parto de la criatura, ya que al final se supone sin ambigüedad que Álvaro y ésta hicieron el amor. Los hombres-mujeres no pueden dar a luz, salvo a sus textos, lo que en sí es otra figura de la creación literaria.
Creación, dijimos. El último párrafo del cuento empieza así : « Esta mañana, cuando corrí las cortinas[9] para que no nos diera el sol, vi su pecho lampiño [¿será mujer Álvaro?] y el amor en sus ojos » (p. 56). Cortinas. Como las de la foto de la solapa, con la garganta desnuda de la autora. La narradora y Álvaro son Noemí Ulla. ***
Empezamos con Pandora y terminamos con ella. Encerrados en su « cajita de plata » (p. 11), los cuentos del libro son como el mar del óleo de Magritte — que contiene los dos corales — y el poema de Valéry: « la mer, la mer, toujours recommencée ».
Juego de prendas y los dos corales tiene el encanto de los clásicos: inextinguible.

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UNA BALA EQUIVOCADA

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Martin Orell

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La abeja de plomo comenzó a silbar en un aire revuelto con olor a pólvora, sangre, miedo en un día del año 1831.La mirada de Dulcinea flotaba en los restos de un aire similar, hacía dos noches, cuando una leve expresión deshizo tanta mierda de días y días, mierda de cobardías, mierda de derrotas, mierda de recuerdos de Dorrego.Lavalle comprendió que la abeja de plomo lo buscaba pero no, no podía ser. A los cuarenta y siete años se sabía inmortal y lo era.Bolivia quedaba lejos, Pedernera aún no sabía de su macabro paso a los libros de historia.
Dulcinea lo esperó desnuda, fumando un cigarro, vestida solamente con una mirada y una sonrisa y una lujuria.Lavalle dejó su espada, su uniforme, sus cáscaras en un lento ceremonial. Ella lo derribó en la cama y él le estrelló su palma en la cara.Sonrió.Le volvió a pegar.Volvió a sonreír.La penetró salvajemente.- Tengo miedo. Él no contestó y siguió embistiendo sus nalgas como un animal en celo.- En serio. Dijo ella en el medio de un orgasmo.Él la agarró de los pelos y le susurró al oído sin detenerse:- ¿De qué?.- De que no seas inmortal como decís.- Lo soy. Y continuó sin permitirse siquiera la duda.


Pedernera no estaba lejos de Lavalle cuando un leve suspiro de plomo besó su oído.El apuntado tenía sangre en las manos al igual que su caballo que sólo pisaba cadáveres.Giró la cabeza y comprendió que el proyectil buscaba a su pecho, no dudó, no se inquietó, no sospechó a la Parca. Le bastaba su certeza.No iba a morir.Y no murió en esa batalla.
Ella lo contempló desnudo en su cama, aplacado, vanidoso, ufano, exhalando humo.- Te lo dije en serio- No voy a morir. Fue toda la respuesta.


Sombra como reflejo que no alcanza a describir la totalidad del todo que significa la proyección. Reflejo que dibuja los contornos del mundo y que no alcanza a abarcarlo, por razones obvias, claras, precisas, los detalles escapan y se pierden en la distancia entre lo que proyecta y la proyección. Hasta puede convertirse en un símbolo de aquello, pero no puede más que eso, queda en la representación, al igual que el lenguaje es perfil del mundo, pero encontramos siempre que hay más mundo que las posibilidades que nos muestran los signos, las palabras, las sombras. La bala que lo encontró no era para él, era para una puerta, más tarde museo, sobre la que se proyectaba una sombra que, en un pueblo cerca de Jujuy, buscaba un albergue.Él, Lavalle, el inmortal, él, temido y adorado por propios y extraños, él, el Gran Lavalle, estaba en el medio.El mazorquero que disparó esa bala nunca supo a quién mató. Sólo disparó a una sombra.

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Cuaderno de bitácora del Rey Juan VI de Portugal

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EL REY PRÓFUGO

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(Fragmento del capítulo 1)
Alejandro Maciel.

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CAPÍTULO UNO:
LA FE DE LAS ACTAS Y LA MALA FE DE LOS ACTOS.

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Yo, João Maria José Francisco Xavier de Paula Luís António Domingos Rafael, Regente de Portugal: al porvenir tan incierto como el destino de esta travesía iniciada en medio de una ventisca. Se inicia el viaje conmigo y a pesar de mí. Ahora que las intrigas de la Corte se cortaron solas, voy a iniciar mi propio viaje entelerido en el castillo de proa de la fragata “Príncipe Real”.
Flotando por la mar océana que cruza el espacio haré mi propia expedición a través de los tiempos mientras en el predio acuático, punzante, la quilla va dejando un surco que el horizonte borra después dejándolo liso y llano. Llano y liso "como si nada ni nadie hubiese pasado". Y ha pasado un rey.Alea, jacta est[11].

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He iniciado este cruce del la mar océana para separar la civilización que me llevo de la barbarie que dejo a mis espaldas, colmada de espíritus miserables soñando grandezas hechas con rapiñas y gatuperios. Sé que estoy haciendo la historia porque ahora soy el eje sobre el que giran los acontecimientos. El Corso quedó atrás con su comparsa de la canaille.

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Antes que las canas, las hojas del laurel de su corona se avejentarán sobre la frente del nepótico Nepo~león que colmó de parientes las cortes europeas. Un hermano acá, un tío allá, un primastro acullá los tronos se han quedado con la buena parte del león. Me llevo la aristocracia para injertarla en las tierras nuevas ya que éstas de Europa, de tantos tumultos, se han hecho viejas. Veo las estibaciones de ‘La Estrella’ cada vez más rugosas y ásperas, como hechas de argamasa cenicienta que se hubiera plegado encabritada por obra y gracia de tanta cabalgata yendo y viniendo desde los tiempos geológicos, ofendiendo y vengando; vengando y atropellando. Así la dejaron: provecta, senil; piel de Tisífone[12] agriada, harta de llamar a las puertas de la justicia para que atienda la traición.

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Ya me advirtió el Almirante acerca de cierta declinación magnética que él supone producida por algunos picos almenados que hay en Caypan, cerca de Canudos, en el sertão. Alguna imantación estrafalaria tienen esas cumbres ya que, según dice el Almirante, hay ríos tortuosos, atascados entre rocas y terrones, que suben la pendiente en la estación lluviosa a contramano de las leyes físicas. Las aguas trepadoras curan las alunaciones, sobre todo la del río Bendegó que en su época de escala remonta su propio lecho como un salmón para el desove. En Portugal nunca tuvimos un prodigio así, ni una sola montaña capaz de mover a contrapeso el escuálido cauce de un arroyo, pero en Brasil todo es maravilloso; ya estoy sospechando que bien podría haber sido el Paraíso Terrenal que perdieron nuestros padres Adán y Eva y ahora voy a rescatar combatiendo con una cohorte de mil ángeles armados con espadas flamígeras si fuere necesario. Brasil es mío.

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Lo que era el Edén de Adán ya lo perdieron los judíos por tanta curiosidad en la intimidad sagrada. Voy a devolver el árbol del bien y del mal llevándome la manzana de la discordia política al Paraíso recuperado.

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Ese monte magnético me obsesiona; lo pienso continuamente, lo imagino imantado, cinchando hacía sí mismo; bien podría ser el resto de la Torre de Babel luchando todavía por alcanzar el cielo para elevar a las criaturas de las miserias del destino humano hasta los pies de Dios. “Acción es todo lo que vence la razón” decía el cordobés Séneca. Mucho tiempo la política y la fe estuvieron amancebadas; ya es hora de divorciar la contemplación y la acción. Tal vez esa montaña mágica de Caypan, que es capaz de enrevesar el curso de un río me sirva de Jordán para bautizar una nueva forma de poder en un mundo gastado por la servidumbre de las masas.

. ¿Qué es el Brasil hoy, que está dejando de ser colonia para ser sede sediciosa?
Los mulatos quisieron fundar su propia “República dos Palmares” entre los riscos de Alagoas, huyendo de la guerra contra los holandeses y de las fazendas para alzarse en un inmenso quilombo levantisco e insurrecto, subversivo a más no poder, que tuvimos que sofocar a fuerza de cañonazos. Brasil siempre fue fiel a sus dueños. Y eso está bien, es una forma de acatar las leyes que si bien son tristes copias casi materiales de las eternas leyes naturales, ayudan a poner las cosas en su justo sitio. Cada cosa tiene un lugar en este mundo, trastocarlo es tarea tarada, volverlas a su cauce exacto, es el trabajo del poder. En cuanto a la administración del Estado, no hay trabajo más fácil en este complicado mundo de apariencias: basta con seguir escrupulosamente el Sumario de Procedimientos Administrativos; cada minucia burocrática está debidamente consignada en ese vademécum de gobiernos.

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Tierras americanas que eran fantásticas[13] ahora serán reales tierras. Con decretos, tratados de paz y amistad, cuentas de arriendos, correspondencia oficial, diarios de cancillería y partes de guerras vamos a documentar la fe de un nuevo reino. Ahora soy la historia y su amanuense. Y ya se sabe que toda historia es sufrimiento.Cada cual haga su trabajo, que Dios hará el suyo, como decía el finado Gottfried Wilhem Leibniz.

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"Laissez-faire" me susurra en el oído mi camarero, José Agostinho de Sousa, 2º conde de Linhares[14], ferviente lector de folletines progresistas malparidos del pragmatismo sajón. El muy ruin merecería ser agitador de les brasnus en alguna callejuela empedrada de Saintes o Marsella, catequizando putas y marineros. Algún día estará tentado de tramar un atentado contra mí; ya lo veo, inexperto, menudo e insignificante, con apenas veinte años y ya agachado sobre una mesa, acomodando las piezas y engranajes de algún artefacto fatal que soltará a medianoche el gatillo, haciendo su trabajo sobre mí para que todo parezca un accidente. Mañana lo haré ejecutar, sin falta. Sobre la almohada, del lado que debería usar Carlota Joaquina[15], exiliada del lecho, dormirá el memorándum fusilatorio.

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Embarqué a Carlota Joaquina en la fragata “Rainha de Portugal” con el resto de mi prole desprolija. Viajan conmigo en la fragata real solamente Maezinha y mi hijo Pedro el mulato, nonato por vía baja, fruto de una cesárea sin César. Aunque, viniendo de esta sangre Braganza quién sabe... En cuanto al conde~camarero de Linhares no se puede quejar, ya vivió sus veinte años; considerando todos los no-natos que ni siquiera ven la luz y ya están pagándole el peaje a Caronte[16], podría sentirse agradecido de haber llegado a los veinte el muy malandra y ácrata. Madrugaré las intenciones del fullero anarquista. "Dejad hacer su trabajo al trabuco" ordenaré al pelotón. "Dejad pasar las balas". Y así se cumplirá la voluntad del subversivo contra su propia persona, ya que se pasa el día tarareándome en la oreja su ‘Laissez faire, laissez passer’. Tomará su medicina: remontándonos a la causa final del finado Aristóteles, él mismo habrá sido quien expidió la orden de su suicidio, digamos. Y lavémonos las manos de una vez en la jofaina de don Poncio, "qui tollis peccata mundi[17]".

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El poder no admite tibios de corazón.La epidemia gálica de barullos y sablazos les ha hecho creer de repente a las gentes que un sirviente también puede hacer historia. No hay quien, hoy por hoy, no se crea un Richelieu, un Cromwell, o un reformador político de la misma talla que el barón de Montesquieu. No han comprendido que la mano oculta acomoda los tantos en el mejor de los mundos posibles únicamente si cada cual hace lo que le corresponde: el rey siendo rey, aunque lo invadan las mesnadas revoltosas de le peuple con el cornudo de Junot[18] a la cabeza, y el sirviente llevando bandejas y limpiando trastos, que para eso ha nacido.
Al escribir, fundo mi feudo. Tal vez será el protocolo de mi reino ultramarino, lejos de los acosos del Corso. Toda escritura está inventando continuamente un leedor. Diez, cien o mil como eran los ojos de Argos Panoptes[19]. Así, un solo acto se repite incansablemente de uno en otro, de diez en cien, de cien en mil. Poco importa el número. Inventar es invertir. "Ahora que me estás leyendo, me estás creando" me decía un viejo tutor por medio de cartas enigmáticas que recién ahora, montado en esta mar insólita, llena de toda soledad, empiezo a comprender. Y no era mendaz el cuento. A medida que las palabras iban conjurando un cierto sentido, la mente confundía lo escrito con el escritor. Y ambos estaban en silencio cuando me hablaban.
También te invento, leedor y tal vez lector. Hagamos la historia antes que les sans-culottes con sus carmañolas nos la arrebaten para convertirla en historieta. La brújula ahora señala el rumbo de los acontecimientos que después serán registrados y re-escritos; mi historia se hace poniendo la inmensa mar océana de por medio; es un borrón y cuenta nueva en los saldos del mundo.
No hay caso: imposible descansar en este viaje. Cuando entorno los párpados un segundo, me bisbisea al oído el conde~camarero como un tábano zumbón.

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En la nave “Ribatejo” se ha descubierto un prodigio, S.M.
¡No me diga! ¿Otro más?
Vienen dos siamesas asombrosas, Esila y Caribdis.
¡¿Cómo?! ¿No he prohibido acaso embarcar monstruas, fenómenas y endriagos cuando salimos de Lisboa?; ¿no ordené que se arrojaran al Monte Taigeto de La Estrella a todos los neonatos cojos, tuertos, ciegos, tullidos, deformes, macrocéfalos, bífidos, lisiados, orates, mancos y baldados de cualquier especie?
¿Y cómo se ejecuta esa orden siniestra?, pregunta el muy canalla.
Está claramente indicado en el Manual de Procedimientos Administrativos, paso a paso, le advierto. Vamos a fundar un reino: la hez se la dejamos a Europa con la escoria de su emperador nacido en el pesebre de una isla perdida en medio de piedras.

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(Novela editada en Brasil con el título "Diàrios de um Rei Exiliado", edit. Landmark, Sao Paulo, 2005)

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EL ÚLTIMO TEXTO

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Teódulo López Meléndez*

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Recordaba Ernst Jünger, en la plenitud de la celebración de sus 90 años, a Goethe, y con él repetía que uno se retira poco a poco del mundo de la apariencia. El mundo era entonces para el escritor su biblioteca y los pequeños animales que estudiaba hasta el punto de numerosas especies tener su nombre, escribir y leer a diario y recordar con una memoria prodigiosa cada cosa que había dicho y donde la había dicho. El mundo de la apariencia, deriva uno sin mayor esfuerzo, es el de la relación con los terceros, la vida social, el intercambio. El mundo de la apariencia no está en la literatura, está en la cotidianeidad del intercambio social. Novalis sale a relucir: “Lo que no ha pasado en ningún tiempo ni en ningún lugar, sólo eso es verdadero”.
En el siglo XXI, arrastrada desde antes, encontramos a plenitud una degenerativa propuesta de la vieja definición de persona. Podríamos decir que aquéllas no son más que detentadoras de poder. El escritor no dispone de ninguno, a no ser reforzar en sí mismo la presencia del universo en el acto mismo de la creación. El buen lector siente esa liaison cuando lee a alguien que merezca llamarse de esa manera. A su vez, refuerza ese universo en sí mismo y, si tiene un sentido capaz de descifrar los códigos creativos, también sale de las apariencias.


Quizás el único verdadero historiador sea el escritor, pues resume en sus textos la inveterada tendencia humana a huir del tiempo. Acostumbro repetir a los amigos que la vida no es otra cosa que repetición. El escritor es el portavoz de la consigna “no a la otra-vez”. De allí a nadie puede extrañar que nuestra época sea la de los massmedias y nuestra civilización la del espectáculo. El mundo tiene que ser lo suficientemente fuerte para autoreproducirse constantemente en las apariencias y así llega a convertirse en una falta de mundo. El escritor, en cambio, es un constructor y la imaginación creativa se alza como el único antídoto contra una absorción y extinción de la trascendencia. No quiere decir que el escritor trascienda.
Aún hoy hablamos de Homero, pero cualquier lector de Peter Sloterdijk puede ir comprobando como los muertos se vuelven cada día menos importantes. Es lo que él llama “una humanidad horizontalmente reticulada”.


De allí que el escritor comprenda que preguntarse por un propósito de la literatura carece de sentido en un mundo donde los sentidos han sido derivados produciendo una fatal ruptura de la integridad del todo. Como bien lo recordaba el viejo Jünger ese instante creador se produce fuera del tiempo y por lo tanto ya no puede ser anulado.

El escritor escribe siempre el último texto, aquél que viola las leyes de expansión del universo y derrota a Einstein pues destruye la teoría del movimiento relativo entre dos sistemas. El escritor, al asumir el mundo de la “no-apariencia”, deja de jugar con otro posible polo de referencia. Aquí no hablamos de un escritor como testigo de su tiempo o como alguien en que se pueden conseguir todos los retratos de su época. Lo que quiero decir es que el escritor derrota lo que podríamos denominar la apariencia ordinaria. Es un introductor que desvía hacia “lo que pasa en otra parte”.
El escritor descompone y recompone la estructura fundamental del mundo, es decir, vuelve a una especie de conocimiento original, se hace el demiurgo que llega a la parte no accesible al común y se hace poseedor así de los secretos. En pocas palabras, para seguir con Goethe, se aleja de las apariencias.


La literatura, así concebida, es un instante perpetuo. En un mundo en desbandada, como el que augura el siglo XXI, la tarea del escritor se torna imprescindible, aunque momentáneamente parezca todo lo contrario. El escritor es un ser paradójico: es un trastornador que fija. Como bien lo dice Sloterdijk, no parece haber (en el mundo de las apariencias, agrego yo) alguien que cumpla el rol de posibilitar tránsitos. El escritor, al fijar el instante, cumple con ese papel, pues posibilita la única posible regeneración, aquélla que se vincula al nuevo (y agreguemos) eterno inicio. Es lo que se puede denominar el estímulo que sigue vivo hasta el último instante, que no es otra cosa que el texto recién escrito, hasta que se comienza el nuevo texto, es decir, el nuevo instante. El escritor es humano y sólo cuando avanza en edad siente en su propia carne el abandono de las apariencias. Cuando asume el rol maldito de ser escritor se arroga, con seguridad de manera inconsciente, ese abandono que es la forma más aguda y crítica del final. La literatura es la violadora antagonista del fin. Así, no puede pretenderse en el mundo de la comunicación instantánea la atención hacia el escritor. El escritor del último texto es como Sócrates, alguien que no quiere salvarse, pero que se salva y salva. Es así como el escritor no puede andar pensando en realizarse. Cuando va a lo único que existe, lo que está fuera del tiempo y de lugar, como bien lo decía Novalis, se hace él mismo no-apariencia, es decir, realidad. Y no le gusta repetirse, esto es, rompe con la mundanalidad. Después, los hombres van a leer, para enterarse.

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Muerte de Luicho Merlo

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Francisco Madariaga

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Diz que entre las pajas coloradas, que ardían cerquita
de un estero, recostado de espaldas sobre un tacurú,
te morías, y el caballo pastaba a tu lado como en
un encantamiento.

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Sonreías, queriéndole abrazar allí al Paraje, y, al tero,
al terucito en duelo de pasitos eléctricos,
y a tu madre, la negra Jerónima, caimanera-gauchi-afro-india,
que aún nos queda viva en el Paisaje.
Los doctores del hospital del pueblo no descifraron
tu sonrisa abierta, y yo no llegué a tiempo…

.te hubiera
levantado de ese fuego, y unidos los caballos hubiéramos
retornado a algún rodeo, y después a hacer baile y a
pegar una zapateada con espuelas, en el rancho de
alguna viejecilla, bailando con nativillas jóvenes,
las bagualitas del palmeral alagunado.

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¡Paz y fierro y siempre sangre habrá en tu corazón,
mi gaucho negro.

Continúa en "Palabras Escritas" Nº 2 segunda parte.

Para envío de colaboraciones, mensajes:

talomac@gmail.com


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